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La copa del amor había dado ya la vuelta.

Levantando la mano, el presidente dio una señal; el coro rompió a cantar el Tercer Himno de Solidaridad:

¿No sientes como llega el Ser Más Grande?

¡Alégrate, y, al alegrarte, muere!

¡Fúndete en la música de los tambores!

Porque yo soy tú y tú eres yo.

A cada nuevo verso aumentaba en intensidad la excitación de las voces. El presidente alargó la mano, y de pronto una Voz, una Voz fuerte y grave, más musical que cualquier otra voz meramente humana, más rica, más cálida, más vibrante de amor, de deseo, y de compasión, una voz maravillosa, misteriosa, sobrenatural, habló desde un punto situado por encima de sus cabezas. Lentamente, muv lentamente, dijo: ¡Oh, Ford, Ford, Ford!, en una escala que descendía y disminuía gradualmente. Una sensación de calor irradió, estremecedora, desde el plexo solar a todos los miembros de cada uno de los cuerpos de los oyentes; las lágrimas asomaron en sus ojos; sus corazones, sus entrañas, parecían moverse en su interior, como dotados de vida propia… ¡Ford!, se fundían… ¡Ford!, se disolvían… Después, en otro tono, súbitamente,

Provocando un sobresalto, la Voz trompeteó: ¡Escuchad! ¡Escuchad! Todos escucharon. ras una pausa, la voz bajó hasta convertirse en un susurro, pero un susurro en cierto modo más penetrante que el grito más estentóreo. Los pies del Ser Más Grande, prosiguió la Voz. El susurro casi expiró. Los pies del Ser Más Grande están en la escalera. Y volvió a hacerse el silencio; y la expectación, momentáneamente relajada, volvió a hacerse tensa, cada vez más tensa, casi hasta el punto de desgarramiento. Los pies del Ser Más Grande… ¡Oh, sí, los oían, oían sus pisadas, bajando suavemente la escalera, acercándose progresivamente por la invisible escalera! Los pies del Ser Más Grande. Y, de pronto, se alcanzó el punto de desgarramiento. Con los ojos y los labios abiertos, Morgana Rotschild saltó sobre sus pies.

– ¡Lo oigo! -gritó-. ¡Lo oigo! -¡Viene! -chilló Sarojini Engels. -¡Sí, viene, lo oigo!

Fifi Bradlaugh y Tom Kawaguchi se levantaron.

– ¡Oh, oh, ohl -exclamó Joanna.

– ¡Viene! -exlamó Jim Bokanovsky.

El presidente se inclinó hacia delante, y, pulsando un botón, soltó un delirio de címbalos e instrumentos de metal, una fiebre de tantanes.

– ¡Oh, ya viene! -chilló Clara Deterding-. ¡Ay!

Y fue como si la degollaran.

Comprendiendo que le tocaba el turno de hacer algo, Bernard también se levantó de un salto y gritó:

– ¡Lo oigo; ya viene!

Pero no era verdad. No había oído nada, y no creía que llegara nadie. Nadie, a pesar de la música, a pesar de la exaltación creciente. Pero agitó los brazos y chilló como el mejor de ellos; y cuando los demás empezaron a sacudiese, a herir el suelo con los pies y arrastrarlos, los imitó debidamente.

Empezaron a bailar en círculo, formando una procesión, cada uno con las manos en las caderas del bailarín que le precedía; vueltas y más vueltas, gritando al unísono, llevando el ritmo de la música con los pies y dando palmadas en las nalgas que estaban delante de ellos. Doce pares de manos palmeando, como una sola; doce traseros resonando como uno solo. Doce como uno solo, doce como uno solo. Lo oigo; lo oigo venir. La música aceleró su ritmo; los pies golpeaban más de prisa, y las palmadas rítmicas se sucedían con más velocidad. Y, de pronto, una voz de bajo sintético soltó como un trueno las palabras que anunciaban la próxima unión y la consumación final de la solidaridad, el advenimiento del Doce-en-Uno, la encarnación del Ser Más Grande. Orgía-Porfía cantaba, mientras los tantanes seguían con su febril tabaleo.

Orgía-Porfía, Ford y diversión,

besad a las chicas y hacedlas Uno.

Los chicos a la una con las chicas en paz;

la Orgía-Porfía libertad os da.

Orgía-Porfía… Los bailarines recogieron el estribillo litúrgico. Orgía-Porfía, Ford y diversión, besad a las chicas y hacedlas Uno… Y mientras cantaban, las luces empezaron a oscurecerse lentamente, y al tiempo que cedía su intensidad, se hacían más cálidas, más ricas, más rojas, hasta que al fin bailaban a la escarlata luz crepuscular de un Almacén de Embriones. Orgía-Porfía… En las tinieblas fetales, color de sangre, los bailarines siguieron circulando un rato, llevando el ritmo infatigable con pies y manos. Orgía-Porfía…

Después el círculo osciló se rompió, y cayó desintegrado parcialmente en el anillo de divanes que rodeaban con círculos concéntricos- la mesa y sus sillas planetarias. Orgía-Porfía… Tiernamente, la grave Voz arrullaba y zureaba; y en el rojo crepúsculo era como si una enorme paloma negra se cerniese, benévola, por encima de los bailarines, ahora en posición supina o prona.

Se hallaban de pie en la azotea; el Big Henry acababa de dar las once. La noche era apacible y cálida.

– Fue maravilloso, ¿verdad? -dijo Fifi Bradlaugh-. ¿Verdad que fue maravilloso?

Miró a Bernard con expresión de éxtasis, pero de un éxtasis en el cual no había vestigios de agitación o excitación. Porque estar excitado es estar todavía insatisfecho.

– ¿No te pareció maravilloso? -insistió, mirando fijamente a la cara de Bernard con aquellos ojos que lucían con un brillo sobrenatural.

– ¡Oh, sí, lo encontré maravilloso! -mintió Bernard.

Y desvió la mirada; la visión de aquel rostro transfigurado era a la vez una acusación y un irónico recordatorio de su propio aislamiento. Bernard se sentía ahora tan desdichadamente aislado como cuando había empezado el Servicio; más aislado a causa de su vaciedad no llenada, de su saciedad mortal. Separado y fuera de la armonía, en tanto que los otros se fundían en el Ser Más Grande.

– Maravilloso de verdad -repitió.

Pero no podía dejar de pensar en la ceja de Morgana.

CAPITULO VI

1

Raro, raro, raro. Este era el veredicto de Lenina sobre Bernard Marx. Tan raro, que en el curso de las siguientes semanas se había preguntado más de una vez si no sería preferible cambiar de parecer en cuanto a lo de las vacaciones en Nuevo Méjico, y marcharse al Polo Norte con Benito Hoover. Lo malo era que Lenina ya conocía el Polo Norte; había estado allá con George Edzel el pasado verano, y, lo que era peor, lo había encontrado sumamente triste. Nada que hacer y el hotel sumamente anticuado: sin televisión en los dormitorios, sin órgano de perfumes, sólo con un poco de música sintética infecta, y nada más que veinticinco pistas móviles para los doscientos huéspedes. No, decididamente no podría soportar otra visita al Polo Norte. Además, en América sólo había estado una vez. Y en muy malas condiciones. Un simple fin de semana en Nueva York, en plan de economías. ¿Había ido con Jean-Jacques Habibullah o con Bokanovsky Jones? Ya no se acordaba. En todo caso, no tenía la menor importancia. La perspectiva de volar de nuevo hacia el Oeste, y por toda una semana, era muy atractiva. Además, pasarían al menos tres días en una Reserva para Salvajes. En todo el Centro sólo media docena de personas habían estado en el interior de una reserva para Salvajes. En su calidad de psicólogo Alfa-Beta, Bernard era uno de los pocos hombres que ella conocía, que podía obtener permiso para ello. Para Lenina, era aquélla una oportunidad única. Y, sin embargo, tan única era también la rareza de Bernard, que la muchacha había vacilado en aprovecharla, y hasta había pensado correr el riesgo de volver al Polo Norte con el simpático Benito. Cuando menos, Benito era normal. En tanto que Bernard…

Le pusieron alcohol en el sucedáneo. Esta era la explicación de Fanny para toda excentricidad. Pero Henry, con quien, una noche, mientras estaban juntos en cama, Lenina había discutido apasionadamente su nuevo amante, Henry había comparado al pobre Bernard a un rinoceronte.

– Es imposible domesticar a un rinoceronte -había dicho Henry en su estilo breve y vigoroso-. Hay hombres que son casi como los rinocerontes; no responden adecuadamente al condicionamiento. ¡Pobres diablos! Bernard es uno de ellos. Afortunadamente para él es excelente su profesión. De lo contrario, el director lo hubiese expulsado. Sin embargo -agregó, consolándola-, lo considero completamente inofensivo.

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