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Solo, fuera del pueblo, en la desierta llanura de la altiplanicie. A la luz de la luna, las rocas eran como huesos blanqueados. Abajo, en el valle, los coyotes aullaban a la luna. Los arañazos le escocían y los cortes todavía le sangraban; pero no sollozaba por el dolor, sino porque estaba solo, porque lo habían arrojado, solo, a aquel mundo esquelético de rocas y luz de luna.

– Solo, siempre solo -decía el joven.

Las palabras despertaron un eco quejumbroso en la mente de Bernard. Solo, solo…

– También yo estoy solo -dijo, cediendo a un impulso de confianza-. Terriblemente solo.

– ¿Tú? -John parecía sorprendido-. Yo creía que en el Otro Lugar… Linda siempre dice que allá nadie está solo.

Bernard se sonrojó, turbado.

– Verás -dijo, tartamudeando y sin mirarle-, yo soy bastante diferente de los demás, supongo. Si por azar uno es decantado diferente…

– Sí, esto es -asintió el joven-. Si uno es diferente, se ve condenado a la soledad. Los demás le tratan brutalmente. ¿Sabes que a mí me han mantenido alejado de todo? Cuando los otros muchachos fueron enviados a pasar la noche en las montañas, donde deben soñar cuál es su respectivo animal sagrado, a mí no me dejaron ir con los otros; ni me revelaron ninguno de sus secretos. Pero yo lo hice todo por mí mismo -agregó-. Pasé cinco días sin comer absolutamente nada y una noche me marché solo a aquellas montañas.

Bernard sonrió con condescendencia. -¿Y soñaste algo? -preguntó.

El otro asintió con la cabeza.

– Pero no debo decirte lo que soñé. -Guardó silencio un momento, y después, en voz baja, prosiguió-: Una vez hice algo que ninguno de los demás ha hecho: un mediodía de verano, permanecí apoyado en una roca, con los brazos abiertos, como Jesús en la cruz.

– Pero ¿por qué lo hiciste?

– Quería saber qué sensación producía ser crucificado. Colgar allá, al sol…

– Pero ¿por qué?

– ¿Por qué? Pues… -vaciló-. Porque sentía que debía hacerlo. Si Jesús pudo soportarlo… Además, si uno ha hecho algo malo… Por otra parte, yo no era feliz; y ésta era otra razón.

– A primera vista, parece una forma muy curiosa de poner remedio a la infelicidad -dijo Bernard.

Pero, pensándolo mejor, llegó a la conclusión de que, a fin de cuentas, algo había en ello. Quizá fuese mejor que tomar soma…

– Al cabo de un rato me desmayé -dijo el joven-. Caí boca abajo. ¿No ves la señal del corte que me hice?

Se levantó el mechón de pelo rubio que le cubría la frente, dejando al descubierto una cicatriz pálida que aparecía en su sien derecha.

Bernard miró y se apresuró a cambiar de tema.

– ¿Te gustaría ir a Londres con nosotros? -preguntó, iniciando así el primer paso de una campaña cuya estrategia había empezado a elaborar en secreto desde el momento en que, en el interior de la casucha, había comprendido quién debía ser el padre de aquel joven salvaje. ¿Te gustaría?

El rostro del muchacho se iluminó. -¿Lo dices en serio?

– Claro; es decir, suponiendo que consiguiera el permiso.

– ¿Y Linda también?

– Bueno…

Bernard vaciló. ¡Aquella odiosa criatura! No, era imposible. A menos que… De pronto, se le ocurrió a Bernard que la misma repulsión que Linda inspiraba podía constituir un buen triunfo. -Pues, ¡claro que sí! -exclamó, esforzándose por compensar su vacilación con un exceso de cordialidad.

– ¡Pensar que pudiera realizarse el sueño de toda mi vida! ¿Recuerdas lo que dice Miranda?

– ¿Quién es Miranda?

Pero, evidentemente, el joven no había oído la pregunta.

– ¡Oh, maravilla! -decía.

Sus ojos brillaban y su rostro ardía.

– ¡Cuántas y cuán divinas criaturas hay aquí! ¡Cuán bella humanidad!

Su sonrojo se intensificó súbitamente; John pensaba en Lenina, en aquel ángel vestido de viscosa color verde botella, reluciente de juventud y de crema cutánea, llenita y sonriente. Su voz vaciló:

– ¡Oh, maravilloso nuevo mundo! -empezó; pero de pronto se interrumpió; la sangre había abandonado sus mejillas; estaba blanco como el papel-. ¿Estás casado con ella? -preguntó.

– ¿Si estoy qué?

– Casado. ¿Comprendes? Para siempre. Los indios, en su lengua lo dicen así: Para siempre. Un lazo que no puede romperse.

– ¡Oh, no, por Ford!

Bernard no pudo por menos de reír.

John rió también, pero por otra razón. Rió de pura alegría.

– ¡Oh, maravilloso nuevo mundo! -repitió-. ¡Oh, maravilloso nuevo mundo que alberga tales criaturas! ¡Vayamos allá!

– A veces hablas de una manera muy rara -dijo Bernard, mirando al joven con asombro y perplejidad-. Por otra parte, ¿no sería más prudente que esperaras a ver ese nuevo mundo?

CAPITULO IX

Tras aquel día de absurdo y horror, Lenina consideró que se había ganado el derecho a unas vacaciones completas y absolutas. En cuanto volvieron a la hospedería, se administró seis tabletas de medio gramo de soma, se echó en la cama, y al cabo de diez minutos se había embarcado hacia la eternidad lunar. Por lo menos tardaría dieciocho horas en volver a la realidad.

Entretanto, Bernard yacía meditabundo y con los ojos abiertos en la oscuridad. No se durmió hasta mucho después de la medianoche. Pero su insomnio no había sido estéril. Tenía un plan.

Puntualmente, a la mañana siguiente, a las diez, el ochavón del uniforme verde se apeó del helicóptero. Bernard le esperaba entre las pitas.

– Miss Crowne está de vacaciones de soma -explicó-. No estará de vuelta antes de las cinco. Por tanto, tenemos siete horas para nosotros.

Podían volar a Santa Fe, realizar su proyecto y estar de vuelta en Malpaís mucho antes de que Lenina despertara.

– ¿Estará segura aquí? -preguntó.

– Segura como un helicóptero -le tranquilizó el ochavón.

Subieron al aparato y despegaron inmediatamente. A las diez y treinta y cuatro aterrizaron en la azotea de la Oficina de Correos de Santa Fe; a las diez y treinta y siete Bernard había logrado comunicación con el Despacho del Interventor Mundial, en Whitehall; a las diez y treinta y nueve hablaba con el cuarto secretario particular; a las diez y cuarenta y cuatro repetía su historia al primer secretario, y a las diez y cuarenta y siete y medio, la voz grave, resonante, del propio Mustafá Mond sonó en sus oídos.

– He osado pensar -tartamudeó Bemard- que su Fordería podía juzgar el asunto de suficiente interés científico…

– En efecto, juzgo el asunto de suficiente interés científico -dijo la voz profunda-. Tráigase a esos dos individuos a Londres con usted.

– Su Fordería no ignora que necesitaré un permiso especial…

– En este momento -dijo Mustafá Mond- se están dando las órdenes necesarias al Guardián de la Reserva.

Vaya usted inmediatamente al Despacho del Guardián. Buenos días, Mr. Marx.

Siguió un silencio. Bernard colgó el receptor y subió corriendo a la azotea.

El joven se hallaba ante la hospedería. -¡Bernard! -llamó-. ¡Bernard! No hubo respuesta.

Caminando silenciosamente sobre sus mocasines de piel de ciervo, subió corriendo la escalera e intentó abrir la puerta. Pero estaba cerrada.

¡Se había marchado! Aquello era lo más terrible que le había ocurrido en su vida. La muchacha le había invitado a ir a verles, y ahora se habían marchado. John se sentó en un peldaño y lloró.

Media hora después se le ocurrió echar una ojeada por la ventana. Lo primero que vio fue una maleta verde con las iniciales L. C. pintadas en la tapa. El júbilo se levantó en su interior como una hoguera. Cogió una piedra. El cristal roto cayó estrepitosamente al suelo. Un momento después, John se hallaba dentro del Cuarto. Abrió la maleta verde; e inmediatamente se encontró respirando el perfume de Lenina, llenándose los pulmones con su ser esencial. El corazón le latía desbocadamente; por un momento, estuvo a punto de desmayarse. Después, agachándose sobre la preciosa caja, la tocó, la levantó a la luz, la examinó. Las cremalleras del otro par de pantalones cortos de Lenina, de pana de viscosa, de momento le plantearon un problema que, una vez resuelto, le resultó una delicia. ¡Zis!, y después izas!, izis!, v después izas! Estaba entusiasmado. Sus zapatillas verdes eran lo más hermoso que había visto en toda su vida. Desplegó un par de pantaloncillos interiores, se ruborizó y volvió a guardarlos inmediatamente; pero besó un pañuelo de acetato perfumado y se puso una bufanda al cuello. Abriendo una caja, levantó una nube de polvos perfumados. Las manos le quedaron enharinadas. Se las limpió en el pecho, en los hombros, en los brazos desnudos. ¡Delicioso perfume! Cerró los ojos y restregó la mejilla contra su brazo empolvado. Tacto de fina piel contra su rostro, perfume en su nariz de polvos delicados… su presencia real.

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