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Grandes lagrimones escapaban por entre sus párpados cerrados.

– Y el viaje de regreso de Stoke Poges, en avión, por la noche… Y luego un baño caliente y el masaje mecánico… Aquí, en cambio…

Aspiró una profunda bocanada de aire, movió la cabeza, volvió a abrir los ojos, se sorbió los mocos un par de veces, luego se sonó con los dedos y se los secó con la falda.

– ¡Oh, perdón! -dijo, en respuesta a la involuntaria mueca de asco de Lenina-. No debí hacerlo. Perdón. Pero, ¿qué se puede hacer cuando no hay pañuelos? Recuerdo cómo me trastornaba toda esta suciedad, la falta de asepsia. Cuando me trajeron aquí tenía una herida horrible en la cabeza. No puedes figurarte lo que me ponían en ella. Porquerías, sólo porquerías. Civilización es Esterilización, solía decirles yo. Y Arre, estreptococos, a Banbury-T, a ver cuartos de baño y retretes espléndidos, como si fueran niños. Pero, claro, no me entendían. Imposible. Y, al fin, supongo que me acostumbré. Por otra parte, ¿cómo se puede tener higiene si no hay una instalación de agua caliente? Mira esas ropas. La lana animal no es como el acetato. Dura eternidades. Y si se desgarra se supone que una la remienda. Pero yo soy una Beta; yo trabajaba en la Sala de Fecundación; nadie me enseñó jamás a hacer estas cosas. No era asunto de mi incumbencia. Además, no era bien visto. Cuando los vestidos se estropeaban había que tirarlos y comprar otros nuevos. A más remiendos, menos dinero. ¿No es verdad? Los remiendos eran antisociales. Pero aquí todo es diferente. Es como vivir entre locos. Todo lo que hacen es pura locura.

Linda miró a su alrededor; vio que John y Bernard las habían dejado solas y paseaban entre el polvo y la basura del exterior; aun así, bajó confidencialmente la voz y acercó tanto los labios a la oreja de Lenina que el hálito de veneno embrional agitó la pelusilla de su mejilla.

– Por ejemplo -susurró-, la forma en que la gente de aquí se empareja. Una locura, te lo aseguro, una auténtica locura. Todo el mundo pertenece a todo el mundo, ¿no es cierto? ¿No es cierto? -insistió, tirando a Lenina de la manga. Lenina, apartando la cabeza, asintió, soltó el aire que hasta entonces habla contenido y aspiró una nueva bocanada relativamente libre de malos olores-. Pues bien -prosiguió Linda-, aquí se supone que una sólo puede pertenecer a otra persona. Y si aceptas tratos con otros hombres te consideran mala y antisocial. Te odian y te desprecian. Una vez acudió un grupo de mujeres y armaron un escándalo porque sus hombres venían a verme. Bueno, ¿y por qué no? Y me pegaron la gran paliza… Fue horrible. No, no puedo contártelo. -Linda se tapó la cara con las manos y se estremeció-. Son odiosas, las mujeres de aquí. Locas, locas y crueles. Y, desde luego, no saben nada de ejercicios malthusianos, ni de frascos, ni de decantación, ni de nada. Por esto constantemente tienen hijos… como perras. Es asqueroso. Y pensar que yo… ¡Oh, Ford, Ford, Ford! Y, sin embargo, John fue un gran consuelo para mí. No sé qué hubiese hecho yo sin él. A pesar de que se ponía como loco cada vez que un hombre… Ya cuando era niño, no creas. Una vez, cuando ya era mayorcito, quiso matar al pobre Waihusiwa, o a Popé, no lo recuerdo bien, sólo porque alguna que otra vez venían a verme. Nunca logré que comprendiera que así es como debían obrar las personas civilizadas. Yo creo que la locura es contagiosa. En todo caso, John parece habérsela contagiado de los indios. Porque, naturalmente, convivió mucho con ellos. A pesar de que se portaban muy mal con él y no le dejaban hacer lo que los demás muchachos hacían. Lo cual, en cierta manera, fue una suerte, porque así me fue más fácil condicionarse un poco. Aunque no tienes idea de cuán difícil es. ¡Hay tantas cosas que una no sabe! No tenía por qué saberlas, claro. Quiero decir que, cuando un niño te pregunta cómo funciona un helicóptero o quién hizo el mundo… bueno, ¿qué puedes contestar si eres una Beta y siempre has trabajado en la Sala de Fecundación? ¿Que puedes contestar?

CAPITULO VIII

Fuera, entre el polvo y la basura (a la sazón había ya cuatro perros), Bernard y John paseaban lentamente.

– Para mí es muy difícil comprenderlo -decía Bernard-, reconstruir… Es como si viviéramos en diferentes planetas, en siglos diferentes. Una madre, y toda esta porquería, y dioses, y la vejez, y la enfermedad… -

Movió la cabeza-. Es casi inconcebible. Nunca lo comprenderé, a menos que me lo expliques.

– ¿Que te explique qué?

– Esto. -Y Bernard señaló el pueblo-. Y esto. -Y ahora señaló la casita en las afueras-. Todo. Toda tu vida.

– Pero, ¿qué puedo decir yo?

– Todo, desde el principio. Desde tan atrás como puedas recordar.

– Desde tan atrás como pueda recordar… -John frunció el ceño.

Siguió un largo silencio.

John recordaba una estancia enorme, muy oscura; había en ella unos armatostes de madera con unas cuerdas atadas a ellos, y muchas mujeres de pie, en torno a aquellos armatostes, tejiendo mantas, según dijo Linda. Linda le ordenó que se sentara en un rincón, con los otros niños. De pronto la gente empezó a hablar en voz muy alta, y unas mujeres empujaban a Linda hacia fuera, y Linda lloraba. Linda corrió hacia la puerta, y John tras ella. Le preguntó por qué estaban enojadas.

– Porque he roto una cosa -dijo Linda. Y entonces se enojó ella también-. ¿Por qué he de saber yo nada de sus estúpidos trabajos? -dijo-. ¡Salvajes!

John le preguntó qué quería decir salvajes. Cuando volvieron a casa, Popé esperaba en la puerta y entró con ellos. Llevaba una gran calabaza llena de un líquido que parecía agua; pero no era agua, sino algo que olía mal, quemaba en la boca y hacía toser. Linda bebió un poco y Popé también, y luego Linda rió mucho y habló con voz muy fuerte, y al final ella y Popé pasaron al otro cuarto. Cuando Popé se hubo marchado, John entró en la habitación. Linda estaba acostada y dormía profundamente.

Popé solía ir por la casa. Decía que el líquido de la calabaza se llamaba mescal; pero Linda decía que debía llamarse soma; sólo que después uno se encontraba mareado. John odiaba a Popé. Les odiaba a todos, a todos los hombres que iban a ver a Linda. Una tarde, después de jugar con otros niños -recordaba que hacía frío, y había nieve en las montañas-, John volvió a casa y oyó voces iracundas en el dormitorio. Eran de mujer, y decían palabras que él no entendía; pero sabía que eran palabras horribles. Luego, de pronto, ¡plas!, algo cayó al suelo; oyó movimiento de gente, y otro ruido, como cuando azotan a una mula, pero una mula carnosa; después Linda chilló: ¡Oh, no, no, no!

John entró corriendo. Había tres mujeres con mantos negros. Linda estaba acostada. Una de las mujeres la sujetaba por las muñecas. La otra se había sentado encima de sus piernas para que no pudiera patalear. La tercera la golpeaba con un látigo. Una, dos, tres veces; y cada vez Linda chillaba. Llorando, John se agarró al borde del manto de la mujer. Por favor, por favor. Con la mano que tenía libre, la mujer lo apartó. El látigo volvió a caer, y de nuevo Linda chilló. John agarró la mano fuerte y morena de la mujer entre las suyas y le pegó un mordisco con todas sus fuerzas. La mujer gritó, libró la mano que tenía cogida y le arreó tal empujón que lo derribó. Cuando todavía estaba en el suelo, la mujer lo azotó tres veces con el látigo. Le dolió como nunca le había dolido nada: como fuego. El látigo volvió a silbar y cayó. Pero esta vez chilló Linda.

– Pero, ¿por qué querían hacerte daño, Linda? -le preguntó aquella noche.

John lloraba, porque las señales rojas del látigo en la espalda le dolían terriblemente. Pero también lloraba porque la gente era tan brutal y mala, y porque él sólo era un niño y nada podía hacer contra ella.

– ¿Por qué querían hacerte daño, Linda?

– No lo sé. ¿Cómo puedo saberlo?

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