El Salvaje enmudeció súbitamente, pensando en su madre. En su habitación del piso treinta y siete, Linda había flotado en un mar de luces cantarinas y caricias perfumadas, había flotado lejos, fuera del espacio, fuera del tiempo, fuera de la prisión de sus recuerdos, de sus hábitos, de su cuerpo envejecido y abotagado. Y Tomakin, ex director de Incubadoras y Condicionamiento, Tomakin seguía todavía de vacaciones, de vacaciones de la humillación y el dolor, en un mundo donde no pudiera ver aquel rostro horrible ni sentir aquellos brazos húmedos y fofos alrededor de su cuello, en un mundo hermoso…
– Lo que ustedes necesitan -prosiguió el Salvaje- es algo con lágrimas, para variar. Aquí nada cuesta lo bastante.
– Atreverse a exponer lo que es mortal e inseguro al azar, la muerte y el peligro, aunque sólo sea por una cáscara de huevo… ¿No hay algo en esto? -preguntó el Salvaje, mirando a Mustafá Mond-. Dejando aparte a Dios, aunque, desde luego, Dios sería una razón para obrar así. ¿No tiene su hechizo el vivir peligrosamente?
– Ya lo creo -contestó el Interventor-. De vez en cuando hay que estimular las glándulas suprarrenales de hombres y mujeres.
– ¿Cómo? -preguntó el Salvaje, sin comprender.
– Es una de las condiciones para la salud perfecta. Por esto hemos impuesto como obligatorios los tratamientos de S.P.V.
– ¿S.P.V.?
– Sucedáneo de Pasión Violenta. Regularmente una vez al mes. Inundamos el organismo con adrenalina. Es un equivalente fisiológico completo del temor y la ira. Todos los efectos tónicos que produce asesinar a Desdémona o ser asesinado por Otelo, sin ninguno de sus inconvenientes.
– Es que a mí me gustan los inconvenientes. -A nosotros, no -dijo el Interventor-. Preferimos hacer las cosas con comodidad.
– Pues yo no quiero comodidad. Yo quiero a Dios, quiero poesía, quiero peligro real, quiero libertad, quiero bondad, quiero pecado.
– En suma -dijo Mustafá Mond-, usted reclama el derecho a ser desgraciado.
– Muy bien, de acuerdo -dijo el Salvaje, en tono de reto-. Reclamo el derecho a ser desgraciado.
– Esto, sin hablar del derecho a envejecer, a volverse feo e impotente, el derecho a tener sífilis y cáncer, el derecho a pasar hambre, el derecho a ser piojoso, el derecho a vivir en el temor constante de lo que pueda ocurrir mañana; el derecho a pillar un tifus; el derecho a ser atormentado.
Siguió un largo silencio.
– Reclamo todos estos derechos -concluyó el Salvaje.
Mustafá Mond se encogió de hombros.
– Están a su disposición -dijo.
CAPITULO XVIII
La puerta estaba entreabierta. Entraron. -¡John!
Del cuarto de baño llegó un ruido desagradable y característico.
– ¿Ocurre algo? -preguntó Helmholtz.
No hubo respuesta. El desagradable sonido se repitió, dos veces; siguió un silencio. Después, con un chasquido, la puerta del cuarto de baño se abrió y apareció, muy pálido, el Salvaje.
– ¡Oye! -exclamó Helmholtz, solícito-. Tú no te encuentras bien, John.
– ¿Te sentó mal algo que comiste? -preguntó Bernard.
El Salvaje asintió.
– Sí. Comí civilización.
– ¿Cómo?
– Y me sentó mal; me enfermó. Y después -agregó en un tono de voz más bajo-, comí mi propia maldad.
– Pero, ¿qué te pasa exactamente…? Ahora mismo estabas…
– Ya estoy purificado -dijo el Salvaje-. Tomé un poco de mostaza con agua caliente.
Los otros dos le miraron asombrados.
– ¿Quieres sugerir que… que lo has hecho a propósito? -preguntó Bernarcl.
– Así es como se purifican los indios.
– John se sentó, y, suspirando, se pasó una mano por la frente-. Descansaré unos minutos -dijo-. Estoy muy cansado.
– Claro, no me extraña -dijo Helmholtz. Y, tras una pausa, agregó en otro tono-: Hemos venido a despedirnos. Nos marchamos mañana por la mañana.
– Sí, salimos mañana -dijo Bemard, en cuyo rostro el Salvaje observó una nueva expresión de resignación decidida-. Y, a propósito, John -prosiguió, inclinándose hacia delante y apoyando una mano en la rodilla del Salvaje-, quería decirte cuánto siento lo que ocurrió ayer. -Se sonrojó-. Estoy avergonzado -siguió a pesar de la inseguridad de su voz-, reálmente avergonzado… -
El Salvaje le obligó a callar y, cogiéndole la mano, se la estrechó con afecto.
– Helmholtz se ha portado maravillosamente conmigo -siguió Bernard, después de un silencio-. De no haber sido por él, yo no hubiese podido…
– Vamos, vamos -protestó Helmholtz. -Esta mañana fui a ver al Interventor -dijo el Salvaje al fin.
– ¿Para qué?
– Para pedirle que me enviara a las islas con vosotros.
– ¿Y qué dijo? -preguntó Hehnholtz.
El Salvaje movió la cabeza.
– No quiso.
– ¿Por qué no?
– Dijo que quería proseguir el experimento. Pero que me aspen -agregó el Salvaje con súbito furor-, que me aspen si sigo siendo objeto de experimentación. No quiero, ni por todos los Interventores del mundo entero. Me marcharé mañana, también.
– Pero ¿a dónde? -preguntaron a coro sus dos amigos.
El Salvaje se encogió de hombros.
– A cualquier sitio. No me importa. Con tal de poder estar solo.
Desde Guildford, la línea descendente seguía el valle de Wey hasta Godalming y después, pasando por encima de Mildford y Witley, seguía hacia Haslemere y Portsmouth a través de Petersfield. Casi paralela a la misma, la línea ascendente pasaba por encima de Worplesdon, Tongham, Puttenham, Elstead y Grayshott. Entre Hog's Back y Hindhead había puntos en que la distancia entre ambas líneas no era superior a los cinco o seis kilómetros. La distancia no era suficiente para los pilotos poco cuidadosos, sobre todo de noche y cuando habían tomado medio gramo de más. Se habían producido accidentes. Y graves. En consecuencia, habían decidido desplazar la línea ascendente unos pocos kilómetros hacia el Oeste. Entre Grayshott y Tongham, cuatro faros de aviación abandonados señalaban el curso de la antigua ruta Portsmouth-Londres.
El Salvaje había elegido como ermita el viejo faro situado en la cima de la colina entre Puttenham y Elstead. El edificio era de cemento armado y se hallaba en excelentes condiciones; casi demasiado cómodo, había pensado el Salvaje cuando había explorado el lugar por primera vez, casi demasiado lujoso y civilizado. Tranquilizó su conciencia prometiéndose compensar tales inconvenientes con una autodisciplina más dura, con purificaciones más completas y totales. Pasó su primera noche en el eremitorio sin conciliar el sueño, a propósito. Permaneció horas enteras rezando, ora al Cielo al que el culpable Claudio había pedido perdón, ora a Awonawilona, en zuñí, ora a Jesús y Poukong, ora a su propio animal guardián, el águila. De vez en cuando abría los brazos en cruz, y los mantenía así largo rato, soportando un dolor que gradualmente aumentaba hasta convertirse en una agonía trémula y atormentadora; los mantenía así, en crucifixión voluntaria, mientras con los dientes apretados, y el rostro empapado en sudor, repetía: ¡Oh, perdóname! ¡Hazme puro! ¡Ayúdame a ser bueno!, una y otra vez, hasta que estaba a punto de desmayarse de dolor.
Cuando llegó la mañana, el Salvaje sintió que se había ganado el derecho a habitar el faro; sí, a pesar de que todavía había cristales en la mayoria de las ventanas, y a pesar de que la vista, desde la plataforma, era preciosa. Porque la misma razón por la cual había elegido el faro se había trocado casi inmediatamente en una razón para marcharse a otra parte. John había decidido vivir allá porque la vista era tan hermosa, porque, desde su punto de observación tan ventajoso, le parecía contemplar la encarnación de un ser divino. Pero ¿quién era él para gozarse con la visión cotidiana constante, de la belleza? ¿Quién era él para vivir en la visible presencia de Dios? Él merecía vivir en una sucia pocilga, en un sombrío agujero bajo tierra. Con los miembros rígidos y doloridos todavía por la pasada noche de sufrimiento, y fortalecido interiormente por esta misma razón, el Salvaje subió a la plataforma de su torre y contempló el brillante mundo del amanecer en el que volvía a habitar por derecho propio, recién reconquistado.