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Vitamina A, vitamina B, vitamina C,

la grasa está en el hígado y el bacalao en el mar.

Recordando aquellas palabras y la voz de Linda al pronunciarlas, las lágrimas acudían a los ojos de John. Después, las lecciones de lectura: El crío está en el frasco; el gato duerme. Y las Instrucciones Elementales para Obreros Beta en el Almacén de Embriones. Y las largas veladas cabe al fuego, o, en verano, en la azotea de la casita, cuando ella le contaba aquellas historias sobre el Otro Lugar, fuera de la Reserva: aquel hermosísimo Otro Lugar cuyo recuerdo, como el de un cielo, de un paraíso de bondad y de belleza, John conservaba todavía intacto, inmune al contacto de la realidad de aquel Londres real, de aquellos hombres y mujeres civilizados de carne y hueso.

El súbito sonido de unas voces agudas le indujo a abrir los ojos, y, después de secarse rápidamente las lágrimas, miró a su alrededor. Vio entrar en la sala lo que parecía un río interminable de mellizos idénticos de ocho años de edad. Iban acercándose, mellizo tras mellizo, como en una pesadilla. Sus rostros, su rostro repetido -porque entre todos sólo tenían uno- miraba con expresión de perro falderillo, todo orificio de nariz y ojos saltones y descoloridos. El uniforme de los niños era caqui. Todos iban con la boca abierta. Entraron chillando y charlando por los codos. En un momento la sala quedó llena de ellos. Hormigueaban entre las camas, trepaban por ellas, pasaban por debajo de las mismas, a gatas, miraban la televisión o hacían muecas a los pacientes.

Linda los asombró y casi los asustó. Un grupo de chiquillos se formó a los pies de su cama, mirando con la curiosidad estúpida y atemorizada de animales súbitamente enfrentados con lo desconocido.

– ¡Oh, mirad, mirad! -Hablaban en voz muy alta, asustados-. ¿Qué le pasa? ¿Por qué está tan gorda?

CAPlTULO XV

El personal del Hospital de Moribundos de Park Lane estaba constituido por ciento sesenta y dos Deltas divididos en dos Grupos Bokanovsky de ochenta y cuatro hembras pelirrojas y setenta y dos mellizos varones, dolicocéfalos y morenos. A las seis de la tarde, cuando terminaban su jornada de trabajo, los dos grupos se reunían en el vestíbulo del hospital y el delegado subadministrador les distribuía su ración de soma.

Al salir del ascensor, el Salvaje se encontró en medio de ellos. Pero su mente estaba ausente; se hallaba con la muerte, con su dolor, con su remordimiento; maquinalmente, sin tener conciencia de lo que hacía, empezó a abrirse paso a codazos entre la muchedumbre.

– ¡Eh! ¿A quién empujas?

– ¿Adónde te figuras que vas?

Aguda, grave, de una multitud de gargantas separadas sólo dos voces chillaban o gruñían. Repetidos indefinidamente, como por una serie de espejos, dos rostros, uno de ellos como una luna barbilampiña, pecosa y aureolada de rojo, y el otro alargado, como una máscara de pico de ave, con barba de dos días, se volvían enojados a su paso. Sus palabras y los codazos que recibía en las costillas lograron devolver a John la conciencia del lugar donde se encontraba. Volvió a despertar a la realidad externa, miró a su alrededor, y reconoció lo que veía; lo reconoció con una sensación profunda de horror y de asco, como el repetido delirio de sus días y sus noches, la pesadilla de aquellas semejanzas perfectas, inidentificables, que pululaban por doquier. Mellizos, mellizos… Como gusanos, habían formado un enjambre profanador sobre el misterio de la müerte de Linda.

– ¡Reparto de soma! -gritó una voz-. Con orden, por favor. Venga, de prisa.

Se había abierto una puerta, y alguien instalaba una mesa y una silla en el vestíbulo. La voz procedía de un dinámico joven Alfa, que había entrado llevando en brazos una pequeña arca de hierro, negra. Un murmullo de satisfacción brotó de labios de la multitud de mellizos que esperaban. Inmediatamente olvidaron al Salvaje. Su atención se hallaba ahora enteramente concentrada en la caja negra que el joven, tras haberla colocado encima de la mesa, la estaba abriendo.

Levantó la tapa.

– ¡Oooh…! -exclamaron los ciento sesenta y dos Deltas simultáneamente, como si presenciaran un castillo de fuegos artificiales.

El joven sacó de la caja negra un puñado de cajitas de hojalata.

– Y ahora -dijo el joven, perentoriamente-, acérquense, por favor. Uno por uno, y sin empujar.

Uno por uno, y sin empujar, los mellizos se acercaron a la mesa. Primero dos varones, después una hembra, después otro varón, después tres hembras, después…

El Salvaje seguía mirando. ¡Oh, maravilloso nuevo mundo! ¡Oh, maravilloso nuevo mundo! En su mente, la rítmicas palabras parecían cambiar de tono. Se habían mofado de él a través de su dolor y su remordimiento, con un horrible matiz de cínica irrisión. Riendo como malos espíritus, las palabras habían insistido en la abyección y la nauseabunda fealdad de aquella pesadilla. Y ahora, de pronto, sonaban como un clarín convocando a las armas. ¡Oh, maravilloso nuevo mundo!

– ¡No empujen! -grito el delegado del subadministrador, enfurecido. Cerró de golpe la tapa de la caja negra-

Dejaré de repartir soma si no se portan bien.

Los Deltas rezongaron, se dieron con el codo unos a otros, y al fin permanecieron inmóviles y en silencio.

La amenaza había sido eficaz. A aquellos seres, la sola idea de verse privados del soma se les antojaba horrible.

– ¡Eso ya está mejor! -dijo el joven.

Y volvió a abrir la caja.

Linda había sido una esclava; Linda había muerto; otros debían vivir en libertad y el mundo debía recobrar su belleza. Como una reparación, como un deber que cumplir. De pronto, el Salvaje vio luminosamente claro lo que debía hacer; fue como si hubiesen abierto de pronto un postigo o corrido una cortina.

– Vamos -dijo el delegado del subadministrador.

Otra mujer caqui dio un paso al frente. -¡Basta! -gritó el Salvaje, con sonora y potente voz-. ¡Basta!

Se abrió paso a codazos hasta la mesa; los Deltas lo miraban asombrados.

– ¡Ford! -dijo el delegado del subadministrador, en voz baja-. ¡Es el Salvaje!

Lo sobrecogió el temor.

– Oídme, por favor -gritó el Salvaje, con entusiasmo-. Prestadme oído… -Nunca había hablado en público hasta entonces, y le resultaba difícil expresar lo que quería decir-. No toméis esta sustancia horrible. Es veneno, veneno.

– Bueno, Mr. Salvaje -dijo el delegado del subadministrador, sonriendo amistosamente-. ¿Le importaría que…?

– Es un veneno tanto para el cuerpo como para el alma.

– Está bien, pero tenga la bondad de permitirme que siga con el reparto. Sea buen muchacho.

– ¡Jamás! -gritó el Salvaje.

– Pero, oiga, amigo…

– Tire inmediatamente ese horrible veneno.

Las palabras tire inmediatamente ese veneno se abrieron paso a través de las capas de incomprensión de los Deltas hasta alcanzar su conciencia. Un murmullo de enojo brotó de la multitud.

– He venido a traeros la paz -dijo el Salvaje, volviéndose hacia los mellizos-. He venido…

El delegado del subadministrador no oyó más; se había deslizado fuera del vestíbulo y buscaba un número de la guía telefónica.

– No está en sus habitaciones -resumió Bernard-. Ni en las mías, ni en las tuyas. Ni en el Aphroditcum; ni en el Centro, ni en la Universidad. ¿Adónde puede haber ido?

Helmholtz se encogió de hombros. Habían vuelto de su trabajo confiando que encontrarían al Salvaje esperándoles en alguno de sus habituales lugares de reunión; y no había ni rastro del muchacho. Lo cual era un fastidio, puesto que tenían el proyecto de llegarse hasta Biarritz en el deporticóptero de cuatro plazas de Helmholtz. Si el Salvaje no aparecía pronto, llegarían tarde a la cena.

– Le concederemos cinco minutos más -dijo Helmholtz-. Y si entonces no aparece…

El timbre del teléfono lo interrumpió. Descolgó el receptor.

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