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– Es maravilloso, desde luego. Y, sin embargo, en cierto modo -había confesado Lenina a Fanny- tengo la sensación de conseguir todo esto haciendo trampa. Porque, naturalmente, lo primero que quieren saber todos es qué tal resulta hacer el amor con un Salvaje. Y tengo que decirles que no lo sé. -Lenina movió la cabeza-. La mayoría de ellos no me creen, desde luego. Pero es la pura verdad. Ojalá no lo fuera -agregó, tristemente; y suspiró-. Es guapísimo, ¿no te parece?

– Pero ¿es que no le gustas? -preguntó Fanny. -A veces creo que sí, y otras creo que no. Siempre procura evitarme; sale de su estancia cuando yo entro en ella; no quiere tocarme; ni siquiera mirarme. Pero a veces me vuelvo súbitamente, y lo pillo mirándome; y entonces…, bueno, ya sabes cómo te miran los hombres cuando les gustas.

Sí, Fanny lo sabía.

– No llego a entenderlo -dijo Lenina.

No lo entendía, y ello no sólo la turbaba, sino que la trastornaba profundamente.

– Porque, ¿sabes, Fanny?, me gusta mucho.

Le gustaba cada vez más. Bueno, hoy se me ofrece una excelente ocasión, pensaba, mientras se perfumaba, después del baño. Unas gotas más de perfume; un poco más. Una ocasión excelente. Su buen humor se vertió en una canción:

Abrázame hasta embriagarme de amor, bésame hasta dejarme en coma; abrázame, amor, arrímate a mí; el amor es tan bueno como el soma.

Arrellanados en sus butacas neumáticas, Lenina y el Salvaje, olían y escuchaban. Hasta que llegó el momento de ver y palpar también.

Las luces se apagaron; y en las tinieblas surgieron unas letras llameantes, sólidas, que parecían flotar en el aire. Tres semanas en helicóptero. Un film sensible, supercantado, hablado sintéticamente, en color y estereoscópico, con acompañamiento sincronizado de órgano de perfumes.

– Agarra esos pomos metálicos de los brazos de tu butaca -susurró Lenina-. De lo contrario no notarás los efectos táctiles.

El salvaje obedeció sus instrucciones.

Entretanto, las letras llameantes habían desaparecido; siguieron diez segundos de oscuridad total; después, súbitamente, cegadoras e incomparablemente más reales de lo que hubiesen podido parecer de haber sido de carne y hueso, más reales que la misma realidad, aparecieron las imágenes estereoscópicas, abrazadas, de un negro gigantesco y una hembra Beta-Más rubia y braquicéfala.

El Salvaje se sobresaltó. ¡Aquella sensación en sus propios labios! Se llevó una mano a la boca; las cosquillas cesaron; volvió a poner la mano izquierda en el pomo metálico y volvió a sentirlas. Entretanto, el órgano de perfumes, exhalaba almizcle puro. Agónica, una superpaloma zureaba en la pista sonora: ¡Oh…, oooh…! Y, vibrando a sólo treinta y dos veces por segundo, una voz más grave que el bajo africano contestaba: ¡Ah…, aaah! ¡Oh, oooh! ¡Ah…, aaah!, los labios estereoscópicos se unieron nuevamente, y una vez más las zonas erógenas faciales de los seis mil espectadores del Alhambra se estremecieron con un placer galvánico casi intolerable. ¡Ohhh…!

El argumento de la cinta era sumamente sencillo. Pocos minutos después de los primeros -Ooooh y Aaaah (tras el canto de un dúo y una escena de amor en la famosa piel de oso, cada uno de cuyos pelos -el Predestinador Ayudante tenía toda la razón- podía palparse separadamente), el negro sufría un accidente de helicóptero y caía de cabeza. ¡Plas! ¡Oué golpe en la frente! Un coro de ayes se levantó del público.

El golpe hizo añicos todo el condicionamiento del negro, quien sentía a partir de aquel momento una pasión exclusiva y demente por la rubia Beta. La muchacha protestaba. Él insistía. Había luchas, persecuciones, un ataque a un rival, y, finalmente, un rapto sensacional. La Beta rubia era arrebatada por los aires y debía pasar tres semanas suspendida en el cielo, en un tête-à-tête completamente antisocial con el negro loco. Finalmente, tras un sinfín de aventuras y de acrobacias aéreas, tres guapos jóvenes Alfas lograban rescatarla.

El negro era enviado a un Centro de Recondicionamiento de Adultos, y la cinta terminaba feliz y decentemente cuando la Beta rubia se convertía en la amante de sus tres salvadores. Después la alfombra de piel de oso hacía su aparición final y, entre el estridor de los saxofones, el último beso estereoscópico se desvanecía en la oscuridad y la última titilación eléctrica moría en los labios como una mosca moribunda que se estremece una y otra vez, cada vez más débilmente, hasta que al fin se inmoviliza definitivamente.

Pero, en Lenina, la mosca no murió del todo. Aun después de encendidas las luces, mientras se dirigían con la muchedumbre, arrastrando los pies, hacia los ascensores, su fantasma seguía cosquilleándole en los labios, seguía trazando surcos estremecidos de ansiedad y placer en su piel. Sus mejillas estaban arreboladas, sus ojos brillaban, y respiraban afanosamente. Lenina cogió el brazo del Salvaje y lo apretó contra su costado. El Salvaje la miró un momento, pálido, dolorido, lleno de deseo y al mismo tiempo avergonzado de su propio deseo. Él no era digno, no…

Los ojos de Lenina y los del Salvaje coincidieron un instante. ¡Qué tesoros prometían los de ella! El Salvaje se apresuró a desviar los suyos, y soltó el brazo que ella le sujetaba.

– Creo que no deberías ver cosas como ésas -dijo al fin el muchacho, apresurándose a atribuir a las circunstancias ambientales todo reproche por cualquier pasado o futuro fallo en la perfección de Lenina.

– ¿Cosas como qué, John?

– Como esa horrible película.

– ¿Horrible? -Lenina estaba sinceramente asombrada-. Yo la he encontrado estupenda.

– Era abyecto -dijo el Salvaje, indignado-, innoble…

– No te entiendo -contestó Lenina.

¿Por qué era tan raro? ¿Por qué se empeñaba en estropearlo todo?

En el taxicóptero, el Salvaje apenas la miró. Atado por unos poderosos votos que jamás habían sido pronunciados, obedeciendo a leyes que habían prescrito desde hacía muchísimo tiempo, permanecía sentado, en silencio, con el rostro vuelto hacia otra parte. De vez en cuando, como si un dedo pulsara una cuerda tensa, a punto de romperse, todo su cuerpo se estremecía en un súbito sobresalto nervioso.

El taxicóptero aterrizó en la azotea de la casa de Lenina. Al fin -pensó ésta, llena de exultación, al apearse-. Al fin. A pesar de que hasta aquel momento el Salvaje se había comportado de manera muy extraña. De pie bajo un farol, Lenina se miró en el espejo de mano. Al fin. Sí, la nariz le brillaba un poco. Sacudió los polvos de su borla. Mientras el Salvaje pagaba el taxi tendría tiempo de arreglarse. Lenina se empolvó la nariz, pensando: Es guapísimo. No tiene por qué ser tímido como Bemard… Y sin embargo… Cualquier otro ya lo hubiese hecho hace tiempo. Pero ahora, al fin… El fragmento de su rostro que se reflejaba en el espejito redondo le sonrió.

– Buenas noches -dijo una voz ahogada detrás de ella.

Lenina se volvió en redondo. El Salvaje se hallaba de pie en la puerta del taxi, mirándola fijamente; era evidente que no había cesado de mirarla todo el rato, mientras ella se empolvaba, esperando -pero, ¿a qué?-, o vacilando, esforzándose por decidirse, y pensando todo el rato, pensando… Lenina no podía imaginar qué clase de extraños pensamientos.

– Buenas noches, Lenina -repitió el Salvaje. -Pero, John… Creí que ibas a… Quiero decir que, ¿no vas a…?

El Salvaje cerró la puerta y se inclinó para decir algo al piloto. El taxicóptero despegó.

Mirando hacia abajo por la ventanilla practicada en el suelo, del aparato, el Salvaje vio la cara de Lenina, levantada hacia arriba, pálida a la luz azulada de los faroles. Con la boca abierta, lo llamaba. Su figura, achaparrado por la perspectiva, se perdió en la distancia; el cuadro de la azotea, cada vez más pequeño, parecía hundirse en un océano de tinieblas.

Cinco minutos después, el Salvaje estaba en su habitación. Sacó de su escondrijo el libro roído por los ratones, volvió con cuidado religioso sus páginas manchadas y arrugadas, y empezó a leer Otelo. Recordaba que Otelo, como el protagonista de Tres semanas en helicóptero, era un negro.

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