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– ¡Niña, estás mal de la cabeza! -exclamó la abuela.

Pasaron varias horas sin que nadie durmiera en el campamento, salvo el bebé, agotado de llorar. Kate Coid lo había acomodado sobre un atado de ropa, preguntándose qué haría con esa infortunada criatura: lo último que deseaba en su vida era hacerse cargo de un huérfano. La escritora se mantenía vigilante, convencida de que en cualquier momento Ariosto podía asesinar primero a su nieto y enseguida a los demás, o tal vez al revés, primero a ellos y luego vengarse de Alex con alguna muerte lenta y horrible. Ese hombre era muy peligroso. Timothy Bruce y César Santos también tenían las orejas pegadas a la tela de su carpa, tratando de adivinar los movimientos de los soldados afuera. El profesor Ludovic Leblanc, en cambio, salió de su carpa con la disculpa de hacer sus necesidades y se quedó conversando con el capitán Ariosto. El antropólogo, consciente de que cada hora transcurrida aumentaba el riesgo para ellos, y que convenía tratar de distraer al capitán, lo invitó a una partida de naipes y a compartir una botella de vodka, facilitada por Kate Coid.

– No trate de embriagarme, profesor -le advirtió Ariosto, pero llenó su vaso.

– ¡Cómo se le ocurre, capitán! Un trago de vodka no le hace mella a un hombre como usted. La noche es larga, bien podemos divertirnos un poco -replicó Leblanc.

PROTECCIÓN

Como ocurría a menudo en el altiplano, la temperatura descendió de golpe al ponerse el sol. Los soldados, acostumbrados al calor de las tierras bajas, tiritaban en sus ropas todavía empapadas por la lluvia de la tarde. Ninguno dormía, por orden del capitán todos debían montar guardia en tomo al campamento. Se mantenían alertas, con las armas aferradas a dos manos. Ya no sólo temían a los demonios de la selva o la aparición de la Bestia, sino también a los indios, que podían regresar en cualquier momento a vengar a sus muertos. Ellos tenían la ventaja de las armas de fuego, pero los otros conocían el terreno y poseían esa escalofriante facultad de surgir de la nada, como ánimas en pena. Si no fuera por los cuerpos apilados junto a un árbol, pensarían que no eran humanos y las balas no podían hacerles daño. Los soldados esperaban ansiosos la mañana para salir volando de allí lo antes posible; en la oscuridad el tiempo pasaba muy lento y los ruidos del bosque circundante se volvían aterradores.

Kate Coid, sentada de piernas cruzadas junto al niño dormido en la tienda de las mujeres, pensaba cómo ayudar a su nieto y cómo salir con vida del Ojo del Mundo. A través de la tela de la carpa se filtraba algo de la claridad de la hoguera y la escritora podía ver la silueta de Nadia envuelta en el chaleco de su padre.

– Voy a salir ahora… -susurró la muchacha.

– ¡No puedes salir! -la atajó la escritora.

– Nadie me verá, puedo hacerme invisible.

Kate Coid sujetó a la chica por los brazos, segura de que deliraba.

– Nadia, escúchame… No eres invisible. Nadie es invisible, ésas son fantasías. No puedes salir de aquí.

– Sí puedo. No haga ruido, señora Coid. Cuide al niño hasta que yo vuelva, luego lo entregaremos a su tribu -murmuró Nadia. Había tal certeza y calma en su voz, que Kate no se atrevió a retenerla.

Nadia Santos se colocó primero en el estado mental de la invisibilidad, como había aprendido de los indios, se redujo a la nada, a puro espíritu transparente. Luego abrió silenciosamente el cierre de la carpa y se deslizó afuera amparada por las sombras. Pasó -como una sigilosa comadreja a pocos metros de la mesa donde el profesor Leblanc y el capitán Ariosto jugaban a los naipes, pasó por delante de los guardias armados que rondaban el campamento, pasó frente al árbol donde estaba Alex atado y ninguno la vio. La muchacha se alejó del vacilante círculo de luz de las lámparas y de la fogata y desapareció entre los árboles. Pronto el grito de una lechuza interrumpió el croar de los sapos. Alex, como los soldados, tiritaba de frío. Tenía las piernas dormidas y las manos hinchadas por las ligaduras apretadas en las muñecas. Le dolía la mandíbula, podía sentir la piel tirante, debía tener una tremenda magulladura. Con la lengua tocaba el diente partido y sentía la encía tumefacta donde el culatazo del capitán había hecho impacto. Trataba de no pensar en las muchas horas oscuras que se extendían por delante o en la posibilidad de ser asesinado. ¿Por qué Ariosto lo había separado de los demás? ¿Qué planeaba hacer con él? Quizo ser el jaguar negro, poseer la fuerza, la fiereza, la agilidad del gran felino, convertirse en puro músculo y garra y diente para enfrentar a Ariosto. Pensó en la botella del agua de la salud que esperaba en su bolso y en que debía salir vivo del Ojo del Mundo para llevársela a su madre. El recuerdo de su familia era borroso, como la imagen difusa de una fotografía fuera de foco, donde la cara de su madre era apenas una mancha pálida.

Empezaba a cabecear, vencido por el agotamiento, cuando de pronto sintió unas manitas tocándolo. Se irguió sobresaltado. En la oscuridad pudo identificar a Borobá husmeando en su cuello, abrazándolo, gimiendo despacito en su oreja. Borobá, Borobá, murmuró el joven, tan conmovido que se le llenaron los ojos de lágrimas. Era sólo un mono del tamaño de una ardilla, pero su presencia despertó en él una oleada de esperanza. Se dejó acariciar por el animal, profundamente reconfortado. Entonces se dio cuenta de que a su lado había otra presencia, una presencia invisible y silenciosa, disimulada en las sombras del árbol. Primero creyó que era Nadia, pero enseguida se dio cuenta de que se trataba de Walimaí. El pequeño anciano estaba agachado a su lado, podía percibir su olor a humo, pero por mucho que ajustaba la vista no lo veía. El chamán le puso una de sus manos sobre el pecho, como si buscara el latido de su corazón. El peso y el calor de esa mano amiga transmitieron valor al muchacho, se sintió más tranquilo, dejó de temblar y pudo pensar con claridad. La navaja, la navaja, murmuró. Oyó el clic del metal al abrirse y pronto el filo del cortaplumas se deslizaba sobre sus ligaduras. No se movió. Estaba oscuro y Walimaí no había usado nunca un cuchillo, podía rebanarle las muñecas, pero al minuto el viejo había cortado las ataduras y lo tomaba del brazo para guiarlo a la selva.

En el campamento el capitán Ariosto había dado por terminada la partida de naipes y ya nada quedaba en la botella de vodka. A Ludovic Leblanc no se le ocurría cómo distraerlo y aún quedaban muchas horas antes del amanecer. El alcohol no había atontado al militar, como él esperaba, en verdad tenía tripas de acero. Le sugirió que usaran la radio transmisora, a ver si podían comunicarse con el cuartel de Santa María de la Lluvia. Durante un buen rato manipularon el aparato, en medio de un ensordecedor ruido de estática, pero fue imposible contactar con el operador. Ariosto estaba preocupado; no le convenía ausentarse del cuartel, debía regresar lo antes posible, necesitaba controlar las versiones de los soldados sobre lo acontecido en Tapirawa-teri. ¿Qué llegarían contando sus hombres? Debía mandar un informe a sus superiores del Ejército y confrontar a la prensa antes que se divulgaran los chismes. Omayra Torres se había ido murmurando sobre el virus del sarampión. Si empezaba a hablar, estaba frito. ¡Qué mujer tan tonta!, farfulló el capitán.

Ariosto ordenó al antropólogo que regresara a su tienda, dio una vuelta por el campamento para cerciorarse de que sus hombres montaban guardia como era debido, y luego se dirigió al árbol donde habían atado al muchacho americano, dispuesto a divertirse un rato a costa de él. En ese instante el olor lo golpeó como un garrotazo. El impacto lo tiró de espaldas al suelo. Quiso llevarse la mano al cinto para sacar su arma, pero no pudo moverse. Sintió una oleada de náusea, el corazón reventando en su pecho y luego nada. Se hundió en la inconsciencia. No alcanzó a ver a la Bestia erguida a tres pasos de distancia, rociándolo directamente con el mortífero hedor de sus glándulas. La asfixiante fetidez de la Bestia invadió el resto del campamento, volteando primero a los soldados y luego a quienes estaban resguardados por la tela de las carpas. En menos de dos minutos no quedaba nadie en pie. Por un par de horas reinó un aterradora quietud en Tapirawa-teri y en la selva cercana, donde hasta los pájaros y los animales huyeron espantados por el hedor. Las dos Bestias que habían atacado simultáneamente se retiraron con su lentitud habitual, pero su olor persistió buena parte de la noche. Nadie en el campamento supo lo sucedido durante esas horas, porque no recuperaron el entendimiento hasta la mañana siguiente. Más tarde vieron las huellas y pudieron llegar a algunas conclusiones. Alex, con Borobá montado en los hombros y siguiendo a Walimaí, anduvo bajo en las sombras, sorteando la vegetación, hasta que las vacilantes luces del campamento desaparecieron del todo. El chamán avanzaba como si fuera día claro, siguiendo tal vez a su esposa ángel, a quien Alex no podía ver. Culebrearon entre los árboles por un buen rato y finalmente el viejo encontró el sitio donde había dejado a Nadia esperándolo. Nadia Santos y el chamán se habían comunicado mediante los gritos de lechuza durante buena parte de la tarde y la noche, hasta que ella pudo salir del campamento para reunirse con él. Al verse, los jóvenes amigos se abrazaron, mientras Borobá se colgaba de su ama dando chillidos de felicidad.

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