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El sacerdote tenía una extraña mascota, un perro anfibio que, según dijo, era nativo del Amazonas, pero su especie estaba casi extinta. Pasaba buena parte de su vida en el río y podía permanecer varios minutos con la cabeza dentro de un balde con agua. Recibió a los visitantes desde prudente distancia, desconfiado. Su ladrido era como trino de pájaros y parecía que estaba cantando.

– Al padre Valdomero lo raptaron los indios. ¡Qué daría yo por tener esa suerte! -exclamó Nadia admirada.

– No me raptaron, niña. Me perdí en la selva y ellos me salvaron la vida. Viví con ellos varios meses. Son gente buena y libre, para ellos la libertad es más importante que la vida misma, no pueden vivir sin ella. Un indio preso es un indio muerto: se mete hacia adentro, deja de comer y respirar y se muere -contó el padre Valdomero.

– Unas versiones dicen que son pacíficos y otras que son completamente salvajes y violentos -dijo Alex.

– Los hombres más peligrosos que he visto por estos lados no son indios, sino traficantes de armas, drogas y diamantes, caucheros, buscadores de oro, soldados, y madereros, que infectan y explotan esta región -rebatió el sacerdote y agregó que los indios eran primitivos en lo material, pero muy avanzados en el plano mental, que estaban conectados a la naturaleza, como un hijo a su madre.

– Cuéntenos de la Bestia. ¿Es cierto que usted la vio con sus propios ojos, padre? -preguntó Nadia.

– Creo que la vi, pero era de noche y mis ojos ya no son tan buenos como antes -contestó el padre Valdomero, echándose un largo trago de ron al gaznate.

– ¿Cuándo fue eso? -preguntó Alex, pensando que su abuela agradecería esa información.

– Hace un par de años…

– ¿Qué vio exactamente?

– Lo he contado muchas veces: un gigante de más de tres metros de altura, que se movía muy lentamente y despedía un olor terrible. Quedé paralizado de espanto.

– ¿No lo atacó, padre?

– No. Dijo algo, después dio media vuelta y desapareció en el bosque.

– ¿Dijo algo? Supongo que quiere decir que emitió ruidos, como gruñidos, ¿verdad? -insistió Alex.

– No, hijo. Claramente la criatura habló. No entendí ni una palabra, pero sin duda era un lenguaje articulado. Me desmayé… Cuando desperté no estaba seguro de lo que había pasado, pero tenía ese olor penetrante pegado en la ropa, en el pelo, en la piel. Así supe que no lo había soñado.

EL CHAMÁN

La tormenta cesó tan súbitamente como había comenzado, y la noche apareció clara. Alex y Nadia regresaron al hotel, donde los miembros de la expedición estaban reunidos en torno a César Santos y la doctora Omayra Torres estudiando un mapa de la región y discutiendo los preparativos del viaje. El profesor Leblanc, algo más repuesto de la fatiga, estaba con ellos. Se había pintado de insecticida de pies a cabeza y había contratado a un indio llamado Karakawe para que lo abanicara con una hoja de banano. Leblanc exigió que la expedición se pusiera en marcha hacia el Alto Orinoco al día siguiente, porque él no podía perder tiempo en esa aldea insignificante. Disponía sólo de tres semanas para atrapar a la extraña criatura de la selva, dijo.

– Nadie lo ha logrado en varios años, profesor… -apuntó César Santos.

– Tendrá que aparecer pronto, porque yo debo dar una serie de conferencias en Europa -replicó él.

– Espero que la Bestia entienda sus razones -dijo el guía, pero el profesor no dio muestras de captar la ironía.

Kate Coid le había contado a su nieto que el Amazonas era un lugar peligroso para los antropólogos, porque solían perder la razón. Inventaban teorías contradictorias y se peleaban entre ellos a tiros y cuchilladas; otros tiranizaban a las tribus y acababan creyéndose dioses. A uno de ellos, enloquecido, debieron llevarlo amarrado de vuelta a su país.

– Supongo que está enterado de que yo también formo parte de la expedición, profesor Leblanc -dijo la doctora Omayra Torres, a quien el antropólogo miraba de reojo a cada rato, impresionado por su opulenta belleza.

– Nada me gustaría más, señorita, pero…

– Doctora Torres -lo interrumpió la médica.

– Puede llamarme Ludovic -aventuró Leblanc con coquetería.

– Llámeme doctora Torres -replicó secamente ella.

– No podré llevarla, mi estimada doctora. Apenas hay espacio para quienes hemos sido contratados por el International Geographic. El presupuesto es generoso, pero no ilimitado -replicó Leblanc.

– Entonces ustedes tampoco irán, profesor. Pertenezco al Servicio Nacional de Salud. Estoy aquí para proteger a los indios. Ningún forastero puede contactarlos sin las medidas de prevención necesarias. Son muy vulnerables a las enfermedades, sobre todo las de los blancos -dijo la doctora.

– Un resfrío común es mortal para ellos. Una tribu completa murió de una infección respiratoria hace tres años, cuando vinieron unos periodistas a filmar un documental. Uno de ellos tenía tos, le dio una chupada de su cigarrillo a un indio y así contagió a toda la tribu -agregó César Santos.

En ese momento llegaron el capitán Ariosto, jefe del cuartel, y Mauro Carías, el empresario más rico de los alrededores. En un susurro, Nadia le explicó a Alex que Carías era muy poderoso, hacía negocios con los presidentes y generales de varios países sudamericanos. Agregó que no tenía el corazón en el cuerpo, sino que lo llevaba en una bolsa, y señaló el maletín de cuero que Carías tenía en la mano. Por su parte Ludovic Leblanc estaba muy impresionado con Mauro Carías, porque la expedición se había formado gracias a los contactos internacionales de ese hombre. Fue él quien interesó a la revista International Geographic en la leyenda de la Bestia.

– Esa extraña criatura tiene atemorizados a las buenas gentes del Alto Orinoco. Nadie quiere internarse en el triángulo donde se supone que habita -dijo Carías.

– Entiendo que esa zona no ha sido explorada -dijo Kate Coid.

– Así es.

– Supongo que debe ser muy rica en minerales y piedras preciosas -agregó la escritora.

– La riqueza del Amazonas está sobre todo en la tierra y las maderas -respondió él.

– Y en las plantas -intervino la doctora Omayra Torres-. No conocemos ni un diez por ciento de las sustancias medicinales que hay aquí. A medida que desaparecen los chamanes y curanderos indígenas, perdemos para siempre esos conocimientos.

– Imagino que la Bestia también interfiere con sus negocios por esos lados, señor Carías, tal como interfieren las tribus -continuó Kate Coid, quien cuando se interesaba en algo no soltaba la presa.

– La Bestia es un problema para todos. Hasta los soldados le tienen miedo -admitió Mauro Carías.

– Si la Bestia existe, la encontraré. Todavía no ha nacido el hombre y menos el animal que pueda burlarse de Ludovic Leblanc -replicó el profesor, quien solía referirse a sí mismo en tercera persona.

– Cuente con mis soldados, profesor. Al contrario de lo que asegura mi buen amigo Carías, son hombres valientes -ofreció el capitán Ariosto.

– Cuente también con todos mis recursos, estimado profesor Leblanc. Dispongo de lanchas a motor y un buen equipo de radio -agregó Mauro Carías.

– Y cuente conmigo para los problemas de salud o los accidentes que puedan surgir -añadió suavemente la doctora Omayra Torres, como si no recordara la negativa de Leblanc de incluirla en la expedición.

– Tal como le dije, señorita…

– Doctora -lo corrigió ella de nuevo.

– Tal como le dije, el presupuesto de esta expedición es limitado, no podemos llevar turistas -dijo Leblanc, enfático.

– No soy turista. La expedición no puede continuar sin un médico autorizado y sin las vacunas necesarias.

– La doctora tiene razón. El capitán Ariosto le explicará la ley -intervino César Santos, quien conocía a la doctora y evidentemente se sentía atraído por ella.

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