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– ¿Quién?

– Por el momento prefiero no difundir su nombre. La Bestia es el pretexto para que el tonto de Leblanc y los periodistas vayan exactamente donde nosotros queremos y cubran la noticia. Ellos contactarán a los indios, es inevitable. No pueden internarse en el triángulo del Alto Orinoco a buscar a la Bestia sin toparse con los indios -apuntó el empresario.

– Tu plan me parece muy complicado. Tengo gente muy discreta, podemos hacer el trabajo sin que nadie se entere -aseguró el capitán Ariosto, llevándose el vaso a los labios.

– ¡No, hombre! ¿No te he explicado que debemos tener paciencia? -replicó Carías.

– Explícame de nuevo el plan -exigió Ariosto.

– No te preocupes, del plan me encargo yo. En menos de tres meses habremos desocupado la zona.

En ese instante Alex sintió algo sobre un pie y ahogó un grito: una serpiente se deslizaba sobre su piel desnuda. Nadia se llevó un dedo a los labios, indicándole que no se moviera. Carías y Ariosto se pusieron de pie, advertidos, y ambos sacaron simultáneamente sus armas. El capitán encendió su linterna y barrió los alrededores, pasando con el rayo de luz a pocos centímetros del sitio donde se ocultaban los chicos. Era tanto el terror de Alex, que de buena gana hubiera confrontado las pistolas con tal de sacudirse la serpiente, que ahora se le enrollaba en el tobillo, pero la mano de Nadia lo sujetaba por un brazo y comprendió que no podía arriesgar también la vida de ella.

– ¿Quién anda allí? -murmuró el capitán, sin levantar la voz para no atraer a quienes dormían dentro del hotel.

Silencio.

– Vámonos, Ariosto -ordenó Carías. El militar volvió a barrer el sitio con su linterna, luego ambos retrocedieron hasta las escaleras que iban a la calle, siempre con las armas en las manos. Pasaron uno o dos minutos antes que los muchachos sintieran que podían moverse sin llamar la atención. Para entonces la culebra envolvía la pantorrilla, su cabeza estaba a la altura de la rodilla y el sudor corría a raudales por el cuerpo del muchacho. Nadia se quitó la camiseta, se envolvió la mano derecha y con mucho cuidado cogió la serpiente cerca de la cabeza. De inmediato él sintió que el reptil lo apretaba más, agitando la cola furiosamente, pero la chica lo sostuvo con firmeza y luego lo fue separando sin brusquedad de la pierna de su nuevo amigo, hasta que lo tuvo colgando de su mano. Movió el brazo como un molinete, adquiriendo impulso, y luego lanzó la serpiente por encima de la baranda de la terraza, hacia la oscuridad. Enseguida volvió a ponerse la camiseta, con la mayor tranquilidad.

– ¿Era venenosa? -preguntó el tembloroso muchacho apenas pudo sacar la voz.

– Sí, creo que era una surucucú, pero no era muy grande. Tenía la boca chica y no puede abrir demasiado las mandíbulas, sólo podría morderte un dedo, no la pierna -replicó Nadia. Luego procedió a traducirle la conversación de Carías y Ariosto.

– ¿Cuál es el plan de esos malvados? ¿Qué podemos hacer? -preguntó Nadia.

– No lo sé. Lo único que se me ocurre es contárselo a mi abuela, pero no sé si me creería; dice que soy paranoico, que veo enemigos y peligros por todas partes -contestó el muchacho.

– Por el momento sólo podemos esperar y vigilar, -sugirió ella, Los muchachos volvieron a sus hamacas. Alex se durmió al punto, extenuado, y despertó al amanecer con los aullidos ensordecedores de los monos. Su hambre era tan voraz que hubiera comido de buena gana los panqueques de su padre, pero no había nada para echarse a la boca y tuvo que esperar dos horas hasta que sus compañeros de viaje estuvieron listos para desayunar. Le ofrecieron café negro, cerveza tibia y las sobras frías del tapir de la noche anterior. Rechazó todo, asqueado. Nunca había visto un tapir, pero imaginaba que sería algo así como una rata grande; se llevaría una sorpresa pocos días más tarde al comprobar que se trataba de un animal de más de cien kilos, parecido a un cerdo, cuya carne era muy apreciada. Echó mano de un plátano, pero resultó amargo y le dejó la lengua áspera, después se enteró que los de esa clase debían ser cocinados. Nadia, quien había salido temprano a bañarse al río con otras chicas, regresó con una flor fresca en una oreja y la misma pluma verde en la otra, trayendo a Borobá abrazado al cuello y media piña en la mano. Alex había leído que la única fruta segura en los climas tropicales es la que uno mismo pela, pero decidió que el riesgo de contraer tifus era preferible a la desnutrición. Devoró la piña que ella le ofrecía, agradecido.

César Santos, el guía, apareció momentos después, tan bien lavado como su hija, invitando al resto de los sudorosos miembros de la expedición a darse un chapuzón en el río. Todos lo siguieron, menos el profesor Leblanc, quien mandó a Karakawe a buscar varios baldes de agua para bañarse en la terraza, porque la idea de nadar en compañía de una mantarraya no le atraía. Algunas eran del tamaño de una alfombra grande y sus poderosas colas no sólo cortaban como sierras, también inyectaban veneno. Alex consideró que, después de la experiencia con la serpiente de la noche anterior, no pensaba retroceder ante el riesgo de toparse con un pez, por mala fama que tuviera. Se tiró al agua de cabeza.

– Si te ataca una mantarraya, quiere decir que estas aguas no son para ti -fue el único comentario de su abuela, quien partió con las mujeres a bañarse a otro lado.

– Las mantarrayas son tímidas y viven en el lecho del río. Por lo general escapan cuando perciben movimiento en el agua, pero de todos modos conviene caminar arrastrando los pies, para no pisarlas -lo instruyó César Santos. El baño resultó delicioso y lo dejó fresco y limpio.

EL JAGUAR NEGRO

Antes de partir, los miembros de la expedición fueron invitados al campamento de Mauro Carías. La doctora Omayra Torres se disculpó, dijo que debía enviar a los jóvenes mormones de vuelta a Manaos en un helicóptero del Ejército, porque habían empeorado. El campamento se componía de varios remolques, transportados mediante helicópteros y colocados en círculo en un claro del bosque, a un par de kilómetros de Santa María de la Lluvia. Sus instalaciones eran lujosas comparadas con las casuchas de techos de cinc de la aldea. Contaba con un generador de electricidad, antena de radio y paneles de energía solar.

Carías tenía recintos similares en varios puntos estratégicos del Amazonas para controlar sus múltiples negocios, desde la explotación de madera hasta las minas de oro, pero vivía lejos de allí. Decían que en Caracas, Río de Janeiro y Miami poseía mansiones dignas de un príncipe y en cada una mantenía a una esposa. Se desplazaba en su jet y su avioneta, también usaba los vehículos del Ejército, que algunos generales amigos suyos ponían a su disposición. En Santa María de la Lluvia no había un aeropuerto donde pudiera aterrizar su jet, de manera que utilizaba su avioneta bimotor, que comparada con el avioncito de César Santos, un decrépito pájaro de latas oxidadas, resultaba impresionante. A Kate Coid le llamó la atención que el campamento estuviera rodeado de alambres electrificados y custodiado por guardias.

– ¿Qué puede tener este hombre aquí que requiera tanta vigilancia? -le comentó a su nieto.

Mauro Carías era de los pocos aventureros que se habían hecho ricos en el Amazonas. Miles y miles de garimpeiros se internaban a pie o en canoa por la selva y los ríos buscando minas de oro o yacimientos de diamantes, abriéndose paso a machetazos en la vegetación, comidos de hormigas, sanguijuelas y mosquitos. Muchos morían de malaria, otros a balazos, otros de hambre y soledad; sus cuerpos se pudrían en tumbas anónimas o se los comían los animales.

Decían que Carías había comenzado su fortuna con gallinas: las soltaba en la selva y después les abría el buche de un cuchillazo para cosechar las pepitas de oro que las infelices tragaban. Pero ése, como tantos otros chismes sobre el pasado de ese hombre, debía ser exagerado, porque en realidad el oro no estaba sembrado como maíz en el suelo del Amazonas. En todo caso, Carías nunca tuvo que arriesgar la salud como los míseros garimpeiros, porque tenía buenas conexiones y ojo para los negocios, sabía mandar y hacerse respetar; lo que no obtenía por las buenas, lo obtenía por la fuerza. Muchos murmuraban a sus espaldas que era un criminal, pero nadie se atrevía a decirlo en su cara; no se podía probar que tuviera sangre en las manos. De apariencia nada tenía de amenazador o sospechoso, era hombre simpático, apuesto, bronceado, con las manos cuidadas y los dientes blanquísimos, vestido con fina ropa deportiva. Hablaba con una voz melodiosa y miraba directo a los ojos, como si quisiera probar su franqueza en cada frase.

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