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– ¿Qué ves? -le preguntó Nadia en un susurro.

– Veo a mi mamá -respondió el chico y un sollozo se le escapó de los labios.

– ¿Cómo está?

– Enferma, muy enferma -respondió él.

– La tuya está enferma del cuerpo, la mía está enferma del alma.

– ¿Puedes verla? -inquirió Alex.

– A veces -dijo ella.

– Esta es la primera vez que puedo ver a alguien de esta manera -explicó Alex-. Tuve una sensación muy extraña, como si viera a mi mamá con toda claridad en una pantalla, sin poder tocarla o hablarle.

– Todo es cuestión de práctica, Jaguar. Se puede aprender a ver con el corazón. Los chamanes como Walimaí también pueden tocar y hablar desde lejos, con el corazón -dijo Nadia.

LA GENTE DELA NEBLINA

Esa noche colgaron las hamacas entre los árboles y César Santos asignó los turnos, de dos horas cada uno, para montar guardia y mantener el fuego encendido. Después de la muerte del hombre víctima de la flecha y del accidente de Joel González, quedaban diez adultos y los dos chicos, porque Leblanc no contaba, para cubrir las ocho horas de oscuridad. Ludovic Leblanc se consideraba jefe de la expedición y como tal debía «mantenerse fresco»; sin una buena noche de sueño no se sentiría lúcido para tomar decisiones, argumentó. Los demás se alegraron, porque en realidad ninguno quería montar guardia con un hombre que se ponía nervioso a la vista de una ardilla. El primer turno, que normalmente era el más fácil, porque la gente aún estaba alerta y todavía no hacía mucho frío, fue asignado a la doctora Omayra Torres, un caboclo y Timothy Bruce, quien no se consolaba por lo ocurrido a su colega. Bruce y González habían trabajado juntos durante varios años y se estimaban como hermanos. El segundo turno correspondía a otro soldado, Alex y Kate Coid; el tercero a Matuwe, César Santos y su hija Nadia. El turno del amanecer fue entregado a dos soldados y Karakawe. Para todos fue difícil conciliar el sueño, porque a los gemidos del infortunado Joel González se sumaba un extraño y persistente olor, que parecía impregnar el bosque. Habían oído hablar de la fetidez que, según se aseguraba, era característica de la Bestia. César Santos explicó que probablemente estaban acampando cerca de una familia de iracas, una especie de comadreja de rostro muy dulce, pero con un olor parecido al de los zorrillos. Esa interpretación no tranquilizó a nadie.

– Estoy mareado y con náuseas -comentó Alex, pálido.

– Si el olor no te mata, te hará fuerte -dijo Kate, que era la única impasible ante la hediondez.

– ¡Es espantoso!

– Digamos que es diferente. Los sentidos son subjetivos, Alexander. Lo que a ti te repugna, para otro puede ser atractivo. Tal vez la Bestia emite este olor como un canto de amor, para llamar a su pareja -dijo sonriendo su abuela.

– ¡Puaj! Huele a cadáver de rata mezclado con orina de elefante, comida podrida y…

– Es decir, huele como tus calcetines -lo cortó su abuela.

Persistía en los expedicionarios la sensación de ser observados por cientos de ojos desde la espesura. Se sentían expuestos, iluminados como estaban por la tembleque claridad de la fogata y un par de lámparas de petróleo. La primera parte de la noche transcurrió sin mayores sobresaltos, hasta el turno de Alex, Kate y uno de los soldados. El chico pasó la primera hora mirando la noche y el reflejo del agua, cuidando el sueño de los demás. Pensaba en cuánto había cambiado en pocos días. Ahora podía pasar mucho tiempo quieto y en silencio, entretenido con sus propias ideas, sin necesidad de sus juegos de video, su bicicleta o la televisión, como antes. Descubrió que podía trasladarse a ese lugar íntimo de quietud y silencio que debía alcanzar cuando escalaba montañas. La primera lección de montañismo de su padre había sido que mientras estuviera tenso, ansioso o apurado, la mitad de su fuerza se dispersaba. Se requería calma para vencer a la montaña. Podía aplicar esa lección cuando escalaba, pero hasta ese momento de poco le había servido en otros aspectos de su vida. Se dio cuenta de que tenía muchas cosas en las cuales meditar, pero la imagen más recurrente era siempre su madre. Si ella moría… Siempre se detenía allí. Había decidido no ponerse en ese caso, porque era como llamar a la desgracia. Se concentraba, en cambio, en enviarle energía positiva; era su forma de ayudarla.

De súbito un ruido interrumpió sus pensamientos. Oyó con toda nitidez unos pasos de gigante aplastando los arbustos cercanos. Sintió un espasmo en el pecho, como si se ahogara. Por primera vez desde que perdiera los lentes en el recinto de Mauro Carías, los echó de menos, porque su visión era mucho peor de noche. Sosteniendo la pistola con ambas manos para dominar su temblor, tal como había visto en las películas, esperó sin saber qué hacer. Cuando percibió que la vegetación se movía muy cerca, como si hubiera un contingente de enemigos agazapados, lanzó un largo grito estremecedor, que sonó como sirena de naufragio y despertó a todo el mundo. En un instante su abuela estaba a su lado empuñando su rifle. Los dos se encontraron frente a frente con la cabezota de un animal que al principio no pudieron identificar. Era un cerdo salvaje, un gran jabalí. No se movieron, paralizados por la sorpresa, y eso los salvó, porque el animal, como Alex, tampoco veía bien en la oscuridad. Por suerte la brisa corría en dirección contraria, así es que no pudo olerlos. César Santos fue el primero en deslizarse con cautela de su hamaca y evaluar la situación, a pesar de la pésima visibilidad.

– Nadie se mueva… -ordenó casi en un susurro, para no atraer al jabalí.

Su carne es muy sabrosa y habría alcanzado para festejar durante varios días, pero no había luz para disparar y nadie se atrevió a empuñar un machete y arremeter contra tan peligroso animal. El cerdo se paseó tranquilo entre las hamacas, olisqueó las provisiones que colgaban de cordeles para salvarlas de ratas y hormigas y finalmente asomó la nariz en la carpa del profesor Ludovic Leblanc, quien estuvo a punto de sufrir un infarto del susto. No quedó más remedio que aguardar a que el pesado visitante se aburriera de recorrer el campamento y se fuera, pasando tan cerca de Alex, que éste hubiera podido estirar la mano y tocar su erizado pelaje. Después que se disipó la tensión y pudieron bromear, el muchacho se sintió como un histérico por haber gritado de esa manera, pero César Santos le aseguró que había hecho lo correcto. El guía repitió sus instrucciones en caso de alerta: agacharse y gritar primero, disparar después. No había terminado de decirlo cuando sonó un tiro: era Ludovic Leblanc disparando al aire diez minutos después que había pasado el peligro. Definitivamente el profesor era de gatillo ligero, como dijo Kate Coid.

En el tercer turno, cuando la noche estaba más fría y oscura, correspondió la vigilancia a César Santos, Nadia y uno de los soldados. El guía vaciló en despertar a su hija, quien dormía profundamente, abrazada a Borobá, pero adivinó que ella no le perdonaría si dejaba de hacerlo. La niña se despabiló el sueño con dos tragos de café negro bien azucarado y se abrigó lo mejor que pudo con un par de camisetas, su chaleco y la chaqueta de su padre. Alex había alcanzado a dormir sólo dos horas y estaba muy cansado, pero cuando vislumbró en la tenue luz de la fogata que Nadia se aprontaba para hacer su guardia, se levantó también, dispuesto a acompañarla.

– Yo estoy segura, no te preocupes. Tengo el talismán que me protege -susurró ella para tranquilizarlo.

– Vuelve a tu hamaca -le ordenó César Santos-. Todos necesitamos dormir, para eso se establecen los turnos.

Alex obedeció de mala gana, decidido a mantenerse despierto, pero a los pocos minutos lo venció el sueño. No pudo calcular cuánto había dormido, pero debió haber sido más de dos horas, porque cuando despertó, sobresaltado por el ruido a su alrededor, el turno de Nadia había terminado hacía rato. Apenas empezaba a aclarar, la bruma era lechosa y el frío intenso, pero ya todos estaban en pie. Flotaba en el aire un olor tan denso, que podía cortarse con cuchillo.

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