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El grupo se puso en marcha de inmediato, trotando en fila a la zaga del jefe, a quien Nadia decidió llamar Mokarita, pues no podía preguntarle su nombre verdadero. A juzgar por el estado de su piel, sus dientes y sus pies deformes, Mokarita era mucho más viejo de lo que Alex supuso cuando lo vio en la penumbra, pero tenía la misma agilidad y resistencia de los otros guerreros. Uno de los hombres jóvenes se distinguía entre los demás, era más alto y fornido y, a diferencia de los otros, iba enteramente pintado de negro, excepto una especie de antifaz rojo en torno a los ojos y la frente. Caminaba siempre al lado del jefe, como si fuera su lugarteniente, y se refería a si mismo como Tahama; Nadia y Alexander se enteraron después que ése era su título honorífico por ser el mejor cazador de la tribu.

Aunque el paisaje parecía inmutable y no había puntos de referencia, los indios sabían exactamente adónde se dirigían. Ni una sola vez se volvieron a ver si los muchachos extranjeros los seguían: sabían que no les quedaba más remedio que hacerlo, de otro modo se perderían. A veces a Alex y Nadia les parecía estar solos, porque la gente de la neblina desaparecía en la vegetación, pero esa impresión no duraba mucho; tal como se esfumaban, los indios reaparecían en cualquier momento, como si estuvieran ejercitándose en el arte de tornarse invisibles. Alex concluyó que ese talento para desaparecer no se podía atribuir solamente a la pintura con que se camuflaban, era sobre todo una actitud mental. ¿Cómo lo hacían? Calculó cuán útil podía ser en la vida el truco de la invisibilidad y se propuso aprenderlo. En los días siguientes comprendería que no se trataba de ilusionismo, sino de un talento que se alcanzaba con mucha práctica y concentración, como tocar la flauta. El paso rápido no cambió en varias horas; sólo se detenían de vez en cuando en los arroyos para beber agua. Alex sentía hambre, pero estaba agradecido de que al menos el tobillo donde lo había picado la hormiga ya no le dolía. César Santos le había contado que los indios comen cuando pueden -no siempre cada día- y su organismo está acostumbrado a almacenar energía; él, en cambio, había tenido siempre el refrigerador de su casa atiborrado de alimentos, al menos mientras su madre estuvo sana, y si alguna vez debía saltarse una comida le daba fatiga. No pudo menos que sonreír ante el trastorno completo de sus hábitos. Entre otras cosas, no se había cepillado los dientes ni cambiado la ropa en varios días. Decidió ignorar el vacío en el estómago, matar el hambre con indiferencia. En un par de ocasiones le dio una mirada a su compás y descubrió que marchaban en dirección al noreste. ¿Vendría alguien a su rescate? ¿Cómo podría dejar señales en el camino? ¿Los verían desde un helicóptero? No se sentía optimista, en verdad su situación era desesperada. Le sorprendió que Nadia no diera señas de fatiga, su amiga parecía completamente entregada a la aventura.

Cuatro o cinco horas más tarde -imposible medir el tiempo en ese lugar- llegaron a un río claro y profundo. Siguieron por la orilla un par de millas y de pronto ante los ojos maravillados de Alex surgió una montaña muy alta y una magnífica catarata que caía con un clamor de guerra, formando abajo una inmensa nube de espuma y agua pulverizada.

– Es el río que baja del cielo -dijo Tahama.

LA ALDEA INVISIBLE

Mokarita, el jefe de las plumas amarillas, autorizó al grupo para descansar un rato antes de emprender el ascenso de la montaña. Tenía un rostro de madera, con la piel cuarteada como corteza de árbol, sereno y bondadoso.

– Yo no puedo subir -dijo Nadia al ver la roca negra, lisa y húmeda.

Era la primera vez que Alex la veía derrotada ante un obstáculo y simpatizó con ella porque también él estaba asustado, aunque durante años había trepado montañas y rocas con su padre. John Coid era uno de los escaladores más experimentados y audaces de los Estados Unidos, había participado en célebres expediciones a lugares casi inaccesibles, incluso había sido llamado un par de veces para rescatar gente accidentada en los picos más altos de Austria y Chile. Sabía que él no poseía la habilidad ni el valor de su padre, mucho menos su experiencia; tampoco había visto una roca tan escarpada como la que ahora tenía por delante. Escalar por los costados de la catarata, sin cuerdas y sin ayuda, era prácticamente imposible.

Nadia se aproximó a Mokarita y trató de explicarle mediante señas y las palabras que compartían que ella no era capaz de subir. El jefe pareció muy enojado, daba gritos, blandía sus armas y gesticulaba. Los otros indios lo imitaron, rodeando a Nadia amenazadores. Alex se colocó junto a su amiga y procuró calmar a los guerreros con gestos, pero lo único que consiguió fue que Tahama cogiera a Nadia por el cabello y empezara a darle tirones, arrastrándola hacia la catarata, mientras Borobá daba manotazos y chillaba. En un rapto de inspiración -o desesperación- el muchacho desprendió la flauta de su cinturón y comenzó a tocar. Al instante los indios se detuvieron, como hipnotizados; Tahama soltó a Nadia y todos rodearon a Alex.

Una vez que se hubieron apaciguado un poco los ánimos, Alex convenció a Nadia que con una cuerda él podía ayudarla a subir. Le repitió lo que tantas veces oyera decir a su padre: «antes de vencer la montaña hay que aprender a usar el temor».

– Me espanta la altura, Jaguar, me da vértigo. Cada vez que subo a la avioneta de mi padre me enfermo… -gimió Nadia.

– Mi papá dice que el temor es bueno, es el sistema de alarma del cuerpo, nos avisa del peligro; pero a veces el peligro es inevitable y entonces hay que dominar el miedo.

– ¡No puedo!

– Nadia, escúchame -dijo Alex sujetándola por los brazos y obligándola a mirarlo a los ojos-. Respira hondo, cálmate. Te enseñaré a usar el miedo. Confía en ti misma y en mí. Te ayudaré a subir, lo haremos juntos, te lo prometo.

Por toda respuesta Nadia se echó a llorar con la cabeza en el hombro de Alex. El muchacho no supo qué hacer, jamás había estado tan cerca de una chica. En sus fantasías había abrazado mil veces a Cecilia Burns, su amor de toda la vida, pero en la práctica habría salido corriendo si ella lo hubiera tocado. Cecilia Burns estaba tan lejos, que era como si no existiera: no podía recordar su cara. Sus brazos rodearon a Nadia en un gesto automático. Sintió que el corazón latía en su pecho como una estampida de búfalos, pero le alcanzó la lucidez para darse cuenta de lo absurdo de su situación. Estaba en el medio de la selva, rodeado de extraños guerreros pintarrajeados, con una pobre chica aterrada en sus brazos y ¿en qué estaba pensando? ¡En el amor! Logró reaccionar, separando a Nadia para enfrentarla con determinación.

– Deja de llorar y dile a estos señores que necesitamos una cuerda -le ordenó, señalando a los indios-. Y acuérdate que tienes la protección del talismán.

– Walimaí dijo que me protegería de hombres, animales y fantasmas, pero no mencionó el peligro de caerme y partirme la nuca -explicó Nadia.

– Como dice mi abuela, de algo hay que morirse -la consoló su amigo tratando de sonreír. Y agregó-: ¿No me dijiste que hay que ver con el corazón? Esta es una buena oportunidad para hacerlo.

Nadia se las arregló para comunicar a los indios la petición del muchacho. Cuando finalmente entendieron, varios de ellos se pusieron en acción y muy pronto confeccionaron una cuerda con lianas trenzadas. Cuando vieron que Alex ataba un extremo de la cuerda a la cintura de la chica y enrollaba el resto en torno a su propio pecho, dieron muestras de gran curiosidad. No podían imaginar por qué los forasteros hacían algo tan absurdo: si uno resbalaba arrastraría al otro. El grupo se acercó a la catarata, que caía libremente desde una altura de más de cincuenta metros y se estrellaba abajo en una impresionante nube de agua, coronada por un magnífico arco iris. Centenares de pájaros negros cruzaban la cascada en todas direcciones. Los indios saludaron al río que bajaba del cielo esgrimiendo sus armas y dando gritos: ya estaban muy cerca de su país. Al subir a las tierras altas se sentían a salvo de cualquier peligro. Tres de ellos se alejaron en el bosque por un rato y regresaron con unas bolas, que, al ser inspeccionadas por los chicos, resultaron ser de una resma blanca, espesa y muy pegajosa. Imitando a los otros, se frotaron las palmas de las manos y los pies con esa pasta. En contacto con el suelo, el humus se pegaba en la resma, creando una suela irregular. Los primeros pasos fueron dificultosos, pero apenas se metieron bajo la llovizna de la catarata, comprendieron su utilidad: era como llevar botas y guantes de goma adhesiva.

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