Литмир - Электронная Библиотека

Nadia se aferró a una pequeña hendidura en la roca que había sobre su cabeza y colocó el pie en otra que había a la altura de su cintura. Izó el cuerpo y se detuvo hasta encontrar el equilibrio. Levantó la otra mano y buscó más arriba, hasta que pudo pescarse de una raíz mientras con el pie contrario tanteaba hasta dar con una grieta. Repitió el movimiento con la otra mano, buscando un saliente y cuando lo halló se elevó un poco más. La vegetación que crecía en las laderas la ayudaba, había raíces, arbustos y lianas. También vio arañazos profundos en las piedras y en algunos troncos; pensó que eran marcas de garras. Las Bestias debían haber subido también en busca de alimento, o bien no conocían el mapa del laberinto y cada vez que entraban o salían del tepui debían ascender hasta la cima y descender por el otro lado. Calculó que eso debía demorar días, tal vez semanas, dada la portentosa lentitud de esas gigantescas perezas.

Una parte de su mente, aún activa, comprendió que el hueco del tepui no era un cono invertido, como había supuesto por el efecto óptico de mirarlo desde abajo, sino que más bien se abría ligeramente. La boca del cráter era en realidad más ancha que la base. No necesitaría patas de escarabajo, después de todo, sólo concentración y coraje. Así escaló metro a metro, durante horas, con admirable determinación y una destreza recién adquirida. Esa destreza provenía del más recóndito y misterioso lugar, un lugar de calma dentro de su corazón, donde se hallaban los atributos nobles de su animal totémico. Ella era Águila, el pájaro de más alto vuelo, la reina del cielo, la que hace su nido donde sólo los ángeles alcanzan. El águila/niña siguió ascendiendo paso a paso. El aire caliente y húmedo del valle inferior se transformó en una brisa fresca, que la impulsó hacia arriba. Se detuvo a menudo, muy cansada, luchando contra la tentación de mirar hacia abajo o calcular la distancia hacia arriba, concentrada sólo en el próximo movimiento. Una sed terrible la abrasaba; sentía la boca llena de arena, con un sabor amargo, pero no podía soltarse para desprender de su espalda la calabaza de agua que le había dado Walimaí. Beberé cuando llegue arriba, murmuraba, pensando en el agua fría y limpia bañándola por dentro. Si al menos lloviera, pensó, pero ni una gota caía de las nubes. Cuando creía que ya no podría dar un paso más, sentía el talismán mágico de Walimaí colgado a su cuello y eso le daba valor. Era su protección. La había ayudado a ascender las rocas negras y lisas de la cascada, la había hecho amiga de los indios, la había amparado de las Bestias; mientras lo tuviera estaba a salvo.

Mucho después su cabeza alcanzó las primeras nubes, densas como merengue, y entonces una blancura de leche la envolvió. Siguió trepando a tientas, aferrándose a las rocas y la vegetación, cada vez más escasa a medida que subía. No tenía conciencia de que le sangraban las manos, las rodillas y los pies, sólo pensaba en el mágico poder que la sostenía, hasta que de pronto una de sus manos palpó una hendidura ancha. Pronto logró izar todo el cuerpo y se encontró en la cima del tepui, siempre oculta por la acumulación de nubes. Una potente exclamación de triunfo, un alarido ancestral y salvaje como el tremendo grito de cien águilas al unísono, brotó del pecho de Nadia Santos y fue a estrellarse contra las rocas de otras cimas, rebotando y ampliándose, hasta perderse en el horizonte.

La chica esperó inmóvil en la altura hasta que su grito se perdió en las últimas grietas de la gran meseta. Entonces se calmó el tambor de su corazón y pudo respirar a fondo. Apenas se sintió firme sobre las rocas, echó mano de la calabaza de agua y bebió todo el contenido. Nunca había deseado algo tanto. El líquido fresco entró por su garganta, limpiando la arena y la amargura de su boca, humedeciendo su lengua y sus labios resecos, penetrando por todo su cuerpo como un bálsamo prodigioso, capaz de curar la angustia y borrar el dolor. Comprendió que la felicidad consiste en alcanzar aquello que hemos esperado por mucho tiempo.

La altura y el brutal esfuerzo de llegar hasta allí y de superar sus terrores actuaron como una droga más poderosa que la de los indios en Tapirawa-teri o la poción de los sueños colectivos de Walimaí. Volvió a sentir que volaba, pero ya no tenía el cuerpo del águila, se había desprendido de todo lo material, era puro espíritu. Estaba suspendida en un espacio glorioso. El mundo había quedado muy lejos, abajo, en el plano de las ilusiones. Flotó allí por un rato incalculable y de pronto vio un agujero en el cielo radiante. Sin vacilar se lanzó como una flecha a través de esa apertura y entró en un espacio vacío y oscuro, como el infinito firmamento en una noche sin luna. Ese era el espacio absoluto de todo lo divino y de la muerte, el espacio donde el espíritu mismo se disuelve. Ella era el vacío, sin deseos, ni recuerdos. No había nada que temer. Allí permaneció fuera del tiempo. Pero en la cima del tepui el cuerpo de Nadia poco a poco la llamaba, reclamándola. El oxígeno devolvió a su mente el sentido de la realidad material, el agua le dio la energía necesaria para moverse. Finalmente el espíritu de Nadia hizo el viaje inverso, volvió a cruzar como una flecha la apertura en el vacío, llegó a la bóveda gloriosa donde flotó unos instantes en la inmensa blancura, y de allí pasó a la forma del águila. Debió resistir la tentación de volar para siempre sostenida por el viento y, con un último esfuerzo, regresar a su cuerpo de niña. Se encontró sentada en la cima del mundo y miró a su alrededor.

Estaba en el punto más alto de una meseta, rodeada del vasto silencio de las nubes. Aunque no podía ver la altura o la extensión del sitio donde se encontraba, calculó que el hoyo en el centro del tepui era pequeño, en comparación con la inmensidad de la montaña que lo contenía. El terreno se veía quebrado en hondas grietas, en parte rocoso y en otras cubierto de vegetación tupida. Supuso que pasaría mucho tiempo antes que los pájaros de acero de los nahab exploraran ese lugar, porque era absurdo tratar de aterrizar allí, ni siquiera con un helicóptero, y para una persona moverse en la rugosidad de esa superficie resultaba casi imposible. Se sintió desfallecer, porque podría buscar el nido por el resto de sus días sin encontrarlo en esas grietas, pero luego recordó que Walimaí le había indicado exactamente por dónde subir. Descansó un momento y se puso en marcha, subiendo y bajando de roca en roca, impulsada por una fuerza desconocida, una especie de instintiva certeza.

No tuvo que ir lejos. A poca distancia, en una hendidura formada por grandes rocas se encontraba el nido y en su centro vio los tres huevos de cristal. Eran más pequeños y más brillantes que los de su visión, maravillosos. Con mil precauciones, para no resbalar en una de las profundas fisuras, donde se habría partido todos los huesos, Nadia Santos se arrastró hasta el nido. Sus dedos se cerraron sobre la reluciente perfección del cristal, pero su brazo no pudo moverlo. Extrañada, cogió otro huevo. No logró levantarlo y tampoco el tercero. Era imposible que esos objetos, del tamaño de un huevo de tucán, pesaran de esa manera. ¿Qué sucedía? Los examinó, empujándolos por todos lados, hasta comprobar que no estaban pegados ni atornillados, al contrario, parecían descansar casi flotando en el mullido colchón de palitos y plumas. La muchacha se sentó sobre una de las rocas sin entender lo que ocurría y sin poder creer que toda esa aventura y el esfuerzo de llegar hasta allí hubieran sido inútiles. Tuvo fuerza sobrehumana para subir como una lagartija por las paredes internas del tepui y ahora, cuando finalmente estaba en la cima, las fuerzas le fallaban para mover ni un milímetro el tesoro que había ido a buscar.

Nadia Santos vaciló, trastornada, sin imaginar la solución de ese enigma, por largos minutos. De súbito se le ocurrió que esos huevos pertenecían a alguien. Tal vez las Bestias los habían puesto allí, pero también podían ser de alguna criatura fabulosa, un ave o un reptil, como los dragones. En ese caso la madre podría aparecer en cualquier momento y, al encontrar una intrusa cerca de su nido, lanzarse al ataque con justificada furia. No debía quedarse allí, decidió, pero tampoco pensaba renunciar a los huevos. Walimaí había dicho que no podría regresar con las manos vacías… ¿Qué más le dijo el chamán? Que debía volver antes de la noche. Y entonces recordó lo que ese brujo sabio le había enseñado el día anterior: la ley de reciprocidad. Por cada cosa que uno toma, se debe dar otra a cambio.

43
{"b":"115119","o":1}