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– A veces lo son. Los dioses no podrán defenderse de ellos y la gente de la neblina tampoco. Pero los nahab pueden detener a otros nahab -replicó Alex.

– En mis visiones el Rahakanariwa anda sediento de sangre -dijo Walimaí.

– Yo he sido nombrada jefe para aplacar al Rahakanariwa -dijo Nadia.

– No debe haber más guerra. Los dioses deben volver a la montaña. Nadia y yo conseguiremos que la gente de la neblina y la morada de los dioses sean respetados por los nahab -prometió Alex, procurando sonar convincente.

En realidad no sospechaba cómo podría vencer a Mauro Carías, el capitán Ariosto y tantos otros aventureros que codiciaban las riquezas de la región. Ni siquiera conocía el plan de Mauro Carías ni el papel que les tocaría jugar a los miembros de la expedición del International Geographic en el exterminio de los indios. El empresario había dicho claramente que ellos serían testigos, pero no lograba imaginar de qué lo serían.

Para sus adentros, el muchacho pensó que habría una conmoción mundial cuando su abuela informara sobre la existencia de las Bestias y el paraíso ecológico que contenía el tepui. Con suerte y manejando la prensa con habilidad, Kate Coid podría obtener que el Ojo del Mundo fuera declarado reserva natural y protegido por los gobiernos. Sin embargo, esa solución podría llegar muy tarde. Si Mauro Carías salía con la suya, «en tres meses los indios serían exterminados», como había dicho en su conversación con el capitán Ariosto. La única esperanza era que la protección internacional llegara antes. Aunque no podría evitarse la curiosidad de los científicos ni las cámaras de televisión, al menos se podría detener la invasión de aventureros y colonos dispuestos a domar la selva y exterminar a sus habitantes. También pasó por su mente la terrible premonición del empresario de Hollywood convirtiendo el tepui en una especie de Disneyworld o Jurassic Park. Esperaba que la presión creada por los reportajes de su abuela pudiera postergar o evitar esa pesadilla. Las Bestias ocupaban diferentes salas en la fabulosa ciudad. Eran seres solitarios, que no compartían su espacio. A pesar de su enorme tamaño, comían poco, masticando durante horas, vegetales, frutas, raíces y de vez en cuando un animal pequeño que caía muerto o herido a sus pies. Nadia pudo comunicarse con ellas mejor que Walimaí. Un par de las criaturas hembras demostraron cierto interés en ella y le permitieron acercarse, porque lo que más deseaba la chica era tocarlas. Al poner la mano sobre el duro pelaje, un centenar de insectos de diversas clases subió por su brazo, cubriéndola entera. Se sacudió desesperada, pero no pudo desprenderse de muchos de ellos, que quedaron adheridos a su ropa y su pelo. Walimaí le señaló una de las lagunas de la ciudad y ella se zambulló en el agua, que resultó ser tibia y gaseosa. Al hundirse sentía en la piel el cosquilleo de las burbujas de aire. Invitó a Alex, y los dos se remojaron largo rato, limpios al fin, después de tantos días arrastrándose por el suelo y sudando.

Entretanto Walimaí había aplastado en una calabaza la pulpa de una fruta con grandes pepas negras, que enseguida mezcló con el jugo de unas uvas azules y brillantes. El resultado fue una pasta morada con la consistencia de la sopa de huesos que habían bebido durante el funeral de Mokarita, pero con un sabor delicioso y un aroma persistente de miel y néctar de flores. El chamán la ofreció a las Bestias, luego bebió él y les dio a los muchachos y a Borobá. Aquel alimento concentrado les aplacó el hambre de inmediato y se sintieron un poco mareados, como si hubieran bebido alcohol.

Esa noche fueron instalados en una de las cámaras de la ciudad de oro, donde el calor era menos oprimente que en la cueva de la noche anterior. Entre las formaciones minerales crecían orquídeas desconocidas afuera, algunas tan fragantes que apenas se podía respirar en su proximidad. Por largo rato cayó la lluvia, caliente y densa como una ducha, empapando todo, corría como río entre las grietas de cristal, con un sonido persistente de tambores. Cuando finalmente cesó, el aire refrescó de súbito y los rendidos muchachos se abandonaron por fin al sueño en el duro suelo de El Dorado, con la sensación de tener la barriga llena de flores perfumadas.

El brebaje preparado por Walimaí tuvo la virtud mágica de conducirlos al reino de los mitos y del sueño colectivo, donde todos, dioses y humanos, podían compartir las mismas visiones. Así se ahorraron muchas palabras, muchas explicaciones. Soñaron que el Rahakanariwa estaba preso en una caja de madera sellada, desesperado, tratando de librarse con su pico formidable y sus terribles garras, mientras dioses y humanos, atados a los árboles, aguardaban su suerte. Soñaron con los nahab matándose unos a otros, todos con los rostros cubiertos por máscaras. Vieron al pájaro caníbal destruir la caja y salir dispuesto a devorar todo a su paso, pero entonces un águila blanca y un jaguar negro le salían al paso, desafiándolo en lucha mortal. No había resolución en ese duelo, como rara vez la hay en los sueños. Alexander Coid reconoció al Rahakanariwa, porque lo había visto antes en una pesadilla en que aparecía como un buitre, rompía una ventana de su casa y se llevaba a su madre en sus monstruosas garras.

Al despertar por la mañana no tuvieron que contar lo que habían visto, porque todos estuvieron presentes en el mismo sueño, hasta el pequeño Borobá. Cuando se reunió el consejo de los dioses para continuar con sus deliberaciones, no fue necesario pasar horas repitiendo las mismas ideas, como el día anterior. Sabían lo que debían hacer, cada uno conocía su papel en los acontecimientos que vendrían.

– Jaguar y Águila combatirán con el Rahakanariwa. Si vencen, ¿cuál será su recompensa? -logró formular una de las perezas, después de largas vacilaciones.

– Los tres huevos del nido -dijo Nadia sin vacilar.

– Y el agua de la salud -agregó Alex, pensando en su madre.

Espantado, Walimaí indicó a los chicos que habían violado la elemental norma de reciprocidad: no se puede recibir sin dar. Era la ley natural. Se habían atrevido a solicitar algo de los dioses sin ofrecer algo a cambio… La pregunta de la Bestia había sido meramente formal y lo correcto era responder que no deseaban recompensa alguna, lo hacían como un acto de reverencia hacia los dioses y compasión hacia los humanos. En efecto, las Bestias parecían desconcertadas y molestas ante las peticiones de los forasteros. Algunas se pusieron lentamente de pie, amenazantes, gruñendo y levantando sus brazos, gruesos como ramas de roble. Walimaí se tiró de bruces delante del consejo farfullando explicaciones y disculpas, pero no logró aplacar los ánimos. Temiendo que alguna de las Bestias decidiera fulminarlos con su fragancia corporal, Alex echó mano del único recurso de salvación que se le ocurrió: la flauta de su abuelo.

– Tengo un ofrecimiento para los dioses -dijo, temblando.

Las dulces notas del instrumento irrumpieron tentativamente en el aire caliente del tepui. Las Bestias, pilladas de sorpresa, tardaron unos minutos en reaccionar y cuando lo hicieron ya Alex había agarrado vuelo y se abandonaba al placer de crear música. Su flauta parecía haber adquirido los poderes sobrenaturales de Walimaí. Las notas se multiplicaban en el extraño teatro de la ciudad de oro, rebotaban transformadas en interminables arpegios, hacían vibrar las orquídeas entre las altas formaciones de cristal. Nunca el muchacho había tocado de esa manera, nunca se había sentido tan poderoso: podía amansar a las fieras con la magia de su flauta. Sentía como si estuviera conectado a un poderoso sintonizador, que acompañaba la melodía con toda una orquesta de cuerdas, vientos y percusión. Las Bestias, inmóviles al principio, comenzaron a oscilar como grandes árboles movidos por el viento; sus patas milenarias golpearon el suelo y el fértil hueco del tepui resonó como una gran campana. Entonces Nadia, en un impulso, saltó al centro del semicírculo del consejo, mientras Borobá, como si comprendiera que ése era un instante crucial, se mantuvo quieto a los pies de Alex.

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