– La única salvación es que venga esa mujer a vacunar a toda la gente de la neblina -argumentó Nadia. «De ese modo, aunque vengan los nahab o el Rahakanariwa sedientos de sangre, no podrán hacerles daño con enfermedades.»
– Pueden amenazarnos de otras maneras. Entonces iremos a la guerra -afirmó Tahama.
– La guerra contra los nahab es mala idea… -aventuró Nadia.
– El próximo jefe tendrá que decidir -concluyó Tahama. Walimaí se encargó de dirigir los ritos funerarios de Mokarita de acuerdo a las más antiguas tradiciones. A pesar del peligro de ser vistos desde el aire, los indios encendieron una gran fogata para cremar el cuerpo y durante horas se consumieron los restos del jefe, mientras los habitantes de la aldea lamentaban su partida. Walimaí preparó una poción mágica, la poderosa ayahuasca, para ayudar a los hombres de la tribu a ver el fondo de sus corazones. Los jóvenes forasteros fueron invitados porque debían cumplir una misión heroica más importante que sus vidas, para la cual no sólo necesitarían la ayuda de los dioses, también debían conocer sus propias fuerzas. Ellos no se atrevieron a negarse, aunque el sabor de aquella poción era asqueroso y debieron hacer un gran esfuerzo por tragarla y retenerla en el estómago. No sintieron los efectos hasta un buen rato más tarde, cuando de súbito el suelo se deshizo bajo sus pies y el cielo se llenó de figuras geométricas.al haber alcanzado la muerte, se sintieron impulsados a vertiginosa velocidad a través de innumerables cámaras de luz y de pronto las puertas del reino de los dioses totémicos se abrieron, conminándolos a entrar.
Alex sintió que se alargaban sus extremidades y un calor ardiente lo invadía por dentro. Se miró las manos y vio que eran dos patas terminadas en garras afiladas. Abrió la boca para llamar y un rugido temible brotó de su vientre. Se vio transformado en un felino grande, negro y lustroso: el magnífico jaguar macho que había visto en el patio de Mauro Carías. El animal no estaba en él, ni él en el animal, sino que los dos se fundían en un solo ser; ambos eran el muchacho y la fiera simultáneamente. Alex dio unos pasos estirándose, probando sus músculos, y comprendió que poseía la ligereza, la velocidad y la fuerza del jaguar. Corrió a grandes brincos de gato por el bosque, poseído de una energía sobrenatural. De un salto trepó a la rama de un árbol y desde allí observó el paisaje con sus ojos de oro, mientras movía lentamente su cola negra en el aire. Se supo poderoso, temido, solitario, invencible, el rey de la selva sudamericana. No había otro animal tan fiero como él.
Nadia se elevó al cielo y por unos instantes perdió el miedo a la altura, que la había agobiado siempre. Sus poderosas alas de águila hembra apenas se movían; el aire frío la sostenía y bastaba el más leve movimiento para cambiar el rumbo o la velocidad del viaje. Volaba a gran altura, tranquila, indiferente, desprendida, observando sin curiosidad la tierra muy abajo. Desde arriba veía la selva y las cumbres planas de los tepuis, muchos cubiertos de nubes como si estuvieran coronados de espuma; veía también la débil columna de humo de la hoguera donde ardían los restos del jefe Mokarita. Suspendida en el viento, el águila era tan invencible como el jaguar lo era en tierra: nada podía alcanzarla. La niña pájaro dio varias vueltas olímpicas sobrevolando el Ojo del Mundo, examinando desde arriba las vidas de los indios. Las plumas de su cabeza se erizaron como cientos de antenas, captando el calor del sol, la vastedad de viento, la dramática emoción de la altura. Supo que ella era la protectora de esos indios, la madre águila de la gente de la neblina. Voló sobre la aldea de Tapirawa-teri y la sombra de sus magníficas alas cubrieron como un manto los techos casi invisibles de las pequeñas viviendas ocultas en el bosque. Finalmente el gran pájaro se dirigió a la cima de un tepui, la montaña más alta, donde en su nido, expuesto a todos los vientos, brillaban tres huevos de cristal.
A la mañana del día siguiente, cuando los muchachos regresaron del mundo de los animales totémicos, cada uno contó su experiencia.
– ¿qué significan esos tres huevos? -preguntó Alex.
– No sé, pero son muy importantes. Esos huevos no son míos, Jaguar, pero tengo que conseguirlos para salvar a la gente de la neblina.
– No entiendo. ¿Qué tienen que ver esos huevos con los indios?
– Creo que tienen todo que ver… -replicó Nadia, tan confundida como él.
Cuando entibiaron las brasas de la pira funeraria, Iyomi, la esposa de Mokarita, separó los huesos calcinados, los molió con una piedra hasta convertirlos en polvo fino y los mezcló con agua y plátano para hacer una sopa. La calabaza con ese líquido gris pasó de mano en mano y todos, hasta los niños, bebieron un sorbo. Luego enterraron la calabaza y el nombre del jefe fue olvidado, para que nadie volviera a pronunciarlo jamás. La memoria del hombre, así como las partículas de su valor y su sabiduría que habían quedado en las cenizas, pasaron a sus descendientes y amigos. De ese modo, una parte suya permanecería siempre entre los vivos. A Nadia y Alex también les dieron a beber la sopa de huesos, como una forma de bautizo: ahora pertenecían a la tribu. Al llevársela a los labios, el muchacho recordó que había leído sobre una enfermedad causada por «comer el cerebro de los antepasados». Cerró los ojos y bebió con respeto.
Una vez concluida la ceremonia del funeral, Walimaí conminó a la tribu a elegir el nuevo jefe. De acuerdo a la tradición, sólo los hombres podían aspirar a esa posición, pero Walimaí explicó que esta vez se debía escoger con extrema prudencia, porque vivían tiempos muy extraños y se requería un jefe capaz de comprender los misterios de otros mundos, comunicarse con los dioses y mantener a raya al Rahakanariwa. Dijo que eran tiempos de seis lunas en el firmamento, tiempos en que los dioses se habían visto obligados a abandonar su morada. A la mención de los dioses los indios se llevaron las manos a la cabeza y comenzaron a balancearse hacia delante y hacia atrás, salmodiando algo que a los oídos de Nadia y Alex sonaba como una oración.
– Todos en Tapirawa-teri, incluso los niños, deben participar en la elección del nuevo jefe -instruyó Walimaí a la tribu.
El día entero estuvo la tribu proponiendo candidatos y negociando. Al atardecer Nadia y Alex se durmieron, agotados, hambrientos y aburridos. El muchacho americano había tratado en vano de explicar la forma de escoger mediante votos, como en una democracia, pero los indios no sabían contar y el concepto de una votación les resultó tan incomprensible como el de las vacunas. Ellos elegían por «visiones».
Los jóvenes fueron despertados por Walimaí bien entrada la noche, con la noticia de que la visión más fuerte había sido Iyomi, de modo que la viuda de Mokarita era ahora el jefe en Tapirawa-teri. Era la primera vez desde que podían recordar que una mujer ocupaba ese cargo. La primera orden que dio la anciana Iyomi cuando se colocó el sombrero de plumas amarillas, que por tantos años usara su marido, fue preparar comida. La orden fue acatada de inmediato, porque la gente de la neblina llevaba dos días sin comer más que un sorbo de sopa de huesos. Tahama y otros cazadores partieron con sus armas a la selva y unas horas más tarde regresaron con un oso hormiguero y un venado, que destazaron y asaron sobre las brasas. Entretanto las mujeres habían hecho pan de mandioca y cocido de plátano. Cuando todos los estómagos estuvieron saciados, Iyomi invitó a su pueblo a sentarse en un círculo y promulgó su segundo edicto.
– Voy a nombrar otros jefes. Un jefe para la guerra y la caza: Tahama. Un jefe para aplacar al Rahakanariwa: la niña color de miel llamada Águila. Un jefe para negociar con los nahab y sus pájaros de ruido y viento: el forastero llamado Jaguar. Un jefe para visitar a los dioses: Walimaí. Un jefe para los jefes: Iyomi.
De ese modo la sabia mujer distribuyó el poder y organizó a la gente de la neblina para enfrentar los tiempos terribles que se avecinaban. Y de ese modo Nadia y Alex se vieron investidos de una responsabilidad para la cual ninguno de los dos se sentía capacitado.