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Desde aquel día todos me respetaron. Hasta Zahn e alentaba, me andaba detrás para verme dar nuevas pruebas de fuerza. Debo decir que también sus discursos habituales sobre los Dinosaurios habían cambiado un poco, como sucede cuando uno se cansa de juzgar las cosas de la misma manera y la moda comienza a tomar otra dirección. Ahora, si querían criticar alguna cosa en el pueblo, habían adquirido la costumbre de decir que entre los Dinosaurios no hubieran sucedido ciertas cosas, que los Dinosaurios podían dar el ejemplo en muchos casos, que en el comportamiento de los Dinosaurios en esta o aquella situación (por ejemplo de la vida privada) no había nada que criticar. En una palabra, parecía asomar casi una admiración póstuma por esos Dinosaurios de los cuales nadie sabía nada preciso.

A mí una vez se me ocurrió decir: -No exageremos: ¿qué creéis que era un Dinosaurio, al fin y al cabo?

Me reconvinieron: -Calla, ¿tú qué sabes si nunca los viste?

Quizás era el momento justo de empezar a llamar al pan pan. -¡Sí que los ví -exclamé-, y si queréis os puedo explicar cómo eran!

No me creyeron: pensaban que quería tomarles el pelo. Para mí, esta nueva manera que tenían de hablar de los Dinosaurios era casi tan insoportable como la de antes. Porque -aparte del dolor que sentía por el cruel destino de mi especie- yo la vida de los Dinosaurios la conocía desde adentro, sabía cómo entre nosotros prevalecía una mentalidad limitada, llena de prejuicios, incapaz de ponerse a la altura de las situaciones nuevas. ¡Y ahora tenía que ver cómo éstos tomaban por modelo aquel mundo nuestro pequeño, tan retrógrado, tan -digámoslo- aburrido! ¡Tenía que soportar cómo me imponían ellos una suerte de sagrado respeto por mi especie, yo que nunca lo había sentido! Pero en el fondo era que justo que fuera así: estos Nuevos, ¿en qué se diferenciaban de los Dinosaurios de los buenos tiempos? Seguros en su pueblo, con los diques y las pesquerías, les había asomado también una jactancia, una presunción… ¡Me pasaba que sentía ante ellos la misma impaciencia que me había producido mi ambiente, y cuanto más los oía admirar a los Dinosaurios, más detestaba a los Dinosaurios y a ellos al mismo tiempo!

– Sabes, anoche soñé que iba a pasar un Dinosaurio delante de mi casa -me dijo Flor de Helecho-, un Dinosaurio magnífico, un príncipe o un rey de los Dinosaurios. Yo me ponía bonita, me ataba una cinta en la cabeza y me asomaba a la ventana. Trataba de atraer la atención del Dinosaurio, le hacía una reverencia, pero él ni siquiera se daba cuenta, no se dignaba echarme una mirada…

Este sueño me dio una nueva clave para comprender el estado de ánimo de Flor de Helecho con respecto a mí: la joven debía de haber confundido mi timidez con una desdeñosa soberbia. Ahora que lo pienso, comprendo que me hubiera bastado insistir un poco en aquella actitud, demostrar un altivo desapego, y la hubiera conquistado del todo. En cambio la revelación me conmovió tanto que me arrojé a sus pies con lágrimas en los ojos, diciendo: -No, no, Flor de Helecho, no es como tú crees, tú eres mejor que cualquier Dinosaurio, cien veces mejor, y yo me siento tan inferior a ti…

Flor de Helecho se puso rígida, dio un paso atrás.

– ¿Pero qué estás diciendo?

No era lo que ella esperaba; estaba desconcertada y encontraba la escena un poco desagradable. Yo me di cuenta demasiado tarde; me rehice en seguida, pero una atmósfera de incomodidad pesaba ahora entre nosotros.

No hubo tiempo de pensarlo, con todo lo que sucedió después. Mensajeros jadeantes llegaron a la aldea. -¡Vuelven los Dinosaurios!- Se había visto una manada de monstruos desconocidos corriendo furiosa por la llanura. Si seguían a aquel paso al alba del día siguiente atacarían la aldea. Se dio la señal de alarma.

Pueden imaginarse la tempestad de sentimientos que se desencadenó en mi pecho a la noticia: ¡mi especie no estaba extinguida, podía reunirme con mis hermanos, recomenzar la antigua vida! Pero el recuerdo de la antigua vida que me volvía a la mente era la serie interminable de derrotas, fugas, peligros; recomenzar significaba quizás tan sólo un temporario suplemento de aquella agonía, el retorno a una fase que me hacía la ilusión de haber cerrado ya. Ahora había alcanzado, aquí en la aldea, una especie de nueva tranquilidad y me pesaba perderla.

El ánimo de los Nuevos también estaba dividido entre sentimientos diferentes. Por un lado el pánico, por el otro el deseo de triunfar del viejo enemigo, por otro también la idea de que si los Dinasaurios habían sobrevivido y ahora avanzaban en busca de un desquite, era señal de que nadie podía detenerlos, y no estaba excluido que una victoria de ellos, aun que fuese despiadada, pudiera constituir un bien para todos. Los Nuevos querían, en una palabra, al mismo tiempo defenderse, huir, exterminar al enemigo, ser vencidos; y esta inseguridad se reflejaba en el desorden de sus preparativos de defensa.

– ¡Un momento! -gritó Zahn-. ¡Hay uno solo entre nosotros que está en condiciones de tomar el mando! ¡El más fuerte de todos, el Feo!

– ¡Es cierto! ¡El Feo es el que debe mandarnos! -dijeron en corro todos los otros-. ¡Sí, sí, el mando al Feo! -y se ponían a mis órdenes.

– Pero no, cómo queréis que yo, un extranjero, no estoy a la altura… -me defendía yo. No hubo modo de convencerlos.

¿Qué debía hacer? Aquella noche no pude cerrar los ojos. La voz de la sangre me obligaba a desertar y a reunirme con mis hermanos; la lealtad hacia los Nuevos que me habían acogido y brindado hospitalidad y confiado en mí quería, en cambio, que me considerase de parte de ellos; además sabía bien que ni los Dinosaurios ni los Nuevos merecían que se moviera un dedo por ellos. Si los Dinosaurios trataban de restablecer su dominio con invasiones y matanzas, era señal de que no habían aprendido nada con la experiencia, que habían sobrevivido sólo por error. Y los Nuevos era evidente que dándome a mí el mando habían encontrado la solución más cómoda: descargar todas las responsabilidades en un extranjero que podía ser tanto el salvador como, en caso de derrota, un chivo expiatorio que se entrega al enemigo para calmarlo, o bien un traidor que puesto en manos del enemigo realizara el sueño inconfesable de los Nuevos, de ser dominados por los Dinosaurios. En una palabra, no quería saber nada ni de unos ni de otros; ¡que se degollasen entre ellos!; me importaba un rábano de todos. Tenía que escapar cuanto antes, dejarlos que se cocinaran en su salsa, no tener nada más que ver con esas viejas historias.

Esa misma noche, escurriéndome en la oscuridad, dejé la aldea. El primer impulso era alejarme lo más posible del campo de batalla, regresar a mis refugios secretos; pero la curiosidad fue más fuerte: volver a ver a mis semejantes, saber quién vencería. Me escondí en lo alto de unas rocas que dominaban el embalse del río, y esperé el alba.

Con la luz, aparecieron figuras en el horizonte. Avanzaban a la carga. Antes de distinguirlos bien, ya podía excluir que los Dinosaurios hubieran corrido con tan poca gracia. Cuando los reconocí no sabía si reír o avergonzarme. Rinocerontes, una manada, de los primeros, grandes y bastos y torpes, cubiertos de protuberancias de materia córnea, pero en esencia inofensivos, dedicados a comer hierba: ¡con eso habían confundido a los antiguos Reyes de la Tierra!

La manada de rinocerontes galopó con ruido de trueno, se detuvo a lamer unas matas, reanudó la carrera hacia el horizonte sin percatarse siquiera de los destacamentos de pescadores.

Volví corriendo a la aldea. -¡No se han dado cuenta de nada! ¡No eran Dinosaurios! -anuncié-. ¡Rinocerontes, eso es lo que eran! ¡Ya se fueron! ¡No hay más peligro! -Y añadí, para justificar mi deserción nocturna-: ¡Yo había salido a explorar! ¡A espiar y contaros!

– Quizá no nos hayamos dado cuenta de que no eran Dinosaurios -dijo con calma Zahn-, pero nos hemos dado cuenta de que no eres un héroe -y me volvió la espalda.

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