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Así, la vista, nuestra vista, que oscuramente esperábamos, fue la vista que los otros tuvieron de nosotros. De cualquier manera, la gran revolución se había producido: de pronto en torno a nosotros se abrieron ojos y córneas, iris y pupilas: ojos túmidos y descoloridos de pulpos y sepias, ojos atónitos y gelatinosos de dorados y salmonetes, ojos protuberantes y pedunculados de camarones y langostas, ojos salientes y facetados de moscas y de hormigas. Una foca avanza negra y brillante guiñando sus ojos pequeños como cabezas de alfiler. Un caracol proyecta las bolas de los ojos en la punta de largas antenas. Los ojos inexpresivos de una gaviota escrutan la superficie del agua. Del otro lado de una máscara de vidrio los ojos fruncidos de un pescador submarino exploran el fondo. Detrás de un largavista los ojos de un capitán de altura y detrás de gafas negras negras los ojos de una bañista convergen sus miradas en mi concha, después las cruzan entre sí, olvidándome. Enmarcados por lentes de présbita siento sobre mí los ojos présbitas de un zoólogo que trata de encuadrarme en el ojo de una Rolleiflex. En ese momento un cardumen de menudísimas anchoas recién nacidas pasa delante de mí, tan pequeñas que en cada pececito blanco parece que sólo hubiera lugar para el puntito negro del ojo, y es un polvillo de ojos que atraviesa el mar.

Todos esos ojos eran los míos. Los había hecho posibles yo; yo había tenido la parte activa; yo les proporcionaba la materia prima, la imagen. Con los ojos había venido todo lo demás; por lo tanto, todo lo que los otros, teniendo los ojos habían llegado a ser, en todas sus formas y funciones, y la cantidad de cosas que teniendo los ojos habían logrado hacer en todas sus formas y funciones, salía de lo que había hecho yo. No por nada estaban implícitas en mi estar allí, en mi tener relaciones con los otros y con las otras, etcétera, en mi ponerme a hacer la concha, etcétera. En una palabra, había previsto realmente todo.

Y en el fondo de cada uno de esos ojos habitaba yo, es decir, habitaba otro yo, una de las imágenes de mí mismo, y se encontraba con la imagen de ella, la más fiel imagen de ella, en el ultramundo que se abre atravesando la esfera semilíquida del iris, la oscuridad de las pupilas, el palacio de espejos de la retina, en nuestro verdadero elemento que se extiende sin orillas ni confines.

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