Todavía no les he dicho todo sobre las operaciones en que mi primo se destacaba. Aquel trabajo de exprimir leche lunar de las escamas era para él una especie de juego; en lugar de la cuchara a veces le bastaba meter debajo de las escamas la mano desnuda o sólo un dedo. No procedía con orden sino en puntos aislados, yendo de uno a otro a saltos, como si quisiera hacer bromas a la Luna, darle sorpresas o directamente hacerle cosquillas. Y donde él metía la mano saltaba el chorro de leche como de las ubres de una cabra. Tanto que nos bastaba irle detrás y recoger con las cucharas la sustancia que aquí y allá hacía rezumar, pero siempre como por casualidad, porque los itinerarios del sordo no parecían responder a ningún propósito práctico definido. Había puntos, por ejemplo, que tocaba solamente por el gusto de tocarlos: intersticios entre escama y escama, pliegues desnudos y tiernos de la pulpa lunar. A veces mi primo apretaba, no con los dedos de la mano, sino -en un impulso bien calculado de sus saltos- con el dedo gordo del pie (subía a la Luna descalzo) y parecía que aquello fuera para él el colmo de la diversión, a juzgar por el gañido que emitía su úvula, y los nuevos saltos que seguían.
El suelo de la Luna no era uniformemente escamoso, sino que mostraba zonas desnudas irregulares de una resbalosa arcilla pálida. Al sordo esos espacios suaves le daban antojos de cabriolas o de vuelos casi de pájaro, como si quisiera incrustarse en la pasta lunar con toda su persona. Como se iba alejando, en cierto momento lo perdíamos de vista. En la Luna se extendían regiones que nunca habíamos tenido motivo o curiosidad de explorar, y allí desaparecía mi primo; y a mí se me había ocurrido que todas aquellas cabriolas y pellizcos en que se desahogaba delante de nuestros ojos sólo eran una preparación, un preludio a algo secreto que debía desarrollarse en las zonas ocultas.
Un humor especial era el nuestro, en aquellas noches de los Escollos de Zinc, alegre pero un poco expectante, como si dentro del cráneo sintiéramos, en lugar del cerebro, un pez que flotara atraído por la Luna. Y así navegábamos haciendo música y cantando. La mujer del capitán tocaba el arpa; tenía brazos larguísimos, plateados aquellas noches como anguilas, y axilas oscuras y misteriosas como erizos marinos; y el sonido del arpa era tan dulce y agudo, tan dulce y agudo, que casi no se podía sopobar, y teníamos que lanzar grandes gritos, no tanto para acompañar la música como para protegernos el oído.
Medusas transparentes afloraban a la superficie marina, vibraban un poco, echaban a volar hacia la Luna ondulando. La pequeña Xlthlx se divertía atrapándolas en el aire, pero no era fácil. Una vez, al tender los bracitos para agarrar una, dio un pequeño salto y se encontró también suspendida. Como era flaquita le faltaban algunas onzas para que la gravedad la devolviera a la Tierra venciendo la atracción lunar, así que volaba entre las medusas colgando sobre el mar. De pronto se asustó, se echó a llorar, después se rió y se puso a jugar atrapando al vuelo crustáceos y pececitos, llevándose algunos a la boca y mordisqueándolos. Nosotros navegábamos siguiéndola; la Luna corría por su elipse arrastrando aquel enjambre de fauna marina por el cielo, y una cola de algas ensortijadas, y la niña suspendida en el medio. Tenía dos trencitas delgadas, Xlthlx, que parecían volar por su cuenta, tendidas hacia la Luna; pero entre tanto pataleaba, daba puntapiés al aire como si quisiera combatir aquel influjo, y los calcetines -había perdido las sandalias en el vuelo- se le escurrían de los pies y colgaban atraídos por la fuerza terrestre. Nosotros subidos a la escalera tratábamos de agarrarlos.
Aquello de ponerse a comer los animalitos suspendidos había sido una buena idea; cuanto más aumentaba el peso de Xlthlx, más bajaba hacia la Tierra; además, como entre aquellos cuerpos suspendidos el suyo era el de mayor masa, moluscos y algas y plancton empezaron a gravitar sobre ella y en seguida la niña quedó cubierta de minúsculas cáscaras silíceas, caparazones quitinosos, carapachos y filamentos de hierbas marinas. Y cuanto más se perdía en esa maraña, más iba librándose del influjo lunar, hasta que rozó la superficie del agua y se zambulló.
Remamos rápido para recogerla y socorrerla; su cuerpo estaba imantado y tuvimos que esmerarnos para quitarle todo lo que se le había incrustado. Corales tiernos le envolvían la cabeza, y del pelo, cada vez que pasaba el peine, llovían anchoas y camarones; los ojos estaban tapados por caparazones de lapas que se pegaban a los párpados con sus ventosas; tentáculos de sepias se enroscaban alrededor de los brazos y el cuello; la chaquetita parecía entretejida sólo de algas y de esponjas. Le quitamos lo más gordo; y durante semanas ella siguió despegándose mejillones y conchillas, pero la piel marcada por menudísimas diatomeas, eso le quedó para siempre, bajo la apariencia -para quien no lo observaba bien- de un sutil polvillo de lunares.
Así de disputado era el intersticio entre Tierra y Luna por los dos influjos que se equilibraban. Diré más: un cuerpo que bajaba a Tierra desde el satélite permanecía por algún tiempo cargado de fuerza lunar y se negaba a la atracción de nuestro mundo. Incluso yo, a pesar de ser alto y gordo, cada vez que había estado allá tardaba en acostumbrarme de nuevo al arriba y al abajo terrestres, y los amigos tenían que atraparme por los brazos y retenerme a la fuerza, colgados en racimo de la barca oscilante mientras yo, cabeza abajo, seguía estirando las piernas hacia el cielo.
– ¡Agárrate! ¡Agárrate fuerte a nosotros!'-me gritaban, y yo en aquel braceo a veces terrninaba por aferrar un pecho de la señora Vhd Vhd, que los tenía redondos y macizos, y el contacto era bueno y seguro; ejercía una atracción igual o más fuerte que la de la Luna, sobre todo si en mi bajada de cabeza conseguía con el otro brazo ceñirle las caderas; y así pasaba de nuevo a este mundo y caía de golpe en el fondo de la barca, y el capitán Vhd Vhd para reanimarme me arrojaba encima un cubo de agua.
Así empezó la historia de mi enamoramiento de la mujer del capitán, y de mis sufrimientos. Porque no tardé en notar a quién se dirigían las miradas más tercas de la señora: cuando las manos de mi primo se posaban seguras en el satélite, yo le clavaba la vista y en su mirada leía los pensamientos que aquella confianza entre el sordo y la Luna le iba suscitando, y cuando él desaparecía en sus misteriosas exploraciones lunares veía que se inquietaba, estaba como sobre ascuas y entonces todo me resultaba claro: cómo la señora Vhd Vhd se iba poniendo celosa de la Luna y yo celoso de mi primo. Tenía ojos de diamante la señora Vhd Vhd, llameaban cuando miraba la Luna, casi en desafío, como si dijera: "¡No lo conseguirás!" Y yo me sentía excluido.
De todo esto el que menos se daba por enterado era el sordo. Cuando le ayudábamos a bajar tirándole -como ya les he explicado- de las piernas, la señora Vhd Vhd perdía todo recato prodigándose, echándole encima el peso de su persona, envolviéndolo en sus largos brazos plateados; yo sentía una punzada en el corazón (las veces que yo me agarraba a ella, su cuerpo era dócil y amable, pero no se echaba hacia adelante como con mi primo), mien tras él parecía indiferente, perdido todavía en su arrobamiento lunar.
Yo miraba al capitán, preguntándome si también él notaba el comportamiento de su mujer; pero ninguna expresión pasaba jamás por aquella cara roja de salitre, surcada de arrugas embreadas. Como el sordo era siempre el último en despegarse de la Luna, su descenso era la señal de partida para las barcas. Entonces, con un gesto insólitamente amable, Vhd Vhd recogía el arpa del fondo de la barca y la tendía a su mujer. Ella estaba obligada a tomarla y a sacar algunas notas. Nada podía separarla más del sordo que el sonido del arpa. Yo empezaba a entonar aquella canción melancólica que dice: "Flotan flotan los peces lucientes y los oscuros se van al fondo…" y todos, menos mi primo, me hacían coro.