– ¡Estás loca! ¡No se puede volver atrás!
– Yo sí.
– ¿Y qué vas a hacer, sola con un viejo pez?
– Casarme con él. Volverme pez con él. Y echar al mundo otros peces. Adiós.
Y gateando como solía, subió hasta la cima de una alta hoja de helecho, la inclinó hacia la laguna y se dejó caer, zambulléndose. Reapareció, pero no estaba sola: la robusta cola falcada del tío abuelo N'ba N'ga afloró junto a la suya y juntos hendieron el agua.
Fue un duro revés para mí. Pero al fin, ¿qué hacerle? Seguí mi camino en medio de las transformaciones del mundo, también yo transformándome. Cada tanto, entre las muchas formas de los seres vivientes encontraba alguno que "era alguien" en mayor medida que yo: uno que anunciaba el futuro, ornitorrinco que amamanta al pichón salido del huevo, jirafa desvaída en medio de la vegetación todavía baja; o que testimoniaba un pasado sin retorno, dinosaurio superviviente después de comenzado el Cenozoico, o bien -cocodrilo- un pasado que había encontrado la manera de mantenerse inmóvil a través de los siglos. Todos tenían algo, lo sé, que los hacía de algún modo superiores a mí, sublimes, y que hacía de mí, por comparación, un mediocre. Y sin embargo no me hubiera cambiado por ninguno de ellos.
Cuánto apostamos
La lógica de la cibernética, aplicada a la historia del universo, está en camino de demostrar que las Galaxias, el Sistema Solar, la Tierra, la vida celular no podían dejar de nacer. Según la cibernética, el universo se forma a través de una serie de "retroacciones" positivas y negativus, en primer lugar por la fuerza de gravedad que concentra masas de hidrógeno en la nube primitiva, después por la fuerza nuclear y la fuerza centrífuga que se equilibran con la primera. A partir del momento en que el proceso se pone en movimiento, éste no puede sino seguir la lógica de esas "retroacciones" en cadena.
Sí, pero al principio no se sabía -precisó Qfwfq-, es decir, uno podía incluso predecirlo, pero así, un poco por olfato, adivinando. Yo, no es por alabarme, desde el principio aposté a que habría universo, y acerté, y también sobre cómo sería le gané varias apuestas al Decano (k)yK.
Cuando empezamos a apostar no había todavía nada que pudiese hacer prever nada, salvo un poco de partículas que giraban, electrones por aquí y por allá como venían, y protones subiendo y bajando cada uno por su cuenta. No sé qué siento, como si estuviera por cambiar el tiempo (en efecto, había empezado a refrescar) y digo: -¿Apostamos a que hoy se vienen los átomos?
Y el Decano (k)yK: -¡Pero, por favor, átomos! Yo apuesto a que no, todo lo que quieras.
Y yo: -¿Apostarías también equis?
Y el Decano: -¡Equis elevado a ene!
No había terminado de decirlo y ya alrededor de cada protón había empezado a girar su electrón, zumbando. Una enorme nube de hidrógeno se estaba condensando en el espacio. -¿Has visto? ¡Lleno de átomos!
– ¡Atomos de esos, bah, buena porquería! -decía (k)yK, porque tenía la mala costumbre de andar con vueltas en vez de reconocer que había perdido la apuesta.
Hacíamos siempre apuestas, el Decano y yo, porque no había otra cosa que hacer y también porque la única prueba de que yo existiese era el hecho de que apostaba con él, y la única prueba de que existiese él era el hecho de que apostaba conmigo. Apostábamos sobre los acontecinuentos que se producirían o no se producirían; la elección era prácticamente ilimitada, pues hasta ese momento no se había producido absolutamente nada. Pero como no había siquiera modo de imaginarse cómo podría ser un acontecimiento, lo designábamos de una manera convencional: acontecimiento A, acontecintiento B, acontecimiento C, etcétera, cosa de distinguirlos. Es decir, como entonces no existían alfabetos u otras series de signos convencionales, primero apostábamos sobre cómo podría ser una serie de signos y después acoplábamos esos posibles signos a posibles acontecimientos, de manera de designar con suficiente precisión cosas de las cuales no sabíamos lo que se dice nada.
Incluso la postura en las apuestas no se sabía qué era porque no había nada que pudiera hacer de postura y, por lo tanto, jugábamos de palabra, teniendo en cuenta las apuestas ganadas por cada uno, para hacer después la suma. Todas operaciones muy difíciles, porque entonces no existían números y ni siquiera teníamos el concepto de número para empezar a contar, ya que no se conseguía separar nada de nada.
Esta situación empezó a cambiar cuando en las Protogalaxias se fueron condensando las Protoestrellas, y yo comprendí en seguida cómo terminaría aquéllo, con la temperatura que aumentaba, y dije: -Ahora se encienden.
– ¡Pamplinas! -dijo el Decano.
– ¿Apostamos? -digo yo.
– Lo que quieras -contesta él y, ¡paf!, la oscuridad se abrió por obra de muchos globos incandescentes que se dilataban.
– Eh, pero encenderse no quiere decir eso… -empezaba (k)yK, con su acostumbrado sistema de desviar la cuestión a las palabras.
Yo entonces tenía el mío, me refiero al sistema, para hacerlo callar: -¿Ah, sí? ¿Y entonces qué quiere decir, para ti?
Se quedaba callado: como era pobre de imaginación, apenas una palabra empezaba a tener un significado, no se le ocurría que pudiera tener otro.
El Decano (k)yK, cuando uno estaba con él un rato, resultaba un tipo bastante aburrido, sin recursos, nunca tenía nada que contar. Tampoco yo, por lo demás, hubiera podido contar mucho, porque hechos dignos de ser contados no habían sucedido, o por lo menos así nos parecía. Lo único era enunciar hipótesis, más aún, enunciar hipótesis sobre la posibilidad de enunciar hipótesis. Pero en esto de enunciar hipótesis de hipótesis yo tenía más imaginación que el Decano, y eso era al mismo tiempo una ventaja y una desventaja, porque me llevaba a hacer apuestas más arriesgadas, así que puede decirse que las probabilidades de ganar eran iguales.
En general yo apuntaba a la posibilidad de que un acontecimiento dado sucediera, mientras que el Decano apostaba casi siempre en contra. Tenía un sentido estático de la realidad, (k)yK, si puedo expresarme de esta manera, dado que entre estático y dinámico no había entonces la diferencia que hay ahora, o por lo menos había que estar atentos para pescar esa diferencia.
Por ejemplo, las estrellas se agrandaban, y yo: -¿Cuánto? -digo. Trataba de hacer el pronóstico en números porque así él tenía menos motivos de discusión.
En aquel tiempo números había sólo dos: el número e y el pi griego. El Decano hace un cálculo apresurado y responde: -Aumenta e elevado a te.
¡Buen zorro! Hasta allí llegaban todos. Pero las cosas no eran tan sencillas, yo me había dado cuenta.
– Te apuesto a que se detiene en cierto momento.
– Apostemos. ¿Y cuándo tendría que detenerse?
Y yo, o le acierto o todo se va al diablo, le disparo mi pi griega. Le acerté. El Decano se quedó de una pieza.
Desde aquel momento empezamos a apostar a base de e y de pi griega.
– ¡Pi griega! -gritaba el Decano, en medio de la oscuridad sembrada de resplandores. En cambio esa vez era e.
Lo hacíamos para divertirnos, desde luego, porque como ganancia no había ninguna. Cuando empezaron a formarse los elementos, nos pusimos a calcular las posturas en átomos de los elementos más raros y ahí cometí un error. Había visto que el más raro de todos era el tecnecio, y empecé a apostar tecnecio, y a ganar y a cobrar: acumulé un capital de tecnecio. No había previsto que era un elemento inestable y se iba todo en radiaciones: terminé teniendo que empezar de nuevo desde cero.
Es cierto que también yo erraba algunos golpes, pero después volvía a sacar ventaja y podía permitirme algún pronóstico arriesgado.
– ¡Ahora aparece un isótopo de bismuto! -me apresuraba a decir, mirando los elementos apenas nacidos que salían crepitando del recalentamiento de una estrella "supernova"-. ¡Te apuesto!