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Juegos sin fin

Si las galaxias se alejan, el enrarecimiento del universo es compensado por la formación de nuevas galaxias compuestas de materia que se crea ex novo. Para mantener estable la densidad media del universo, basta que se forme un átomo de hidrógeno cada 250 millones de años por cada 40 centímetros cúbicos de espacio en expansión. (Esta teoría, llamada del "estado estacionario", ha sido contrapuesta a la otra hipótesis de que el universo fue originado, en un momento preciso, por una gigantesca explosión.)

Yo era un chico y ya me había dado cuenta -contó Qfwfq-. Los átomos de hidrógeno los conocía uno por uno, y cuando aparecía uno nuevo lo sabía. En los tiempos de mi infancia para divertirnos sólo había en todo el universo átomos de hidrógeno, y no hacíamos más que jugar con ellos, yo y otro chico de mi edad que se llamaba Pfwfp.

¿Cómo era el juego? Es fácil de explicar. Como el espacio es curvo, a lo largo de su curva hacíamos correr los átomos como bolitas, y el que mandaba más lejos su átomo ganaba. Al dar el golpe al átomo había que calcular bien los efectos, las trayectorias, saber aprovechar los campos magnéticos y los campos de gravitación, si no la pelotita salía fuera de la pista y quedaba eliminada de la competición.

Las reglas eran las habituales: con un átomo podías tocar otro átomo tuyo y adelantarlo, o bien sacar del medio un átomo contrario. Naturalmente, se trataba de no dar golpes demasiado fuertes porque del choque de dos átomos de hidrógeno, ¡tic!, se podía formar uno de deuterio, o directamente de helio, y eran átomos perdidos para la partida; no sólo eso, sino que si uno de los dos era de tu adversario, tenías que pagárselo.

Ya se sabe cómo es la curvatura del espacio: una pelotita gira gira y en cierto momento se va por el declive y se aleja y no la atrapas más. Por eso, a lo largo del juego, el número de átomos rivales disminuía continuamente y el primero de los dos que se quedaba sin ellos había perdido la partida.

Y entonces, justo en el memento decisivo, empiezan a aparecer átomos nuevos. Entre el átomo nuevo y el usado hay como es sabido una buena diferencia: los nuevos eran lustrosos, claros, frescos, húmedos como de rocío. Establecimos reglas nuevas: que uno de los nuevos valía por tres de los viejos; que los nuevos, apenas se formaban, debían repartirse entre los dos por partes iguales.

Así nuestro juego no terntinaba nunca, y ni siquiera nos aburríamos porque cada vez que nos encontrábamos con átomos nuevos nos parecía que también el juego era nuevo y que aquélla era nuestra primera partida.

Después, con el andar del tiempo, dale que dale, el juego fue perdiendo interés. Atomos nuevos ya no se veían; los átomos perdidos no se sustituían, nuestros tiros eran cada vez más débiles, vacilantes, por temor de perder las pocas piezas que quedaban en juego, en aquel espacio liso y pelado.

Hasta Pfwfp había cambiado: se distraía, daba vueltas, no estaba cuando le tocaba tirar, yo lo llamaba y él no respondía, reaparecía media hora después.

– Dale, te toca a ti, ¿qué haces, no juegas más?

– Sí que juego, no fastidies, ya tiro.

– Bueno, si te vas por tu lado, suspendemos la partida.

– Uf, tantas historias porque pierdes.

Era cierto: me había quedado sin átomos, mientras que Pfwfp, quién sabe cómo, tenía siempre uno de reserva. Si no aparecían nuevos átomos para repartirlos, no había para mí esperanzas de compensar la desventaja.

Apenas Pfwfp se alejó de nuevo, lo seguí de puntillas. Mientras yo estaba presente parecía vagabundear distraído, silboteando; pero una vez fuera de mi radio se ponía a trotar en el espacio con paso decidido, como el que tiene bien pensado su plan. Y cuál era su plan -su trampa, como verán-, no tardé en descubrirlo: Pfwfp conocía todos los lugares donde se formaban átomos nuevos y cada tanto daba una vuelta y los recogía en el sitio mismo, apenas prontos, y los escondía. ¡Por eso átomos para tirar no le faltaban nunca!

Pero antes de meterlos en el juego, como tramposo impenitente que era, se dedicaba a disfrazarlos de átomos viejos, restregaba un poco la película de electrones hasta dejarla desgastada y opaca para hacerme creer que era un átomo suyo de antes, encontrado por casualidad en un bolsillo.

Esto no era todo: hice un rápido cálculo de los átomos jugados y me di cuenta de que eran sólo una pequeña parte de los que robaba y escondía. ¿Estaba preparando una reserva de hidrógeno? ¿Para qué? ¿Qué se le había metido en la cabeza? Tuve una sospecha: Pfwfp quería construirse un universo por su cuenta, nuevo, flamante.

Desde aquel momento no descansé: tenía que pagarle con creces. Hubiera podido imitarlo: ¡ahora que conocía los lugares, llegar allí con unos minutos de anticipación y apoderarme de los átomos recién nacidos, antes de que él les echase mano! Pero hubiera sido demasiado sencillo. Quería hacerlo caer en una trampa digna de su perfidia. Como primera medida, me puse a fabricar átomos falsos: mientras él se dedicaba a sus alevosas incursiones, yo en un escondrijo secreto, pesaba, dosificaba y aglutinaba todo el material de que disponía. En realidad ese material era bien poco: radiaciones fotoeléctricas, limaduras de campos magnéticos, algunos neutrones perdidos en el camino; pero a fuerza de apelotonar y humedecer con saliva conseguía mantener todo pegado. En una palabra, preparé ciertos corpúsculos que si se los observaba atentamente se veía que no eran para nada de hidrógeno ni de otro elemento nombrable, pero al que pasase de prisa como Pfwfp para atraparlos y metérselos en el bolsillo con movimientos furtivos, podían parecerle hidrógeno auténtico y nuevo.

Así, mientras él no sospechaba nada todavía, lo precedí en su vuelta. Los lugares me los había metido bien en la cabeza.

El espacio es curvo en todas partes, pero en algunos puntos más que en otros: especies de bolsas o estrechamientos o nichos donde el vacío se abarquilla. En esos nichos es donde, con un leve tintineo, cada doscientos cincuenta millones de años se forma, como perla entre las valvas de la ostra, un luciente átomo de hidrógeno. Yo pasaba, me embolsaba el átomo, y en su lugar depositaba el falso. Pfwfp no se daba cuenta de nada: rapaz, ávido, se llenaba los bolsillos de aquella basura, mientras yo acumulaba cuantos tesoros el universo iba incubando en su seno.

Los resultados de nuestras partidas cambiaron: yo tenía siempre átomos nuevos para poner en circulación, mientras que los de Pfwfp pifiaban. Tres veces trató de tirar y tres veces el átomo se desmenuzó como machacado en el espacio. Ahora Pfwfp buscaba cualquier excusa para anular la partida.

– Dale -lo apremiaba yo-, si no tiras, la parada es mía.

Y él: -Así no vale, cuando un átomo se estropea se anula la partida, se empieza desde el principio-. Era un regla inventada por él en aquel momento.

Yo no le daba respiro, le bailaba alrededor, pegaba saltos de carnero y cantaba:

Tiratiratiratira

si no tiras te retiras

cuantos tiros tú no tires

otros tantos tiraré.

– Basta -dijo Pfwfp-, cambiemos de juego.

– ¡De acuerdo! -dije yo-. ¿Por qué no jugamos a remontar las galaxias?

– ¿Las galaxias?

– De improviso Pfwfp se iluminó de contento-. ¡De acuerdo! ¡Pero tú… tú no tienes una galaxia!

– ¡Sí que la tengo!

– ¡Yo también!

– ¡Dale! ¡A ver quién la remonta más alto!

Y todos los átomos nuevos que tenía escondidos los lancé al espacio. Primero parecía que se dispersaban, después se adensaron en una nube ligera, y la nube se agrandó, y en su interior se formaron condensaciones incandescentes, y giraban, giraban y en cierto momento se convirtieron en una espiral de constelaciones nunca vista que se cernía abriéndose en surtidor y huía, huía y yo la sujetaba por la cola sonriendo. Pero ahora ya no era yo el que remontaba la galaxia, la galaxia era la que me remontaba a mí, colgado de su cola, es decir, ya no había ni arriba ni abajo sino sólo espacio que se dilataba y la galaxia en el medio se dilataba también, y yo colgado haciendo muecas a Pfwfp distante ya millares de años-luz.

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