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La espiral

Para la mayoría de los moluscos, la forma orgánica no tiene mucha importancia en la vida de los miembros de una especie, dado que no pueden verse uno al otro o tienen sólo una vaga percepción de los demás individuos y del ambiente. Ello no excluye que estriados de colores vivos y formas que encuentra bellísimas nuestra mirada (como en muchas conchillas de gasterópodos) existan independientemente de toda relación con la visibilidad.

I

¿Como yo, cuando estaba pegado a aquel escollo, quieren decir preguntó Qfwfq-, con las olas que subían y bajaban, y yo quieto, chato chato, chupando lo que había para chupar y pensar en eso todo el tiempo? Si quieren saber de entonces, poco puedo decirles. Forma no tenía, es decir, no sabía que la tuviera, o sea no sabía que se pudiera tener. Crecía un poco por todas partes, como a mano viene; si a esto le llaman simetría radiada, quiere decir que tenía simetría radiada, pero en realidad nunca me fijé. ¿Por qué hubiera debido crecer más de un lado que de otro? No tenía ni ojos ni cabeza ni ninguna parte del cuerpo que fuera diferente de cualquier otra parte; ahora quieren convencerme de que de los dos agujeros que poseía uno era la boca y el otro el ano, y que por lo tanto ya entonces tenía simetría bilateral ni más ni menos que los trilobites y todos ustedes, pero en el recuerdo yo esos agujeros no los distingo para nada, hacía pasar las cosas por donde me daba la gana, adentro y afuera era lo mismo, las diferencias y los ascos vinieron mucho tiempo después. Cada tanto me daban antojos, eso sí; por ejemplo, de rascarme la axila, o de cruzar las piernas, una vez incluso de dejarme crecer los bigotes en cepillo. Uso estas palabras aquí con ustedes, para explicarme: en ese entonces tantos detalles no podía preverlos: tenía células, poco más o menos iguales entre sí, y que hacían siempre el mismo trabajo, tira y afloja. Pero como no tenía forma, sentía dentro de mí todas las formas posibles y todos los gestos y las posibilidades de hacer ruidos, incluso inconvenientes. En una palabra, no había límites para mis pensamientos, que además no eran pensamientos porque no tenía un cerebro en que pensarlos, y cada célula pensaba por su cuenta todo lo pensable de una vez, no a través de imágenes, que no teníamos a nuestra disposición de ninguna clase, sino sencillamente de esa manera indeterminada de sentirse allí que no excluía ninguna manera de sentirse allí de otra manera.

Era una condición rica y libre y satisfecha la mía de entonces, todo lo contrario de lo que ustedes pueden pensar. Era soltero (el sistema de reproducción de entonces no exigía acoplamientos, ni siquiera provisionales), sano, sin demasiadas pretensiones. Cuando uno es joven tiene por delante la evolución entera con todos los caminos abiertos, y al mismo tiempo puede disfrutar del hecho de estar ahí en el escollo, pulpa de molusco chata y húmeda y feliz. Si se compara con las limitaciones aparecidas después, si se piensa en las otras formas que obliga a excluir el tener una forma, en la rutina sin imprevistos en la cual en cierto momento uno termina por sentirse encajonado, bueno, puedo decir que la de entonces era una buena vida.

Indudablemente vivía un poco concentrado en mí mismo, eso es verdad, no se puede comparar con la vida de relación que se hace hoy; y admito también que he sido -un poco por la edad, un poco por influencia del ambiente- lo que se dice ligeramente narcisista; en una palabra, estaba allí observándome todo el tiempo, veía en mí todos los méritos y todos los defectos, y me complacía tanto en unos como en otros; términos de comparación no había, téngase en cuenta esto también.

Pero no era tan atrasado como para no saber que además de mí existían otras cosas: el escollo al que estaba adherido, desde luego, y también el agua que me llegaba con cada ola, pero también otras cosas más allá, es decir, el mundo. El agua era un medio de información atendible y preciso: me traía sustancias comestibles que yo absorbía a través de toda mi superficie, y otras incomibles pero por las cuales me hacía una idea de lo que había alrededor. El sistema era éste: llegaba una ola, y yo, que estaba pegado al escollo, me levantaba un poquitito, pero algo imperceptible, me bastaba aflojar un poco la presión y, slaff, el agua me pasaba por debajo llena de sustancias y sensaciones y estímulos. Estos estímulos nunca sabías qué giro tomaban, a veces unas cosquillas de reventar de risa, otras veces un estremecimiento, un ardor, una picazón, de manera que era una continua alternariva de diversión y de emociones. Pero no crean que estaba allí pasivo, aceptando con la boca abierta todo lo que venía: desde hacía un tiempo me había formado mi experiencia y era rápido para analizar qué clase de cosa me estaba sucediendo y decidir cómo debía comportarme, para aprovechar del mejor modo o para evitar las consecuencias más desagradables. Todo estaba en el juego de contracciones con cada una de las células que tenía, o en relajarme en el momento justo; y podía hacer mi selección, rechazar, atraer e incluso escupir.

Así supe que había los otros, el elemento que me circundaba estaba repleto de huellas de ellos, otros hostilmente distintos de mí o si no desagradablemente semejantes. No, ahora les estoy dando de mí la idea de un carácter arisco, y no es cierto; desde luego, cada uno continuaba ocupándose de sus cosas, pero la presencia de los otros me tranquilizaba, describía en torno a mí un espacio habitado, me liberaba de la sospecha de constituir una excepción alarmante, por el hecho de que sólo a mí me tocara existir, como un exilio.

Y estaban las otras. El agua transmitía una vibración especial, como un frin-frin-frin, recuerdo cuando me di cuenta por primera vez, es decir, no la primera, recuerdo cuando me di cuenta de que me daba cuenta de algo que siempre había sabido. Al descubrir su existencia, me asaltó una gran curiosidad, no tanto de verlas, ni de hacerme ver por ellas -puesto que, primero, no teníamos vista, y segundo, los sexos todavía no estaban diferenciados, cada individuo era idéntico a cualquier otro individuo y mirar a otro o a otra me hubiera dado tanto gusto como mirarme a mí mismo-, sino una curiosidad de saber si entre yo y ellas sucedería algo. Una comezón, me dio, no por hacer algo especial, que no hubiera sido el caso sabiendo que no había realmente nada especial que hacer, y de no especial tampoco, sino en cierto modo de responder a aquella vibración con una vibración correspondiente, o mejor dicho: una vibración mía personal, porque ahí sí que resultaba una cosa que no era exactamente igual a otra, es decir, hoy ustedes pueden hablar de las hormonas pero para mí era realmente muy hermoso.

En resumen, hete aquí que una de ellas, sflif, sflif, sflif, ponía sus huevos, y yo, sfluff, sfluff, sfluff, los fecundaba: todo allí dentro del mar, mezclado, en el agua tibia bajo el sol, no les he dicho que el sol yo lo sentía, entibiaba el mar y calentaba la roca.

Una de ellas, dije. Porque, entre todos aquellos mensajes femeninos que el mar me echaba encima al principio como una sopa indiferenciada en la cual para mí todo era bueno y yo chapuzaba en ella sin fijarme en cómo era ésta y aquélla, en cierto momento había comprendido qué era lo que correspondía mejor a mis gustos, gustos que claro está no conocía antes de aquel momento. En una palabra, me había enamorado. Vale decir: había empezado a reconocer, a aislar, de las otras, los signos de una de aquéllas, incluso esperaba esos signos que había empezado a reconocer, los buscaba, incluso respondía a estos signos que esperaba con otros signos que hacía yo, incluso era yo el que provocaba esos signos de ella a los cuales yo respondía con otros signos míos, vale decir, yo estaba enamorado de ella y ella de mí, ¿qué más se podía pedir a la vida?

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