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Por fortuna supe detenerme a tiempo. Aquellos pescadores no tenían nada contra mí: viéndome robusto, querían preguntarme si podía quedarme con ellos para trabajar en el transporte de madera.

– Éste es un lugar seguro -insistieron, frente a mi aire perplejo-. Dinosaurios, desde la época de los abuelos de nuestros abuelos no se los ve…

A ninguno se le ocurria sospechar quién podía ser yo. Me quedé. El clima era bueno, la comida desde luego no para nuestros gustos pero discreta, y un trabajo no demasiado pesado, dada mi fuerza. Me llamaban por un sobrenombre: "el Feo", porque era distinto de ellos, no por otra cosa. Estos Nuevos, no sé cómo diablos les llaman ustedes, Pantoteros o algo por el estilo, eran de una especie todavía un poco informe, de la cual en realidad salieron todas las demás especies, y ya en aquel tiempo entre un individuo y otro se pasaba por las más variadas semejanzas y desemejanzas posibles, de manera que yo, aunque de un tipo completamente distinto, tuve que convencerme de que al fin y al cabo no llamaba tanto la atención.

No es que me acostumbrara del todo a esta idea: seguía sintiéndome siempre un Dinosaurio entre enemigos, y todas las noches, cuando empezaban a contar historias de Dinosaurios, transmitidas de generación en generación, yo retrocedía en la sombra con los nervios tensos.

Eran historias aterradoras. Los oyentes, pálidos, irrumpiendo cada tanto con gritos de espanto, estaban pendientes de los labios del que contaba, quien, a su vez, traicionaba en su voz una emoción no menor. Pronto tuve la evidencia de que esas historias eran sabidas de todos (a pesar de que constituyeran un repertorio bastante copioso), pero al escucharlas el espanto se renovaba cada vez. Los Dinosaurios eran presentados como monstruos, descritos con detalles que jamás hubieran permitido reconocerlos, y destinados tan sólo a acarrear perjuicios a los Nuevos, como si los Nuevos hubieran sido desde el principio los moradores más importantes de la Tierra, y nosotros no hubiéramos tenido otra cosa que hacer más que andarles detrás de la mañana a la noche. Para mí, pensar en nosotros los Dinosaurios era en cambio recorrer con la mente una larga serie de peripecias, de agonías, de lutos; las historias que de nosotros contaban los Nuevos estaban tan lejos de mi experiencia que hubieran debido dejarme indiferente, como si hablaran de extraños, de desconocidos. Y sin embargo, escuchándolas yo comprendía que nunca había pensado en lo que parecíamos a los demás, y que entre muchas patrañas aquellos relatos, en algunos detalles y desde el especial punto de vista de ellos, estaban en lo cierto. En mi mente sus historias de terrores infligidos por nosotros, se confundían con mis recuerdos de terror sufrido: cuanto más me enteraba de lo que habíamos hecho temblar, más temblaba.

Contaban una historia cada uno, y en cierto momento: -Y el Feo, ¿qué dice? -preguntan-. ¿Tú no tienes historias que contar? ¿En tu familia no han ocurrido aventuras con los Dinosaurios?

– Sí, pero… -farfullaba- ha pasado tanto tiempo… si supierais…

La que venía en mi ayuda en aquellos trances era Flor de Helecho, la joven de la fuente. -Dejadlo en paz… Es forastero, todavía no se ha aclimatado, habla mal nuestra lengua…

Terminaban por cambiar de tema. Yo respiraba. Entre Flor de Helecho y yo se había establecido una especie de confianza. Nada demasiado íntimo: nunca me había atrevido a rozarla. Pero hablábamos largo y tendido. Es decir, era ella la que me contaba muchas cosas de su vida; yo, por temor de traicionarme, de hacerle sospechar mi identidad, me mantenía siempre en las generalidades. Flor de Helecho me contaba sus sueños: -Anoche vi a un Dinosaurio enorme, espantoso, que echaba fuego por las narices. Se acerca, me toma por la nuca, me lleva, quiere comerme viva. Era un sueño terrible, terrible, pero yo, qué extraño, no estaba nada asustada, no, ¿cómo decirte? me gustaba…

Por aquel sueño hubiera debido comprender muchas cosas, y sobre todo una: que Flor de Helecho no deseaba otra cosa que ser agredida. Había llegado el momento, para mí, de abrazarla. Pero el Dinosaurio que ellos imaginaban era demasiado distinto del Dinosaurio que era yo, y este pensamiento me volvía aún más tímido y diferente. En una palabra, perdí una buena oportunidad. Después, el hermano de Flor de Helecho volvió de la temporada de pesca en la llanura, la joven estaba mucho más vigilada, y nuestras conversaciones escasearon.

El hermano, Zahn, desde que me vio adoptó un aire suspicaz. -¿Y ése quién es? ¿De dónde viene? -preguntó a los otros, señalándome.

– Es el Feo, un forastero que trabaja en la madera -le dijeron-. ¿Por qué? ¿Qué tiene de raro?

– Quisiera preguntárselo a él -dijo Zahn, con aire torvo-. Eh, tú, ¿qué tienes de raro?

¿Qué debía responder? -¿Yo? Nada…

– Porque tú, a tu parecer, no eres raro, ¿eh? -y se rió. Aquella vez terminó ahí, pero yo no me esperaba nada bueno.

Zahn era uno de los tipos más decididos del pueblo. Había corrido mundo y demostraba saber muchas más cosas que los otros. Cuando oía las habituales conversaciones sobre los Dinosaurios, le asaltaba una especie de impaciencia. -Patrañas -dijo una vez-, todas patrañas las vuestras. Quisiera veros si llegara aquí un Dinosaurio de verdad.

– Hace tanto tiempo que no existen -intervino un pescador.

– No tanto -dijo Zahn con una risita burlona-, nadie ha dicho que no ande todavía alguna manada por los campos… En la llanura, los nuestros se turnan para vigilar día y noche. Pero allí pueden fiarse de todos, no admiten a tipos que no conocen… -y detuvo en mí la mirada, con intención.

Era inútil prolongar la situación: mejor agarrar el toro por los cuernos, en seguida. Di un paso adelante.

– ¿Por qué te la tomas conmigo? -pregunté.

– Me la tomo con alguien que no sabemos de quién ha nacido ni de dónde viene, y pretende comer de lo nuestro, y cortejar a nuestras hermanas…

Uno de los pescadores asumió mi defensa: -El Feo se gana la vida; es de los que trabajan duro…

– Será cápaz de llevar troncos sobre el lomo, no lo niego -insistió Zahn-, pero en un momento de peligro, cuando tengamos que defendernos con dientes y uñas, ¿quién nos garantiza que se portará como es debido?

Comenzó una discusión general. Lo extraño era que la posibilidad de que yo fuese un Dinosaurio nunca se tenía en cuenta; la culpa que se me achacaba era la de ser Distinto, un Extranjero y por lo tanto Sospechoso; y el punto debatido era en qué medida mi presencia aumentaba el peligro de un eventual retorno de los Dinosaurios.

– Quisiera verlo en el combate, con esa boquita de lagartija -seguía provocándome Zahn, despectivo.

Me le acerqué, brusco, nariz contra nariz. -Puedes verme ahora mismo, si no escapas.

No se lo esperaba. Miró alrededor. Los otros hicieron rueda. Ahora no quedaba más que pelear.

Avancé, esquivé un mordisco torciendo el cuello, ya le había asestado una patada que lo revolcó patas arriba, y me le fui encima. Era un movimiento equivocado: como si no lo supiera, como si no hubiera visto morir Dinosaurios a arañazos y mordiscos en el pecho y en el vientre, mientras creían que habían inmovilizado al enemigo. Pero la cola todavía sabía usarla para mantenerme firme; no quería dejarme tumbar; hacía fuerza pero sentía que estaba por ceder…

Entonces uno del público gritó: -¡Dale, fuerza, Dinosaurio! -Saber que me habían desenmascarado y volver a ser el de antes fue todo uno: perdido por perdido lo mismo daba hacerles sentir el anriguo espanto. Y golpeé a Zahn, una, dos, tres veces…

Nos separaron. -Zahn, te lo habíamos dicho: el Feo tiene músculos. ¡Con el Feo no se bromea! -y se reían y me felicitaban, me daban manotones en la espalda. Yo, que me creía descubierto, no entendía nada; sólo más tarde comprendí que el apóstrofe de "Dinosaurio" era una manera de decir, de animar a los rivales en una especie de: "¡Dale que te lo cargas!", y ni siquiera se sabía si me lo habían gritado a mí o a Zahn.

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