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– ¿Crees que esto es un asesinato, Sam?

Sacudió la cabeza.

– No sé qué decir, Sookie. Según la ley, matar a un vampiro es asesinato, aunque antes tendrán que demostrar que es un incendio provocado. Claro que no creo que eso sea muy difícilambos podíamos oler la gasolina. Había gente explorando la casa, subiéndose por todas partes y gritándose unos a otros. No me daba la impresión de que estuvieran llevando a cabo ninguna investigación seria de la escena del crimen.

– Pero ese cuerpo de ahí, Sookie-añadió Sam, señalando a la bolsa de cadáver de la hierba-, era un ser humano de verdad, y tendrán que investigarlo. No creo que ningún miembro de la turba llegara a darse cuenta de que podía haber una persona dentro, no se plantearon nada aparte de lo que estaban haciendo.

– ¿Y por qué estás aquí, Sam?

– Por ti -dijo con sencillez.

– No sabré hasta la noche si Bill está aquí.

– Sí, lo comprendo.

– ¿Qué debo hacer durante todo el día? ¿Cómo puedo esperar?

– Puede que con drogas -sugirió-. ¿Qué tal píldoras somníferas o algo así?

– No tengo nada de eso -respondí-, nunca he tenido problemas para dormir.

La conversación resultaba cada vez más extraña, pero no creo que pudiera haber hablado de ninguna otra cosa.

Se puso delante de mí un hombre corpulento, un agente local. Sudaba bajo el calor matutino y me miraba como si llevara horas levantado. Puede que hubiese estado en el turno de noche y hubiera tenido que acudir cuando se declaró el incendio. Cuando personas que yo conocía habían prendido el fuego.

– ¿Conocía a estas personas, señorita?

– Sí, los conocía. Los había visto.

– ¿Puede identificar los restos?

– ¿Quién podría identificar esto?

Los cuerpos ya casi habían desaparecido por completo, sin rasgos. Se desintegraban. Me miró cansado.

– Sí, señora. Pero el humano.

– Miraré -dije antes de poder pensarlo. La costumbre de ayudar a los demás resultaba difícil de abandonar.

Como si comprendiera que estaba a punto de cambiar de idea, aquel hombre corpulento se arrodilló junto a la hierba crepitante y bajó la cremallera de la bolsa. El rostro cubierto de hollín que apareció era el de una chica que nunca había visto. Gracias a Dios.

– No la conozco -dije, y me fallaron las rodillas. Sam me cogió antes de que cayera al suelo, y tuve que apoyarme en él.

– Pobre chica -susurré-. Sam, no sé qué hacer.

Los agentes de la ley me robaron parte del tiempo aquel día. Querían descubrir todo lo que sabía de los vampiros que eran dueños de la casa, y se lo conté, aunque no era gran cosa. Malcolm, Diane, Liam. ¿De dónde venían, qué edad tenían, por qué se habían instalado en Monroe, quiénes eran sus abogados? ¿Cómo iba a saber nada de eso? Nunca antes había estado en su casa.

Cuando el interrogador, quienquiera que fuera, descubrió que los había conocido a través de Bill, quiso saber dónde estaba, cómo podía contactar con él.

– Puede que esté justo ahí -dije, señalando el cuarto ataúd-, no lo sabré hasta que caiga la noche. -Mi mano se alzó por voluntad propia para taparme la boca.

Justo en ese momento uno de los bomberos comenzó a reírse, y también su compañero.

– ¡Vampiros fritos al estilo campero! -espetó con una risotada el más bajo al hombre que me interrogaba-. ¡Nos han servido unos cuantos vampiros fritos al estilo campero!

No le pareció tan gracioso cuando le di una patada. Sam me apartó y el hombre que había estado interrogándome sujetó al bombero. Grité como una banshee y hubiera ido a por él si Sam me lo hubiera permitido.

Pero no me lo permitió; me arrastró hasta el coche. Sus manos eran tan fuertes como bandas de acero. Se me pasó de repente por la cabeza lo asombrada que se habría quedado mi abuela de verme gritarle a un funcionario público, o de que atacara físicamente a alguien. Esa idea desinfló mi alocada hostilidad como una alfiler que pinchara un globo. Dejé que Sam me metiera en el asiento del copiloto, y cuando arrancó el coche y dio marcha atrás, permití que me llevara a casa en completo silencio.

Llegamos a mi hogar demasiado pronto, solo eran las diez de la mañana. Como estábamos con el horario de verano, me quedaban al menos otras diez horas para esperar.

Sam hizo algunas llamadas mientras yo estaba sentada en el sofá, mirando al frente. Cinco minutos después volvió a entrar en la sala de estar.

– Venga, Sookie-dijo con energía-, estas persianas están muy sucias.

– ¿Qué?

– Las persianas. ¿Cómo has dejado que se pongan así?

– ¿Cómo?

– Vamos a limpiar. Coge un cubo, algo de amoniaco y unos trapos. Ah, y prepara algo de café.

Con movimientos lentos y cautelosos, como si pudiera desecarme y deshacerme como los cadáveres del incendio, hice lo que me indicó. Cuando volví con el cubo y los trapos él ya había bajado las cortinas del salón.

– ¿Dónde tienes la lavadora?

– Ahí detrás, pasada la cocina -respondí señalándoselo.

Sam se dirigió al cuarto de lavar con el volumen de cortinas desbordándole los brazos. La abuela las había lavado no hacía ni un mes, para la visita de Bill, pero no dije nada. Bajé una de las persianas, la cerré y comencé a lavarla. Cuando las persianas estuvieron limpias, sacamos brillo a las ventanas. Empezó a llover a media mañana, así que no pudimos limpiarlas por fuera. Sam cogió la mopa de palo largo para el polvo y despejó de telarañas los rincones altos del techo. Yo pasé los rodapiés. Él apartó el espejo que había encima de la repisa y quitó el polvo de las zonas a las que normalmente no podíamos llegar, y después, entre los dos limpiamos el espejo y volvimos a colgarlo. Cepillé la vieja chimenea de mármol hasta que no quedó en ella ni rastro de las ascuas del invierno. Encontré un biombo bonito, pintado de magnolias, y lo puse delante del hogar. Limpié la pantalla del televisor y le pedí a Sam que lo levantara para poder pasar el polvo de debajo. Coloqué todas las cintas en sus estuches y etiqueté las que había grabado. Saqué todos los cojines del sofá y recogí los restos que se habían acumulado debajo, y hasta encontré un dólar y cinco centavos en calderilla. Aspiré la alfombra y pasé la mopa del polvo a los suelos de madera.

Entonces nos trasladamos al comedor y limpiamos todo lo que se podía limpiar. Cuando la madera de la mesa y de las sillas quedó reluciente, Sam me preguntó desde cuándo no adecentábamos la plata de la abuela.

Yo nunca lo había hecho, así que abrimos el aparador y comprobamos que, en efecto, lo necesitaba. Así que a la cocina con todo. Encontramos el limpiador de plata y la limpiamos. Teníamos la radio encendida, pero acabé dándome cuenta de que Sam la apagaba en cuanto comenzaban a dar noticias.

Nos pasamos todo el día limpiando, y todo el día estuvo lloviendo. Sam solo me hablaba cuando teníamos que ponernos con la siguiente tarea. Trabajé muy duro. Y también él. Para cuando comenzó a anochecer, tenía la casa más limpia de la parroquia de Renard. Entonces Sam dijo:

– Me marcho, Sookie. Supongo que querrás estar sola.

– Sí -respondí-. Me gustaría agradecértelo algún día, pero aún no puedo. Hoy me has salvado.

Sentí sus labios en mi frente y un minuto después oí cómo se cerraba la puerta. Me senté a la mesa mientras la oscuridad comenzaba a invadir la cocina. Cuando ya casi no se veía nada, salí al porche; me llevé la linterna grande.

No me importó que aún estuviera lloviendo. Solo llevaba un vestido de tela vaquera sin mangas y un par de sandalias, lo que me había puesto esa mañana después de que Jason me llamara.

Permanecí bajo la cálida lluvia, con el pelo aplastado sobre la frente y el vestido apretándose húmedo a mi piel. Giré a la izquierda, hacia los bosques, y los crucé, al principio con lentitud y cuidado. La tranquilizadora influencia de Sam acabó por evaporarse y me lancé a la carrera, raspándome las mejillas con las ramas y arañándome las piernas con arbustos espinosos. Emergí de los bosques y comencé a atravesar a toda prisa el cementerio, con el haz de luz de la linterna bamboleándose por delante de mí. Al principio pensé ir a la casa de más allá, la de los Compton, pero entonces me di cuenta de que Bill debía de estar por allí, en algún lugar de las doscientas cincuenta hectáreas de huesos y lápidas. Me erguí en el centro de la parte más vieja del camposanto, rodeada de estatuas y losas de aspecto sencillo, en compañía de los muertos.

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