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– Harlen-dije asintiendo-, encantada de conocerte.

– Sookie. -Él también inclinó la cabeza hacia mí.

– Harlen está de paso desde Minnesota a Nueva Orleáns explicó Bill, que parecía muy hablador.

– Estoy de vacaciones-dijo Harlen-. Llevo años queriendo visitar Nueva Orleáns. Es una especie de meca para nosotros, ya sabes.

– Ah… claro-dije, tratando de parecer enterada.

– Hay un teléfono al que llamar-informó Harlen-. Puedes alojarte con un auténtico residente o puedes alquilar un…

– ¿Ataúd? -sugerí ingeniosa.

– Bueno, sí.

– ¡Qué interesante! -dije, sonriendo con todas mis fuerzas-. ¿Qué puedo serviros? Me parece que Sam ha renovado las existencias de sangre, Bill, por si quieres. Es la A negativo condimentada, o también tenemos O positivo.

– Ah, A negativo, supongo-dijo Bill, después de mantener una conversación silenciosa con Harlen.

– ¡Marchando! -Me apresuré hacia el refrigerador de detrás de la barra y saqué dos A negativos, les quité los tapones y las llevé en una bandeja. Sonreí todo el rato, como siempre hacía.

– ¿Te encuentras bien, Sookie? -me preguntó Bill con voz más natural después de que colocara con brusquedad las bebidas delante de ellos.

– Claro que sí, Bill-dije alegremente. Me daban ganas de estamparle la botella en la cabeza. Así que Harlen. Una estancia de una noche. Sí, ya.

– Después Harlen quiere acercarse a visitar a Malcolm – dijo Bill cuando me acerqué a recoger las botellas vacías y preguntarles si querían otra.

– Estoy segura de que a Malcolm le encantará conocer a Harlen -respondí, tratando de que no se notara la mala leche con la que lo decía.

– Oh, conocer a Bill ha sido estupendo-dijo Harlen, esbozando una sonrisa con los colmillos. Así que sabía cómo devolver la pelota-. Pero Malcolm es una auténtica leyenda.

– Id con cuidado-le dije a Bill. Tenía intención de contarle el peligro en el que se habían metido los tres vampiros del nido, pero no creía que fuese aún el momento adecuado. Y no quería explicárselo con todo detalle, porque Harlen estaba allí delante, pestañeando con sus ojitos azules y su aspecto de sex symbol adolescente-. Ahora mismo nadie está muy contento con esos tres -añadí tras una pausa. No se podía considerar un verdadero aviso.

Bill se limitó a mirarme, extrañado, yo me giré para alejarme. Llegué a lamentar aquel momento, a lamentarlo amargamente.

Después de que Bill y Harlen se marcharan, el bar se llenó aún más con la clase de charla que había escuchado de Rene y Mike Spencer. Me daba la impresión de que alguien había estado avivando el fuego, echando carbón a la lumbre de la rabia contenida. Pero por más que me esforcé fui incapaz de descubrir de quién se trataba, aunque hice algunas escuchas al azar, tanto mentales como físicas. Jason también vino al bar y nos saludamos, pero poco más. No me había perdonado todavía por mi reacción ante la muerte del tío Bartlett.

Ya lo superaría. A1 menos no estaba pensando en quemar nada, excepto tal vez crear algo de calor en la cama de Liz Barrett. Liz, más joven que yo, tenía el pelo castaño, corto y ondulado, grandes ojos marrones y un inesperado aire de sensatez a su alrededor que me hacía pensar que Jason podía haber encontrado su media naranja. Me despedí de ellos después de que vaciaran su jarra de cerveza, y entonces me di cuenta de que el nivel de furia del bar se había disparado y de que los hombres estaban pensando seriamente en hacer algo.

Comencé a ponerme muy nerviosa.

Según avanzaba la noche, la actividad del bar se hizo más y más frenética. Menos mujeres, más hombres. Más gente que iba de mesa en mesa. Más alcohol. Los hombres se quedaban de pie en vez de sentarse. Era difícil de precisar, ya que en realidad no tenía lugar ninguna gran reunión. Era todo el boca a boca, entre susurros. Nadie saltaba encima de la barra y gritaba: "¿Qué decís, chicos? ¿Vamos a permitir que esos monstruos sigan entre nosotros? ¡A1 castillo!" o algo parecido. Simplemente, después de un rato todos comenzaron a salir para formar corrillos en el estacionamiento. Los contemplé por una de las ventanas y sacudí la cabeza. Aquello no era nada bueno.

Sam también se encontraba incómodo.

– ¿Qué te parece? -le pregunté. Me di cuenta de que era la primera vez que le hablaba en toda la noche, sin contar los "pásame la pimienta" y los "dame otro margarita".

– Creo que tenemos una turba -respondió-. Pero no van a ir aún a Monroe. Los vampiros estarán despiertos y activos hasta el alba.

– ¿Dónde está su casa, Sam?

– Por lo que tengo entendido, debe de estar a las afueras de Monroe, al oeste. En otras palabras, en nuestra dirección -me explicó-. Pero no estoy seguro.

Después de cerrar me fui a casa, casi con la esperanza de ver a Bill acechando en mi jardín para poderlo avisar de lo que se avecinaba. Pero no le vi, y no quise ir a su casa. Tras largas dudas, marqué su teléfono, pero solo obtuve la respuesta del contestador. Le dejé un mensaje. No tenía ni idea de bajo qué nombre aparecía en la guía telefónica el número del nido de los vampiros, si es que tenían teléfono.

Mientras me quitaba los zapatos y las joyas (¡todas de plata, chúpate esa, Bill!) pensé que debía preocuparme. Pero no me preocupé lo suficiente. Me metí en la cama y pronto me quedé dormida en la habitación que ahora era mía. La luz de la luna se colaba a través de las cortinas abiertas, dibujando extrañas sombras en el suelo. Pero solo las contemplé unos pocos minutos. Bill no me despertó aquella noche devolviéndome la llamada.

Pero al fin el teléfono sonó. Era muy pronto por la mañana, poco después de que saliera el sol.

– ¿Qué? -pregunté adormilada, apretando el auricular contra mi oreja. Eché un vistazo al reloj. Eran las siete y media.

– Han quemado la casa de los vampiros -informó jason-. Espero que el tuyo no estuviera allí.

– ¿Qué?-volví a preguntar, pero esta vez con pánico en la voz.

– Han quemado la casa de los vampiros de Monroe. Después del alba. Está en la calle Callista, al oeste de Archer.

Recordé que Bill me había dicho que podía llevar a Harlen allí. ¿Se habría quedado?

– No -dije con decisión.

– Sí.

– Tengo que salir -le respondí antes de colgar el teléfono.

La casa seguía consumiéndose bajo el resplandeciente sol. Volutas de humo se arremolinaban contra el cielo azul, y la madera quemada recordaba a la piel de un caimán. Había camiones de bomberos y coches de policía mal estacionados delante del edificio de dos pisos. Un grupo de curiosos se agolpaba detrás de la línea amarilla.

Restos de cuatro ataúdes descansaban uno junto a otro sobre la hierba consumida. También había una bolsa con un cadáver. Comencé a caminar hacia ellos, pero durante mucho tiempo no parecieron acercarse; era como uno de esos sueños en los que nunca puedes alcanzar tu destino.

Alguien me cogió del brazo y trató de detenerme. No recuerdo lo que dije, pero sí conservo la imagen de un rostro horrorizado. Me abrí paso con dificultad a través de los escombros, inhalando el olor a .quemado, a cosas carbonizadas y húmedas, un olor que no me abandonaría durante el resto de mi vida.

Alcancé el primer ataúd y miré dentro. Lo que quedaba de la tapa dejaba al descubierto el interior. El sol estaba asomándose por encima de las casas y en cualquier momento besaría los terribles restos que descansaban sobre el empapado revestimiento de seda blanca.

¿Era Bill? No había modo de saberlo. El cuerpo se desintegraba pedazo a pedazo delante de mis ojos. Pequeños fragmentos se descascarillaban y se los llevaba la brisa, o desaparecían con una pequeña voluta de humo cuando los rayos de sol comenzaban a tocar el cuerpo.

Cada ataúd contenía un horror similar.

Sam se encontraba a mi lado.

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