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– ¡Bill Compton! ¡Sal ya! -grité. Me moví en círculos, mirando a mi alrededor en la casi completa oscuridad, a sabiendas de que incluso si yo no lograba verlo, él sí podría verme a mí. Si es que podía ver algo, si no era una de aquellas atrocidades desmenuzadas y ennegrecidas que presencié en el jardín delantero de aquella casa, a las afueras de Monroe.

No hubo respuesta. Ningún movimiento excepto la caída de la suave lluvia torrencial.

– ¡Bill! ¡Bill! ¡Sal!

Sentí, más que oí, movimiento a mi derecha. Enfoqué el haz de la linterna en esa dirección: el suelo se retorcía. Mientras miraba, una mano pálida surgió de entre la tierra rojiza. La superficie comenzó a agitarse y partirse, y una criatura emergió de ella.

– ¿Bill?

Avanzó hacia mí. Cubierto de manchas granates, con el pelo lleno de tierra, Bill dio un paso dubitativo en mi dirección. No logré correr hacia él.

– Sookie-dijo, muy cerca de mí-, ¿por qué estás aquí? Por una vez parecía desorientado e inseguro.

Tenía que contárselo, pero no pude abrir la boca.

– ¿Cariño?

Me desplomé como una piedra. Quedé de repente de rodillas sobre el suelo empapado.

– ¿Qué ha pasado mientras dormía? -Estaba arrodillado junto a mí, desnudo y con la lluvia recorriendo su piel.

– No llevas nada de ropa -murmuré.

– Se ensucia-dijo con sensatez-. Cuando voy a dormir en la tierra, me la quito.

– Oh, claro.

– Ahora cuéntame de qué se trata.

– Prométeme que no me odiarás.

– ¿Qué has hecho?

– ¡Oh, Dios mío, no he sido yo! Pero podría haberte advertido con más claridad, debería haberte agarrado y hacer que me escucharas. ¡Traté de llamarte, Bill!

– ¿Qué ha ocurrido?

Puse una mano a cada lado de su cara, palpando su piel, dándome cuenta de todo lo que podía haber perdido, y de todo lo que aún podía perder.

– Están muertos, Bill, los vampiros de Monroe. Y alguien más que estaba con ellos.

– Harlen -dijo con tono inexpresivo-. Harlen se quedó anoche, Diane y él hicieron buenas migas.

Esperó a que continuara, sus ojos fijos sobre los míos.

– Hubo un incendio.

– Provocado.

– Sí.

Se agachó junto a mí bajo la lluvia, en la oscuridad, y no pude verle la cara. Aún sostenía la linterna en mi mano, pero se me habían ido todas las fuerzas del cuerpo. Pude sentir su rabia.

Pude sentir su crueldad.

Su hambre.

Nunca había sido un vampiro de modo tan absoluto. No había nada humano en él. Alzó el rostro hacia el cielo y aulló. La rabia que emanaba de él era tan intensa que pensé que podría matar a alguien. Y la persona más cercana era yo.

Justo cuando comprendí el peligro al que me enfrentaba, Bill me agarró por los antebrazos. Me arrastró hacia sí, poco a poco. No tenía sentido resistirse, de hecho me pareció que eso solo serviría para excitarlo aún más. Bill me sostuvo a dos centímetros de su cuerpo, casi podía oler su piel, y notaba su confusión interior. Podía paladear su rabia.

Dirigir esa energía en otra dirección podía salvarme la vida. Avancé esos dos centímetros, puse la boca sobre su pecho. Lamí la lluvia, froté mi rostro contra sus tetillas, me apreté contra él.

En un instante sus dientes rozaron mi hombro y su cuerpo, duro, rígido y listo, me empujó con tanta fuerza que me vi de repente boca arriba sobre el barro. Se deslizó directamente en mí, como si tratase de alcanzar el suelo a través de mi cuerpo. Chillé y él gruñó en respuesta, como si de verdad fuéramos seres de la tierra, primitivos trogloditas. Mis manos apretaron la piel de su espalda, y mis dedos sintieron la lluvia que nos golpeaba y la sangre bajo mis uñas, y su incansable movimiento. Pensé que iba a enterrarme en el barro, en mi tumba. Sus colmillos perforaron mi cuello.

De repente me corrí. Bill aulló mientras alcanzaba su propio orgasmo y se dejó caer sobre mí, con los colmillos desplegados y la lengua limpiándome las marcas que estos habían dejado.

Estaba convencida de que podría haberme matado sin quererlo siquiera.

Los músculos no me obedecían, y de todos modos no tenía claro qué quería hacer. Bill me sacó del agujero y me llevó a su casa, abriendo de un empujón la puerta y trasladándome de cabeza al amplio cuarto de baño. Allí me dejó con suavidad sobre la alfombra, que manché de barro, agua sucia y un pequeño reguero de sangre. Bill abrió el grifo del agua caliente del jacuzzi, y cuando estuvo lleno me metió dentro y después se metió él. Nos sentamos en los escalones y nuestras piernas flotaron sobre la cálida agua espumosa que pronto quedó teñida.

Los ojos de Bill miraban un punto a kilómetros de distancia.

– ¿Todos muertos? -dijo con voz casi inaudible.

– Todos muertos, y también una chica humana -dije con tranquilidad.

– ¿Qué has estado haciendo todo el día?

– Limpiar. Sam me ha hecho limpiar la casa.

– Sam-repitió Bill pensativo-. Dime, Sookie, ¿puedes leer la mente de Sam?

– No -reconocí, exhausta de repente.

Sumergí la cabeza y, cuando volvía respirar, vi que Bill había sacado el frasco de champú. Me enjabonó el pelo y lo aclaró. Y después me lo peinó como la primera vez que habíamos hecho el amor.

– Bill, lo siento por tus amigos -le dije, tan cansada que apenas pude lograr que me salieran las palabras-, y estoy tan contenta de que estés vivo… -Le pasé los brazos por el cuello y apreté mi cabeza contra su hombro. Era duro como una roca. Recuerdo que Bill me secó con una enorme toalla blanca, y creo que pensé en lo blandita que estaba la almohada y que después él se metió en la cama a mi lado y me rodeó con su brazo. Entonces me quedé dormida.

Me desperté a medias a altas horas de la madrugada, al oír que alguien se movía por el cuarto. Debía de haber estado soñando, quizá una pesadilla, porque me erguí con el corazón latiendo a toda velocidad.

– ¿Bill?-pregunté, con miedo en la voz.

– ¿Qué pasa? -respondió, y noté que la cama se inclinaba al sentarse él en el borde.

– ¿Estás bien?

– Sí, solo estaba fuera, paseando.

– ¿No hay nadie ahí fuera?

– No, cariño.

Escuché el sonido de la tela sobre la piel y pronto estuvo bajo las sábanas, junto a mí.

– Oh, Bill, tú podrías haber estado en uno de esos ataúdes -dije, aún con la angustia fresca en mi cabeza.

– Sookie, ¿has pensado que podías haber sido tú el cadáver de la bolsa? ¿Qué ocurriría si vienen aquí y queman esta casa al amanecer?

– ¡Tienes que venir a mi casa! No la quemarían. Puedes estar a salvo conmigo-dije con fervor.

– Sookie, escúchame: por mi culpa puedes morir.

– ¿Y qué perdería? -pregunté, con la voz teñida de pasión-. Desde que te conozco he sido feliz, ha sido la época más feliz de mi vida.

– Si muero, ve con Sam.

– ¿Ya me estás pasando a otro?

– Nunca -dijo, y su suave voz era fría-. Nunca. -Sentí que me agarraba los hombros con las manos. Estaba a mi lado, muy cerca, y se acercó un poco más. Pude notar toda la extensión de su cuerpo.

– Escucha, Bill -le dije-. No soy culta, pero tampoco estúpida. Carezco de verdadera experiencia o de mundología, pero no creo que sea ingenua -confié en que no estuviera sonriendo amparado por la oscuridad-. Puedo lograr que te acepten. Puedo hacerlo.

– Si alguien puede eres tú-dijo-. Quiero volver a entrar en ti.

– ¿Te refieres…? Oh, sí, ya veo a lo que te refieres. -Había cogido mi mano y la había guiado hasta su zona inferior-. A mí también me gustaría.

Y lo haría, si me fuera posible sobrevivir a ello después del embate al que me había sometido en el cementerio. Bill había estado tan furioso que ahora me sentía molida, pero también notaba esa sensación de cálida humedad que me atravesaba, esa excitación incansable a la que Bill me había hecho adicta.

– Cariño -dije, acariciándole de un extremo a otro-, cariño. -Lo besé y su lengua penetró mi boca. Pasé mi propia lengua por sus colmillos-. ¿Podrías hacérmelo sin morder? -susurré.

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