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Más tarde, mucho tiempo después, fui a mi vez al país de los indios, a los ríos. Conocí niños semejantes. Sin duda, el mundo había cambiado mucho, los ríos y las selvas eran menos puras que en la época de la juventud de mi padre. Sin embargo, me pareció comprender el sentimiento de aventura que experimentó al desembarcar en el puerto de Georgetown. Yo también compré una piragua, viajé de pie en la proa, con los dedos de los pies separados para agarrarme mejor al borde, balanceando la larga percha en mis manos, mirando los cormoranes que volaban delante de mí, escuchando el viento que soplaba en mis orejas y los ecos del motor fuera de borda que se hundían detrás de mí en el espesor de la selva. Al observar la foto que había tomado mi padre delante de la piragua, reconocía la proa con la punta un poco cuadrada, la cuerda de amarre enroscada y, colocada a través en el casco, para servir ocasionalmente de banqueta, el canalete, el remo indio de pala triangular. Y delante de mí, en la punta de la larga "calle" del río, se cerraban las dos murallas negras de la selva.

Cuando volví de las tierras indias, mi padre ya estaba enfermo, encerrado en su silencio obstinado. Recuerdo el brillo de sus ojos cuando le conté que había hablado de él con los indios, y que lo invitaban a volver a los ríos, que a cambio de su saber y de sus medicamentos le ofrecían casa y comida durante todo el tiempo que quisiera. Sonrió apenas y creo que dijo: "Hace diez años hubiera ido". Era demasiado tarde, el tiempo no se remonta ni aun en los sueños.

Guyana preparó a mi padre para África. Después de todo el tiempo que pasó en los ríos, no podía volver a Europa, menos aún a la isla Mauricio, ese pequeño país donde se sentía limitado entre gente egoísta y vanidosa. Se acababa de crear un puesto en África occidental, bajo mandato británico, en la franja de tierra quitada a Alemania al final de la Primera Guerra Mundial que comprendía el este de Nigeria y el oeste de Camerún. Mi padre se presentó como voluntario. A comienzos de 1928, estaba en un barco que recorría la costa de África con destino a Victoria, en la bahía de Biafra.

El mismo viaje que hice, veinte años más tarde, con mi madre y mi hermano para reunimos con mi padre en Nigeria después de la guerra. Pero él no era un niño que se dejaba llevar por la corriente de los acontecimientos. Tenía entonces treinta y dos años, era un hombre endurecido por dos años de experiencia médica en América tropical, conocía la enfermedad y la muerte y se codeaba con ellas, cada día, con urgencia y sin protección. Su hermano Eugéne, que había sido médico en África antes que él, le dijo por cierto: no es un país fácil. Sin duda, Nigeria, ocupada por el ejército británico, estaba "pacificada". Pero era una región donde la guerra era permanente, guerra de los hombres entre sí, guerra de la pobreza, guerra de los malos sueldos y de la corrupción heredados de la colonización, y, sobre todo, guerra microbiana. En Calabar, en Camerún, el enemigo ya no era el Aro Chuku y su oráculo, ni los ejércitos de los fulanis y sus largas carabinas llegadas de Arabia. Los enemigos se llamaban kwashiorkor, bacilo vírgula, tenia, bilharzia, viruela, disentería amebiana. Frente a estos enemigos, su equipo médico debió parecerle muy pobre a mi padre. Escalpelo, pinzas Clamp, trepanador, estetoscopio, torniquetes y algunos instrumentos básicos, como la jeringa de latón con la que más tarde me puso las vacunas. No existían los antibióticos ni la cortisona. Las sulfamidas eran raras y los polvos y ungüentos se parecían a pociones de brujo. La cantidad de vacunas, para combatir las epidemias, era muy limitada, y el territorio que debía recorrer para librar esta batalla contra las enfermedades, inmenso. Al lado de lo que le esperaba a mi padre en África, las expediciones para remontar los ríos de Guyana debieron de parecerle paseos. Se quedará en África occidental veintidós años, hasta el límite de sus fuerzas. Allí conocerá todo, desde el entusiasmo del comienzo, el descubrimiento de los grandes ríos, el Níger, el Benue, hasta las tierras altas de Camerún. Compartirá el amor y la aventura con su mujer, a caballo por los senderos de montaña. Después la soledad y la angustia de la guerra, hasta el desgaste, hasta la amargura de los últimos momentos, ese sentimiento de haber superado la medida de una vida.

Todo esto lo comprendí sólo mucho más tarde cuando partí, como él, para viajar por otro mundo. No lo leí en los pocos objetos, máscaras, estatuitas y algunos muebles que trajo del país ibo y de las llanuras herbosas de Camerún. Tampoco mirando las fotos que tomó durante los primeros años, cuando llegó a África. Lo supe al redescubrir, al aprender a leer mejor los objetos de la vida cotidiana que nunca lo habían abandonado ni aun en su jubilación en Francia: esas tazas, esos platos de metal esmaltado de azul y blanco hechos en Suecia, los cubiertos de aluminio con los que había comido durante todos esos años, esos bols encastrados que usaba en el campo y en las cabañas de paso. Y todos los otros objetos, marcados, abollados por el traqueteo, que conservaban las huellas de las lluvias diluvianas y la decoloración especial del sol en el ecuador, objetos de los que se había negado a desprenderse y que, a sus ojos, valían más que cualquier chuchería o recuerdo folclórico. Sus valijas de madera con precintos de hierro cuyos goznes y cerraduras había pintado varias veces y sobre las que todavía se leía la dirección del puerto de destino final: General Hospital, Victoria, Cameroons. Además de esos bultos dignos de un viajero de la época de Kipling o de Julio Verne, tenía toda una serie de cajones de lustrabotas y panes de jabón negro, lámparas de petróleo, quemadores de alcohol, y las grandes cajas de galletitas "Marie" de hierro en las que guardó, hasta el final de su vida, el té y el azúcar en polvo. También su instrumental de cirujano que utilizaba en Francia para cocinar: cortaba el pollo con el escalpelo y servía con una pinza Clamp. Y por fin, los muebles, no esos famosos taburetes y los tronos monóxilos del arte negro. Prefería su viejo sillón plegadizo de tela y bambú que había transportado de una cabaña de paso a otra por todos los caminos de montaña, y la pequeña mesa con tabla de rollizo que servía de soporte para su radio, con la cual, al final de su vida, escuchaba cada tarde a las siete las informaciones de la BBC: Pom pom pom pom! British Broadcasting Corporation, here is the news!

Era como si nunca hubiera dejado África. A su regreso a Francia había conservado las costumbres de su oficio, levantarse a las seis, vestirse (siempre con su pantalón de tela caqui), zapatos lustrados, sombrero en la cabeza, para ir a hacer las compras al mercado como antes hacía la visita a las camas del hospital y regreso a su casa a las ocho para preparar la comida con la minucia de una intervención quirúrgica. Había conservado todas las manías de los ex militares. El hombre que había recibido el entrenamiento de médico para países lejanos: ser ambidestro, capaz de operarse a sí mismo utilizando un espejo o de reducir su hernia. El hombre con las manos callosas de los cirujanos, que podía serruchar un hueso o entablillar, que sabía hacer nudos y empalmes, ese hombre que sólo utilizaba su energía y su saber en tareas minúsculas e ingratas que se negaban a hacer la mayoría de los jubilados; con el mismo cuidado, lavaba los platos, reparaba las baldosas rotas de su departamento, lavaba su ropa, zurcía sus calcetines, construía bancos y estantes con la madera de los cajones. África le había impreso una marca que se confundía con las huellas dejadas por la educación espartana de su familia en Mauricio. El traje occidental que usaba cada mañana para ir al mercado debía pesarle. Apenas volvía a su casa, se ponía una ancha camisa azul a la manera de las túnicas de los hausas del Camerún que llevaba hasta la hora de acostarse. Así lo vi al final de su vida. Ya no el aventurero ni el militar inflexible, sino un hombre viejo desterrado, exiliado de su vida y de su pasión, un superviviente.

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