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No íbamos a la escuela. No teníamos club, actividades deportivas ni reglas, ni amigos en el sentido que se le da a esa palabra en Francia o en Inglaterra. El recuerdo que conservo de esa época podría ser el pasado a bordo de un barco, entre dos mundos. Si hoy miro la única foto que conservo de la casa de Ogoja (un cliché minúsculo, un 6 x 6 corriente después de la guerra), me es difícil creer que se trata del mismo lugar: un jardín abierto donde crecen en desorden palmeras, ceibas, cruzado por un camino rectilíneo en el que aparece estacionado el monumental Ford V8 de mi padre. Una casa común, con un techo de chapa ondulada y, al fondo, los primeros árboles grandes de la selva. En esta única foto hay algo frío, casi austero, que evoca el imperio, mezcla de campo militar, de césped inglés y de potencia natural que sólo volví a encontrar, mucho tiempo después, en la zona del Canal de Panamá.

Allí, en ese marco, viví los momentos de mi vida salvaje, libre, casi peligrosa. Una libertad de movimiento, de pensamiento y emoción que jamás volví a conocer. Sin duda esa vida de libertad total la soñé más que vivirla. Entre la tristeza del sur de Francia durante la guerra y la tristeza del final de mi infancia en Niza de los años cincuenta, rechazado por mis compañeros de clase debido a mi extranjería, obsedido por la autoridad excesiva de mi padre, expuesto a la gran vulgaridad de los años del liceo, de los años de scoutismo, luego durante la adolescencia a la amenaza de tener que ir a la guerra para mantener los privilegios de la última sociedad colonial.

Entonces los días de Ogoja se convirtieron en mi tesoro, el pasado luminoso que no podía perder. Recordaba el estallido de la tierra roja, el sol que agrietaba los caminos, la carrera descalzo por la sabana hasta las fortalezas de los termiteros, la subida de la tormenta a la tarde, las noches ruidosas, chillonas, nuestra gata que hacía el amor con los tigrillos en el techo de chapa, el torpor que seguía a la fiebre, al alba, en el frío que entraba por debajo de la cortina del mosquitero. Todo ese calor, ese ardor, ese estremecimiento.

El africano - pic_6.jpg

Hacia Laakom, país nkom

Termes, Hormigas, etc.

Delante de la casa de Ogoja, pasado el límite del jardín (más una pared de matorrales que una cerca cuidada), empezaba la gran llanura herbosa que se extendía hasta el río Aiya. La memoria de un niño exagera las distancias y las alturas. Tenía la impresión de que esa llanura era tan vasta como el mar. Estuve horas en el borde del zócalo de cemento que servía de vereda a la casa, con la mirada perdida en esa inmensidad, siguiendo las olas del viento en la hierba, deteniéndome de tarde en tarde en los pequeños remolinos de polvo que bailaban por encima de la tierra seca y escrutando las manchas de sombra al pie de los irokos. Estaba de verdad en el puente de un barco. El barco era la cabaña, no sólo las paredes de piedra y el techo de chapa, sino todo lo que tenía la huella del imperio británico, a la manera del buque George Shotton, del que había oído hablar, ese vapor acorazado y armado con cañonera, cubierto por un techo de hojas, en el que los ingleses habían instalado las oficinas del consulado y que remontaba el Níger y el Benue en la época de lord Lugard.

Sólo era un niño y el poderío del Imperio me era bastante indiferente. Pero mi padre aplicaba su regla como si sólo ella diera sentido a su vida. Creía en la disciplina, en el gesto de cada día: se levantaba temprano, enseguida se hacía la cama, se lavaba con agua fría en una palangana de cinc y había que guardar esa agua jabonosa para remojar calcetines y calzoncillos. Las lecciones con mi madre cada mañana, ortografía, inglés, aritmética. El rezo cada tarde, y el toque de queda a las nueve. Nada en común con la educación francesa, la carrera de desanudar pañuelos y las escondidas, las comidas alegres donde todo el mundo hablaba a la vez, y para terminar, los dulces romances antiguos que contaba mi abuela, las ensoñaciones en su cama mientras se escuchaba chirriar la veleta y en el libro La alegría de leer seguir las aventuras de una urraca piadosa que viajaba por la campiña normanda. Al irnos a África habíamos cambiado de mundo. Lo que compensaba la disciplina de la mañana y de la tarde era la libertad de los días. La llanura herbosa delante de la cabaña era inmensa, peligrosa y atractiva como el mar. Nunca había imaginado que gozaría de esa independencia. La llanura estaba allí, delante de mis ojos, lista para recibirme.

No recuerdo el día en que mi hermano y yo nos aventuramos por primera vez por la sabana. Tal vez instigados por los chicos de la aldea, esa barra un poco heteróclita en la que había chicos muy pequeños, con grandes barrigas, y casi adolescentes de doce, trece años, vestidos como nosotros, con short caqui y camisa y que nos habían enseñado a quitarnos los zapatos y los calcetines de lana para correr descalzos por la hierba. Son los que veo en algunas fotos de la época, alrededor de nosotros, muy negros, desgarbados, por cierto burlones y combativos, pero que nos habían aceptado a pesar de nuestras diferencias.

Es probable que estuviera prohibido. Como mi padre estaba todo el día ausente, hasta la noche, debimos comprender que la prohibición sólo podía ser relativa. Mi madre era dulce. Sin duda estaba ocupada en otras cosas, en leer o en escribir, dentro de la casa, para escapar al calor de la tarde. A su manera se había hecho africana. Pienso que debía creer que, para dos chicos de nuestra edad, no había lugar en el mundo más seguro.

¿De verdad hacía calor? No tengo ningún recuerdo. Me acuerdo del frío del invierno, en Niza, o en Roquebilliére, siento todavía el aire helado que soplaba por las calles, un frío de nieve y de hielo, a pesar de las polainas y los chalecos de piel de cordero. Pero no recuerdo haber tenido calor en Ogoja. Mi madre, cuando nos veía salir, nos obligaba a ponernos los cascos Cawnpore, en realidad sombreros de paja que nos había comprado en Niza, antes de irnos, en una tienda de la ciudad vieja.

Mi padre, entre otras reglas, había establecido la de los calcetines de lana y zapatos de cuero encerado. Apenas se iba a su trabajo nos descalzábamos para correr. En los primeros tiempos me despellejaba con el cemento del suelo al correr. No sé por qué, siempre me arrancaba la piel del dedo gordo del pie derecho. Mi madre me ponía una venda y yo la ocultaba en los calcetines. Después todo volvía a empezar.

Un día corrimos solos por la llanura leonada en dirección al río. En ese lugar el Aiya no era muy ancho pero lo sacudía una corriente violenta que arrancaba de las orillas terrones de barro rojo. La llanura, a cada lado del río, parecía no tener límites. Cada tanto, en medio de la sabana, se alzaban grandes árboles de tronco muy recto que, más tarde supe, servían para proveer de planchas de caoba a los países industriales. También había algodoneros y acacias espinosas que daban una sombra ligera. Corríamos casi sin detenernos, hasta quedar sin aliento, por las altas hierbas que azotaban nuestros rostros a la altura de los ojos, guiados por los troncos de los grandes árboles. Todavía hoy, cuando veo imágenes de África, los grandes parques de Serengeti o de Kenia, siento un vuelco en el corazón y me parece reconocer la llanura por la que corríamos cada día, en el calor de la tarde, sin objetivo, como animales salvajes.

En el medio de la llanura, a una distancia suficiente para que no pudiéramos ver nuestra cabaña, había castillos. En un área vacía y seca, paredes rojo oscuro, con las cresterías ennegrecidas por el incendio, como las murallas de una antigua ciudadela. Cada tanto, a lo largo de las paredes, se levantaban torres cuyas cimas parecían picoteadas por pájaros, despedazadas, quemadas por el rayo. Estas murallas ocupaban una superficie tan vasta como una ciudad. Las paredes y las torres eran más altas que nosotros. Sólo éramos niños, pero en mi recuerdo imagino que esas paredes debían de ser más altas que un hombre adulto y algunas de las torres debían de superar los dos metros.

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