Banso
Entonces mi padre descubrió, después de todos esos años en los que se había sentido cercano a los africanos, su pariente, su amigo, que el médico sólo era otro actor del poderío colonial, no diferente del policía, del juez o del soldado. ¿Cómo podía ser de otra manera? El ejercicio de la medicina era también un poder sobre la gente, y la vigilancia médica era también una vigilancia política. El ejército británico lo sabía bien: a comienzos de siglo, después de años de resistencia encarnizada, había podido vencer por la fuerza de las armas y de la técnica moderna la magia de los últimos guerreros ibos, en el santuario de Aro Chuku, a menos de un día de marcha de Ogoja. No es fácil cambiar pueblos enteros cuando ese cambio se hace presionando. Mi padre, sin duda, había aprendido esta lección de la soledad y del aislamiento en que lo hundió la guerra. Esta idea debió sumergirlo en el pensamiento del fracaso, en su pesimismo. Recuerdo que al final de su vida me dijo una vez que si volviera a empezar no sería médico, sino veterinario, porque los animales eran los únicos que aceptaban su sufrimiento.
También había violencia. En Banso, en Bamenda, en las montañas de Camerún, mi padre vivía en el encanto de la dulzura y del humor de los africanos. [2]
En Ogoja, todo era diferente. El país estaba perturbado por las guerras tribales, las venganzas, los ajustes de cuentas entre las aldeas. Las rutas y los caminos no eran seguros, había que salir armado. Los ibos de Calabar fueron los que resistieron con más encarnizamiento la penetración de los europeos. Se dice que son cristianos y ése será uno de los argumentos utilizados por Francia para sostener su lucha contra sus vecinos yorubas, que son musulmanes. En verdad, el animismo y el fetichismo eran corrientes en la época. En Camerún también se practicaba la brujería pero, según mi padre, esta tenía un carácter más abierto, más positivo. En el este de Nigeria la brujería era secreta y se la practicaba por medio de venenos, amuletos ocultos, signos destinados a provocar desdicha. Mi padre escuchó por primera vez, de boca de los residentes europeos, y transmitidas por los autóctonos a su servicio, historias de hechizos, magia y crímenes rituales. La leyenda de Aro Chuku y de su piedra para sacrificios humanos continuaba actuando sobre los espíritus. Las historias que se contaban creaban un clima de desconfianza y tensión. En tal pueblo, se decía, no lejos de Obudu, los habitantes tenían la costumbre de poner una cuerda que atravesaba la ruta cuando un viajero solo se aventuraba por allí en bicicleta. Apenas se caía mataban al desdichado, lo llevaban detrás de una pared y despiezaban el cuerpo para comerlo. En otro, el oficial de distrito, durante una gira, hizo que agarraran de la tabla de un carnicero una carne pretendidamente de cerdo, pero que se decía era carne humana. En Obudu, donde cazaban a los gorilas de las montañas de alrededor, en el mercado vendían sus manos cortadas como souvenirs pero si se observaba más de cerca podía verse que también se vendían manos de niños.
Mi padre nos repetía estos relatos aterradores en los que, sin duda, creía a medias. Nunca comprobó por sí mismo esas pruebas de canibalismo. Pero sí debía desplazarse a menudo para hacer la autopsia a víctimas de asesinato. Esa violencia se convirtió en una obsesión para él. Lo escuchaba contar que el cuerpo que debía examinar a menudo estaba en tal estado de descomposición que, para evitar la explosión de gases, tenía que atar el escalpelo a la punta de un palo antes de cortar la piel.
Para él la enfermedad, cuando ya había dejado de existir el encanto de África, tenía un carácter ofensivo. Ese oficio que había ejercido con entusiasmo, poco a poco le resultó agobiante, en el calor, la humedad del río y la soledad en la otra punta del mundo. La proximidad del sufrimiento lo fatigaba: todos esos cuerpos ardiendo de fiebre, el vientre distendido de los cancerosos, las piernas roídas por las úlceras, deformadas por la elefantiasis, esos rostros carcomidos por la lepra o la sífilis, las mujeres desgarradas por los partos, los niños envejecidos por las carencias con la piel gris como un pergamino, los cabellos color herrumbre y los ojos agrandados por la proximidad de la muerte. Mucho tiempo después me hablaba de esas cosas terribles que debió afrontar, cada día, como si fuera la misma secuencia que recomenzaba: una mujer vieja a la que la uremia había vuelto demente y debían atarla a su cama, un hombre al que quitó una tenia tan larga que debió enroscarla en un palo, una joven a la que debió amputar por la gangrena, otra que le llevaron moribunda por la viruela con la cara hinchada y cubierta de heridas. La proximidad física con ese país, ese sentimiento que sólo lo procura el contacto con la humanidad en toda su realidad sufriente, el olor del miedo, el sudor, la sangre, el dolor, la esperanza, la pequeña llama de luz que a veces se enciende en la mirada de un enfermo, cuando la fiebre se aleja, o ese segundo infinito en el que el médico ve cómo se apaga la vida en la pupila de un agonizante, todo esto que lo había invadido, electrizado al comienzo, cuando navegaba por los ríos de Guyana, cuando caminaba por los senderos de montaña en la zona alta de Camerún, se vio cuestionado en Ogoja, a causa del desesperante desgaste de los días, por un pesimismo no expresado, cuando comprobó la imposibilidad de llegar hasta el final de su trabajo.
Me contaba, con la voz todavía velada por la emoción, sobre ese joven ibo que le llevaron al hospital de Ogoja, atado de pies y manos, con la boca amordazada por una especie de bozal de madera. Lo había mordido un perro y se le había declarado la rabia. Estaba lúcido y sabía que iba a morir. Por un momento, en el lugar donde lo aislaron, tuvo una crisis, con el cuerpo arqueado sobre la cama a pesar de las ligaduras y los miembros poseídos por tal fuerza que parecía que el cuero iba a romperse. Al mismo tiempo, gruñía y aullaba de dolor con espuma en la boca. Luego cayó en una especie de letargo, derrumbado por la morfina. Horas más tarde, mi padre introdujo en su vena la aguja que le inyectaba el veneno. Antes de morir, el muchacho miró a mi padre, perdió el conocimiento y su pecho se hundió en un último suspiro. ¿Qué hombre se es cuando se ha vivido algo así?
El olvido
Ése era el hombre que encontré en 1948, al final de su vida africana. No lo reconocí, no lo comprendí. Era demasiado diferente de todos los que conocía, un extraño, y aun más que eso, casi un enemigo. Nada tenía en común con los hombres que veía en Francia en el círculo de mi abuela, esos "tíos", esos amigos de mi abuelo, señores de otra época, distinguidos, condecorados, patriotas, revanchistas, charlatanes, que traían regalos, tenían una familia, relaciones, estaban abonados al Journal des voyages, leían a Léon Daudet y a Barres. Siempre impecablemente vestidos con sus trajes grises, sus chalecos, con cuello duro y corbata, con sombreros de fieltro y manejando sus bastones con la contera de hierro. Después de comer, se instalaban en los sillones de cuero del comedor, recuerdo de épocas prósperas, fumaban y hablaban y yo me dormía con la nariz en mi plato vacío mientras escuchaba el runrún de sus voces.
El hombre que vi al pie del auto, en el muelle de Port Harcourt, era de otro mundo: vestía un pantalón demasiado ancho y demasiado corto, sin forma, una camisa blanca, zapatos de cuero negro polvorientos por el camino. Era duro, taciturno. Cuando hablaba en francés tenía el acento cantarino de Mauricio, o bien hablaba en pidgin, ese dialecto misterioso que sonaba como campanillas. Era inflexible, autoritario, al mismo tiempo dulce y generoso con los africanos que trabajaban en el hospital y en su casa oficial. Estaba lleno de manías y rituales que yo no conocía y de los que no tenía la menor idea: los chicos nunca debían hablar en la mesa sin haber pedido autorización, no debían correr, ni jugar ni quedarse en la cama. No podían comer fuera de las comidas y nunca golosinas. Tenían que comer sin apoyar las manos en la mesa, no podían dejar nada en el plato y debían tener cuidado de no comer nunca con la boca abierta. Su obsesión por la higiene lo llevaba a gestos sorprendentes, como lavarse las manos con alcohol y flamearlas con un fósforo. Verificaba a cada momento el carbón del filtro de agua, sólo tomaba té, o agua hirviendo (lo que los chinos llaman té blanco), fabricaba él mismo sus velas con cera y mechas mojadas en parafina, lavaba él mismo la vajilla con extractos de saponaria. Fuera de su aparato de radio, conectado con una antena colgada a través del jardín, no tenía ningún contacto con el resto del mundo y no leía libros ni periódicos. Su única lectura era un pequeño tomo encuadernado en negro que encontré mucho tiempo después y que no puedo abrir sin emoción: Imitación de Cristo. Era un libro de militar, como imagino que los soldados de otra época podían leer los Pensamientos de Marco Aurelio en el campo de batalla. Por supuesto, nunca nos habló de esto.