Esta memoria está unida a los lugares, a los dibujos de las montañas, al cielo de la altura y a la ligereza del aire matinal. Al amor que sentía por su casa, esa choza de barro seco y hojas, el patio donde cada día las mujeres y los chicos se instalaban, sentados en el suelo, para esperar la hora de la consulta, un diagnóstico o una vacuna. A la amistad que acercaba a los habitantes.
Recuerdo, como si lo hubiera conocido, al asistente de mi padre en Banso, el viejo Ahidjo, que se había convertido en su consejero y amigo. Se ocupaba de todo, de la intendencia, del itinerario por regiones lejanas, de las relaciones con los jefes, de los salarios de los portadores y del estado de las cabañas de paso. Lo había acompañado en los viajes, al comienzo, pero sus muchos años y su estado de salud ya no se lo permitían. No le pagaban por el trabajo que hacía. Sin duda, ganaba prestigio y crédito: era el hombre de confianza del médico. Gracias a él mi padre pudo orientarse en el país, ser aceptado por todos (incluidos los brujos de los que era el competidor directo) y ejercer su oficio. De los veinte años que pasó en África occidental mi padre conservó sólo dos amigos: Ahidjo y el "doctor" Jeffries, un oficial de distrito de Bamenda, apasionado de la arqueología y la antropología. Un poco antes de que mi padre se fuera, Jeffries terminó efectivamente su doctorado y lo contrató la Universidad de Johannesburgo. Mandaba noticias cada tanto, en forma de artículos y folletos dedicados a sus descubrimientos y también, una vez por año, por Boxing day, un paquete de pasta de guayaba de Sudáfrica.
Ahidjo le escribió regularmente a mi padre, a Francia, durante años. En 1960, en el momento de la independencia, Ahidjo le preguntó a mi padre sobre la integración de los reinos del oeste de Nigeria. Mi padre le contestó que, teniendo en cuenta la historia, le parecía preferible que fueran integrados en el Camerún francófono que tenía la ventaja de ser un país pacífico. El futuro le dio la razón.
Después dejaron de llegar las cartas, y mi padre supo por las buenas hermanas de Bamenda que su viejo amigo había muerto. De la misma manera, un año el paquete de pasta de guayaba de Sudáfrica no llegó el día de año nuevo y supimos que el doctor Jeffries había desaparecido. Así se cortaron los últimos lazos que mi padre había conservado con su país de adopción. Sólo le quedaba la magra jubilación que el gobierno nigeriano, en el momento de la independencia, se había comprometido a pagar a sus viejos servidores. Pero un poco más tarde la jubilación dejó de llegar como si todo el pasado hubiera desaparecido.
Por lo tanto, el sueño africano de mi padre lo rompió la guerra. En 1938, mi madre dejó Nigeria para ir a dar a luz en Francia, con sus padres. La breve licencia que tomó mi padre por el nacimiento de su primer hijo le permitió ver a mi madre en Bretaña, donde se quedó hasta el final del verano de 1939. Tomó el barco de regreso a África antes de la declaración de guerra. Fue a su nuevo puesto en Ogoja, en la provincia de Cross River. Cuando estalló la guerra supo que de nuevo pasarían Europa a sangre y fuego. Tal vez esperaba, como mucha gente de Europa, que el avance del ejército alemán sería contenido en la frontera y que no alcanzaría Bretaña, por ser la parte más occidental.
Cuando llegaron las noticias de la invasión de Francia, en junio de 1940, era demasiado tarde para actuar. En Bretaña, mi madre vio a las tropas alemanas desfilar bajo sus ventanas, en Pont-l’Abbé, mientras la radio anunciaba que el enemigo se había detenido en el Marne. Las órdenes de la kommandantur eran inapelables: todos los que no eran residentes permanentes en Bretaña debían dejar el lugar. Apenas repuesta de su parto mi madre debió irse, primero a París, luego a la zona libre. Después no hubo más noticias. En Nigeria, mi padre sólo sabía lo que transmitía la BBC. Para él, aislado en la selva, África se había convertido en una trampa. A miles de kilómetros, en alguna parte por los caminos colmados de fugitivos, mi madre circulaba con el viejo De Dion de mi abuela llevando con ella a su padre y a su madre y a sus dos hijos de un año y de tres meses. Sin duda, fue en ese momento cuando mi padre intentó esa locura, cruzar el desierto y embarcarse en Argelia con destino al sur de Francia para salvar a su mujer y a sus hijos y llevarlos con él a África. ¿Mi madre habría aceptado seguirlo? Hubiera debido abandonar a sus padres en plena tormenta, cuando ya no estaban en condiciones de resistir. Afrontar los peligros del camino de regreso, arriesgarse a ser capturados por los alemanes o los italianos y deportados.
Mi padre no tenía ningún plan. Se lanzó a la aventura sin reflexionar.
Fue a Kano, en el norte de Nigeria, y compró un pasaje en una caravana de camiones que cruzaba el Sahara. En el desierto no había guerra. Los comerciantes seguían transportando sal, lana, madera y materias primas. Las rutas marítimas se habían vuelto peligrosas y el Sahara permitía la circulación de las mercancías. Para un oficial de sanidad del ejército inglés que viajaba solo, el proyecto era audaz e insensato. Mi padre subió hacia el norte y acampó en Hoggar, cerca de Tamanghasser (en esa época Fort-Laperrine). No había tenido tiempo de prepararse, de llevar medicamentos y provisiones. Compartía lo que comían los tuaregs que acompañaban la caravana y bebía como ellos agua de los oasis, un agua alcalina que purga a los que no están acostumbrados. A lo largo de la ruta tomó fotos del desierto, en Zinder, en Guezzam, en las montañas de Hoggar. Fotografió las inscripciones en tamacheq en las piedras, los campamentos de los nómadas, muchachas con la cara pintada de negro y niños. Pasó varios días en el fuerte de In Guezzam, en la frontera de las posesiones francesas en el Sahara. Unas construcciones de adobe en las que flotaba la bandera francesa, y en la calle un camión detenido, tal vez con el que viajaba. Llegó hasta la otra orilla del desierto, a Arak. Tal vez alcanzó el fuerte Mac-Mahon en El-Golea. En época de guerra cualquier extranjero es un espía. Finalmente lo detuvieron y le prohibieron seguir. Con la muerte en el corazón partido debió volver, rehacer el camino hasta Kano y hasta Ogoja.
Para él, a partir de ese fracaso, África ya no tuvo el mismo gusto a libertad. Bamenda, Baso, eran la época de la felicidad, en el santuario del país alto rodeado de gigantes, el monte Bambuta a 2700 metros, el Kodju a 2000 y el Oku a 3000. Había creído que nunca se iría. Había soñado con una vida perfecta en la que los chicos crecerían en esa naturaleza y se convertirían, como él, en habitantes de ese país.
Ogoja, adonde la guerra lo condenó, era un puesto avanzado de la colonia inglesa, un pueblo grande en una hondonada sofocante al borde del Aiya, rodeado por la selva, separado del Camerún por una cadena de montañas infranqueable. El hospital que tenía a su cargo existía desde hacía mucho tiempo, era un gran edificio de cemento con techo de chapa, sala de operaciones, dormitorios para los pacientes y un equipo de enfermeras y de parteras. Aunque seguía siendo un poco aventurero (quedaba a un día de auto de la costa), la aventura estaba planificada. El oficial de distrito no estaba lejos, el gran centro administrativo de la provincia de Cross River estaba en Abakaliki y se podía llegar por una ruta transitable.
La casa oficial en la que vivía estaba justo al lado del hospital. No era un hermoso edificio de madera como Forestry House en Bamenda, ni una cabaña rústica de adobe y palmeras como en Banso. Era una casa moderna, bastante fea, hecha de bloques de cemento con un techo de chapas onduladas que cada tarde la transformaba en un horno y que mi padre se apresuró a cubrir de hojas para aislarla del calor.
¿Cómo vivió esos largos años de guerra, solo en esa gran casa vacía, sin noticias de su mujer y de sus hijos?
Para él, su trabajo de médico se convirtió en una obsesión. La lánguida dulzura del Camerún ya no existía en Ogoja. Si bien seguía atendiendo en medio de la vegetación ya no lo hacía a caballo, por los sinuosos senderos de las montañas. Utilizaba su auto (ese Ford V8 que compró a su predecesor, más bien un camión que un auto, y que tanto me impresionó cuando vino a buscarnos al bajar del barco en Port Harcourt). Iba a los pueblos cercanos, unidos por las pistas de laterita, Ijama, Nyonnya, Bawop, Amachi, Baterik, Bakalung, hasta Obudu en las estribaciones de la montaña de Camerún. El contacto con los enfermos no era el mismo. Eran demasiado numerosos. En el hospital de Ogoja ya no había tiempo para hablar, para escuchar las quejas de las familias. Las mujeres y los niños ya no tenían su lugar en el patio del hospital, donde estaba prohibido encender fuego para cocinar. Los pacientes estaban en los dormitorios, acostados en verdaderas camas de metal con sábanas almidonadas y muy blancas, probablemente sufrían tanto por sus afecciones como por la angustia. Cuando entraba en las salas mi padre leía el temor en sus ojos. El médico ya no era el hombre que aportaba los alivios de los medicamentos occidentales y que sabía compartir su saber con los ancianos de la aldea. Era un extranjero cuya reputación se había extendido por todo el país, que cortaba brazos y piernas cuando había empezado la gangrena, y cuyo único remedio estaba contenido en ese instrumento a la vez aterrador e irrisorio, una jeringa de latón provista de una aguja de seis centímetros.