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El barco que me arrastraba hacia ese otro mundo también me entregaba la memoria. El presente africano borraba todo lo que lo había precedido. La guerra, el confinamiento en el departamento de Niza (donde vivíamos cinco en dos habitaciones de la buhardilla y hasta seis si contamos a la criada María, de la que mi abuela había decidido no prescindir), las raciones, o la huida a la montaña donde mi madre debía esconderse por miedo a una redada de la Gestapo, todo esto se borraba, desaparecía, se volvía irreal. A partir de entonces, para mí, habría un antes y un después de África.

La libertad en Ogoja era el reino del cuerpo. Era ilimitada la mirada desde lo alto de la plataforma de cemento sobre la que estaba construida la casa, semejante al habitáculo de una balsa en el océano de hierba. Si hago un esfuerzo de memoria, puedo reconstruir las fronteras imprecisas de ese ámbito. Cualquiera que hubiera guardado la memoria fotográfica del lugar quedaría asombrado de lo que un niño de ocho años podía ver en él. Sin duda, un jardín. No un jardín ornamental, ¿existía en ese país algo que fuera ornamental? Más bien un espacio útil, donde mi padre plantó frutales, mangos, guayabos, papayos y, para servir de cerco delante de la veranda, naranjos y limeros en los que las hormigas habían unido la mayor parte de las hojas para hacer sus nidos aéreos que desbordaban de una especie de plumón algodonoso que contenía sus huevos. En algún lugar, hacia la parte de atrás de la casa, en medio del matorral, había un gallinero con pollos y gallinas de Guinea y cuya existencia sólo me la señalaba la presencia,en círculos en el cielo, de buitres a los que mi padre a veces disparaba con la carabina. Pero un jardín al fin ya que uno de los empleados de la casa tenía el título de garden boy. En la otra punta del terreno estaban las chozas de la servidumbre: el boy, el small boy y sobre todo el cocinero, a quien mi madre apreciaba mucho y con el que preparaba platos, no a la francesa, sino la sopa de maní, las papas asadas, o foufou, esa pasta de ñame que era nuestra comida habitual. Cada tanto, mi madre experimentaba con él la confitura de guayaba o la papaya confitada, y también sorbetes que batía a mano. En ese patio había sobre todo niños, en gran número, que llegaban cada mañana para jugar y hablar, de los que sólo nos separábamos cuando caía la noche.

El africano - pic_5.jpg

Bailes samba, Bamenda

Todo esto podría dar la impresión de una vida colonial, muy organizada, casi ciudadana, o al menos campesina a la manera de Inglaterra o de Normandía antes de la era industrial. Sin embargo era la libertad total del cuerpo y del espíritu. Delante de la casa, en dirección opuesta al hospital donde trabajaba mi padre, empezaba una extensión sin horizonte, con una ligera ondulación en la que la mirada se perdía. Al sur, la pendiente llevaba al valle brumoso de Aiya, un afluente del río Cross, y a los pueblos Ogoja, Ijama y Bawop. Hacia el norte y el este podía ver la gran llanura salvaje sembrada de termiteros gigantes, cortada por arroyos y pantanos, y el comienzo de la selva, los bosques de gigantes, irokos, okumes, todo cubierto por un cielo inmenso, una bóveda de azul crudo donde ardía el sol y que cada tarde invadían nubes portadoras de tormenta.

Recuerdo la violencia. No una violencia secreta, hipócrita, aterradora como la que conocían los niños nacidos en medio de una guerra, ocultarse para salir, espiar a los alemanes con capote gris robando los neumáticos del De Dion-Bouton de mi abuela, escuchar en un sueño rumiar historias de tráfico, espionaje, palabras veladas, mensajes de mi padre que llegaban a través de Mr Ogilvy, cónsul de Estados Unidos y, sobre todo, el hambre, la falta de todo, el rumor de que las primas de mi madre se alimentaban de desperdicios. Esta violencia no era de verdad física. Era sorda y ocultada como una enfermedad. Yo tenía el cuerpo minado por ella, ataques irreprimibles, migrañas tan dolorosas que me ocultaba debajo de la carpeta de la mesa velador con los puños hundidos en mis órbitas.

Ogoja me daba otra violencia, abierta, real, que hacía vibrar todo mi cuerpo. Era visible en cada detalle de la vida y de la naturaleza que me rodeaba. Tormentas como nunca volví a ver ni a imaginar, el cielo de tinta rayado por los relámpagos, el viento que doblaba los grandes árboles de alrededor del jardín, que arrancaba las palmas del techo, que se arremolinaba en el comedor al pasar por debajo de las puertas y que apagaba las lámparas de petróleo. Algunas noches, un viento rojo llegaba del norte y hacía brillar las paredes. Una fuerza eléctrica que debía aceptar, domesticar, y para la que mi madre había inventado un juego: contar los segundos que nos separaban del impacto del rayo, oírlo llegar kilómetro a kilómetro, luego alejarse hacia las montañas. Una tarde mi padre operaba en el hospital cuando el rayo entró por la puerta, se extendió por el suelo, sin ruido, fundió las patas metálicas de la mesa de operaciones y quemó las suelas de caucho de mi padre; luego se le unió el relámpago y huyó por donde había entrado, como un ectoplasma, para volver al fondo del cielo. La realidad estaba en las leyendas.

África era potente. Para mí, un niño, la violencia era general, indiscutible. Entusiasmaba. En la actualidad, después de tantas catástrofes y abandono, es difícil hablar de ella. Pocos europeos han conocido ese sentimiento. El trabajo que hacía mi padre, primero en Camerún y luego en Nigeria, creaba una situación excepcional. La mayoría de los ingleses destinados a la colonia ejercían funciones administrativas. Eran militares, jueces, oficiales de distrito (esos D. O. cuyas iniciales, pronunciadas a la inglesa, Di-O, me habían hecho pensar en un nombre religioso, como una variación del Deo grafías de la misa a la que mi madre asistía al pie de la veranda todos los domingos a la mañana). Mi padre era el único médico en un radio de sesenta kilómetros. Pero esta dimensión no tenía ningún sentido: la primera ciudad administrativa era Abakaliki, a cuatro horas de camino, y para llegar había que cruzar el río Aiya en chalana y luego una espesa selva. La otra residencia de un oficial de distrito era la frontera del Camerún francés, en Obudu, al pie de las colinas donde todavía vivían los gorilas. En Ogoja, mi padre era responsable del dispensario (un viejo hospital religioso abandonado por las hermanas), y el único médico al norte de la provincia de Cross River. Allí hacía de todo, como dijo más tarde, desde el parto hasta la autopsia. Mi hermano y yo éramos los únicos niños blancos de toda esa región. No sabíamos nada de lo que puede formar la identidad un poco caricaturesca de los niños criados en las "colonias". Si leo las novelas "coloniales" escritas por los ingleses de esa época, o la anterior a nuestra llegada a Nigeria -por ejemplo, Joyce Cary, autor de Missié Johnson-, no reconozco nada. Si leo a William Boyd, que también pasó parte de su infancia en el África occidental británica, tampoco reconozco nada: su padre era oficial de distrito (en Accra, en Ghana, me parece). No sé nada de todo lo que describe, esa pesadez colonial, las ridiculeces de la sociedad blanca exiliada en la costa, todas las mezquindades a las que los niños están especialmente atentos, el desprecio por los indígenas, de los que sólo conocen la fracción de los sirvientes que deben inclinarse ante los caprichos de los hijos de sus amos y, sobre todo, esa especie de grupo en el que los hijos de la misma sangre se unen y se dividen a la vez, donde perciben un reflejo irónico de sus defectos y de sus mascaradas, y que de alguna manera forma la escuela de una conciencia racial que reemplaza para ellos el aprendizaje de la conciencia humana; puedo decir que, gracias a Dios, todo esto me ha sido completamente ajeno.

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