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Escucho la voz de los chicos que gritan, me llaman, están delante del cerco, a la entrada del jardín, han traídos sus piedritas y sus vértebras de cordero para jugar, para llevarme a cazar culebras. A la tarde, después de la lección de cálculo con mi madre, me sentaba en el cemento de la veranda, frente al horno del cielo blanco, para hacer dioses de arcilla y cocerlos al sol. Me acuerdo de cada uno de ellos, de sus nombres, de sus brazos levantados y de sus máscaras. Alasi, el dios del trueno, Ngu, Eke-Ifite la diosa madre, Agwu el malicioso. Pero eran aun más numerosos porque cada día inventaba un nombre nuevo, eran mis chis, mis espíritus que me protegían e iban a interceder por mí ante Dios.

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Bamenda

Miraba la fiebre que subía en el cielo del crepúsculo, los relámpagos que corrían en silencio entre los jirones grises de las nubes aureoladas de fuego. Cuando la noche sea profunda, escucharé el paso del trueno, cada vez más cerca, la onda que hace vacilar mi hamaca y sopla la llama de mi lámpara. Escucharé la voz de mi madre que cuenta los segundos que nos separan del impacto del rayo y que calcula la distancia a razón de trescientos treinta y tres metros por segundo. Y finalmente el viento de la lluvia, muy frío, que avanza con toda su potencia por la cima de los árboles, escucho cada rama que gime y se quiebra, el aire de la habitación se llena del polvo que levanta el agua al golpear contra la tierra.

Todo está tan lejos y tan cerca. Una simple pared fina como un espejo separa el mundo de hoy del mundo de ayer. No hablo de la nostalgia. Esa pena desamparada nunca me causó placer. Hablo de sustancia, de sensaciones, de la parte más lógica de mi vida.

Algo me fue dado, algo me fue quitado. Lo que está definitivamente ausente de mi infancia: haber tenido un padre, haber crecido al lado de él en la dulzura del hogar familiar. Sin nostalgia y sin extraordinaria ilusión sé que esto me faltó. Cuando un hombre, día tras día, mira cambiar la luz en el rostro de la mujer que ama, cuando espía cada resplandor furtivo de su hijo. Todo esto, que jamás ningún retrato ni ninguna foto podrá captar.

Pero me acuerdo de todo lo que recibí cuando llegué por primera vez a África: una libertad tan intensa que me quemaba, me embriagaba y la gozaba hasta el dolor.

No quiero hablar de exotismo; los niños son absolutamente ajenos a este vicio. No porque vean a través de los seres y de las cosas, sino porque, justamente, sólo ven eso: un árbol, un hueco en la tierra, una colonia de hormigas constructoras, una banda de chicos turbulentos en busca de un juego, un viejo de ojos nublados que tiende una mano descarnada, una calle en un pueblo africano un día de mercado, eran todas las calles de todos los pueblos, todos los chicos, todos los árboles y todas las hormigas. Ese tesoro está siempre vivo en el fondo de mí y no puede ser extirpado. Mucho más que de simples recuerdos, está hecho de certezas.

Si no hubiera tenido este conocimiento carnal de África, si no hubiera recibido esa herencia de mi vida antes de mi nacimiento, ¿en qué me hubiera convertido?

Hoy existo, viajo, a mi vez he formado una familia y me he arraigado en otros lugares. Sin embargo, a cada instante, como una sustancia etérea que circula entre las paredes de lo real, me siento traspasado por el tiempo de otra época, en Ogoja. Por bocanadas me sumerge y me aturde. No sólo esta memoria de niño, extraordinariamente precisa para todas las sensaciones, los olores, los gustos, las impresiones del relieve o del vacío y el sentimiento de la duración.

Ahora, al escribirlo, lo comprendo. Esa memoria no es sólo la mía. Es también la memoria del tiempo que precedió a mi nacimiento, cuando mi padre y mi madre caminaban juntos por las rutas del país alto, en los reinos del oeste de Camerún. La memoria de las esperanzas y de las angustias de mi padre, su soledad, su desamparo en Ogoja. La memoria de los instantes de felicidad, cuando mi padre y mi madre estaban unidos por el amor que creían eterno. Cuando se movían por la libertad de los caminos y los nombres entraron en mí como nombres de familia, Bali, Nkom, Bamenda, Banso, Nkongsamba, Revi y Kwaja. Y los nombres de los países, Mbembé, Kaka, Nsungli, Bum, Fungom. Las altas mesetas por donde avanzaban lentamente las manadas de animales con cuernos en medialuna como para colgarse de las nubes, entre Lassim y Ngonzin.

Tal vez, al final de cuentas, mi antiguo sueño no me engañaba. Si mi padre se había convertido en el africano, por la fuerza de su destino, yo puedo pensar en mi madre africana, la que me abrazó y me alimentó en el instante en que fui concebido, en el instante en que nací.

Diciembre de 2003-enero de 2004

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Río Nsob, país nsungli

J.M.G. Le Clézio

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