El advenimiento de la independencia, en Camerún y en Nigeria, y después, poco a poco, en todo el continente, debió de apasionarlo. Para él, cada insurrección debía de ser una fuente de esperanza. Y la guerra que acababa de estallar en Argelia, guerra en la cual sus propios hijos corrían el riesgo de ser movilizados, no podía parecerle sino el colmo del horror. Nunca le perdonó a De Gaulle el doble juego.
Murió el año en que apareció el sida. Ya había percibido el olvido táctico en el que las grandes potencias coloniales dejaban al continente al que habían explotado. Los tiranos que se habían instalado con la ayuda de Francia y Gran Bretaña, Bokassa, Idi Amin Dada, a quienes los gobernantes occidentales proveyeron de armas y subsidios durante años, antes de condenarlos. Las puertas abiertas a la emigración, esas cohortes de hombres jóvenes que dejaban Ghana, Benín o Nigeria en las década de 1960, para servir de mano de obra y poblar los guetos de los suburbios, luego esas mismas puertas que se cerraron cuando la crisis económica volvió a las naciones industriales temerosas y xenófobas. Y sobre todo el abandono de África a sus viejos demonios, paludismo, disentería y hambruna. En la actualidad la nueva peste del sida, que amenaza de muerte a un tercio de la población de África, y como siempre, las naciones occidentales, detentadoras de los remedios, que fingen no ver y no saber.
Al parecer, Camerún había escapado a esas maldiciones. El alto país del Oeste, al separarse de Nigeria, había hecho una elección razonable que lo ponía a cubierto de la corrupción y de las guerras tribales. Pero esa modernidad no aportaba los beneficios que habían sido anticipados. A los ojos de mi padre, lo que desaparecía era el encanto de los pueblos, la vida lenta, despreocupada, al ritmo de los trabajos agrícolas. La reemplazaba el incentivo de la ganancia, la venalidad y una cierta violencia. Aun lejos de Banso mi padre no podía ignorarlo. Debía de sentir el paso del tiempo como la ola que se retira abandonando la playa del recuerdo.
En 1968, mientras mi padre y mi madre veían crecer bajo sus ventanas, en Niza, las montañas de basura que dejaba la huelga general, y mientras en México yo oía el zumbido de los helicópteros del ejército que se llevaban los cuerpos de los estudiantes que habían matado en Tlatelolco, Nigeria entraba en la fase terminal de una matanza terrible, uno de los grandes genocidios del siglo, que se conoció con el nombre de guerra de Biafra. Por el dominio de los pozos de petróleo en la desembocadura del río Calabar, ibos y yorubas se exterminaban bajo la mirada indiferente del mundo occidental. Peor aún, las grandes compañías petroleras, sobre todo la anglo-holandesa Shell-British Petroleum, parte interesada en esta guerra, presionaron a sus gobiernos para que se aseguraran los pozos de petróleo y los oleoductos. Los Estados que representaban se enfrentaban por procuración, Francia del lado de los insurgentes de Biafra, la Unión Soviética, Gran Bretaña y Estados Unidos del lado del gobierno federal mayoritariamente yoruba. La guerra civil se convirtió en un problema mundial, en una guerra entre civilizaciones. Se hablaba de cristianos contra musulmanes o de nacionalistas contra capitalistas. Los países desarrollados encontraron una salida inesperada para sus manufacturas: vendían a los dos campos armas livianas y pesadas, carros de asalto, aviones y hasta mercenarios alemanes, franceses, chadianos, que integraban la 4a brigada de Biafra al servicio de los rebeldes de Ojukwu. Pero a fines del verano de 1968, cercado, diezmado por las tropas federales al mando del general Benjamín Adekunle, llamado por su crueldad el "Escorpión negro", el ejército de Biafra capituló. Sólo resistió un puñado de combatientes, la mayoría de los cuales eran niños, que blandían machetes y palos tallados en forma de fusil contra los Mig y los bombarderos soviéticos. Con la caída de Aba (no lejos del antiguo santuario de los guerreros magos de Aro Chuku), Biafra entró en una larga agonía. Con la complicidad de Gran Bretaña y Estados Unidos, el general Adekunle bloqueó el territorio de Biafra e impidió cualquier ayuda y aprovisionamiento. Ante el avance del ejército federal, presa de una locura vengativa, la población civil huyó hacia lo que quedaba del territorio de Biafra, invadió las sabanas y el bosque e intentó sobrevivir con las reservas. Hombres, mujeres, niños cayeron en una trampa mortal. A partir de septiembre ya no hubo operaciones militares, sino millones de personas separadas del resto del mundo, sin víveres, sin medicamentos. Cuando, por fin, las organizaciones internacionales pudieron entrar en la zona insurgente, descubrieron la amplitud del horror. A lo largo de los caminos, al borde de los ríos, a la entrada de los pueblos, centenares de miles de niños se estaban muriendo de hambre y de deshidratación. Era un cementerio vasto como un país. Por todas partes, en las llanuras herbosas iguales a aquellas donde yo, en otra época, iba a hacerles la guerra a los termes, niños sin padres erraban sin destino con sus cuerpos transformados en esqueletos. Mucho tiempo después me sentí atormentado por el poema de Chinua Achebe, Navidad en Biafra, que empieza con estas palabras:
No, ninguna Virgen con el Niño podrá igualar
El cuadro de la ternura de una madre
Hacia ese hijo que muy pronto deberá olvidar.
Vi esas imágenes terribles en todos los periódicos y los semanarios. Por primera vez, el país en el que había pasado la parte más memorable de mi infancia se mostraba al resto del mundo, pero era porque se moría. Mi padre vio esas imágenes, ¿cómo hubiera podido aceptarlas? A los setenta años, sólo se puede mirar y callar. Sin duda, verter lágrimas.
El mismo año de la destrucción del país donde había nacido, le retiraron a mi padre la nacionalidad británica debido a la independencia de la isla Mauricio. A partir de ese momento dejó de pensar en irse. Había armado el proyecto de volver a África, no a Camerún, sino a Durban, en Sudáfrica, para estar más cerca de sus hermanos y hermanas que se habían quedado en la isla Mauricio natal. Después pensó en instalarse en las Bahamas, comprar un terreno en Eleuthera y construir una especie de campamento. Había soñado con los mapas. Buscaba otro lugar, no los que había conocido y donde había sufrido, sino un mundo nuevo, donde pudiera volver a empezar, como en una isla. Después de la masacre de Biafra ya no soñó. Entró en una especie de mutismo empecinado que lo acompañaría hasta su muerte. Hasta olvidó que había sido médico, que había llevado una vida aventurera y heroica. Cuando, como consecuencia de una mala gripe, lo hospitalizaron brevemente para una transfusión sanguínea, logré con dificultad que le dieran el resultado de sus análisis. "¿Por qué los quiere? -preguntó la enfermera- ¿Es médico?" Le dije: "Yo no, pero él sí". La enfermera le llevó los documentos. "¿Por qué no dijo que era médico?" Mi padre contestó: "Porque no me lo preguntó". De cierta manera me pareció que no era por resignación sino por su deseo de identificación con todos los que había curado, a los que, al final de su vida, empezaba a parecerse.
A esa África quiero volver sin cesar, a mi memoria de niño. A la fuente de mis sentimientos y de mis determinaciones. El mundo cambia, es verdad, y el que está de pie allá en medio de la llanura de hierbas altas, en el soplo cálido que trae los olores de la sabana, el ruido agudo de la selva, que siente en sus labios la humedad del cielo y de las nubes, está tan lejos de mí que ninguna historia, ningún viaje me permitirá llegar a él.
Sin embargo, a veces, camino por las calles de una ciudad, al azar, y de golpe, al pasar ante la puerta de un edificio en construcción, respiro el olor frío del cemento que acaba de ser colado, y estoy en la cabaña de paso de Abakaliki, entro en el cubo umbrío de mi cuarto y veo detrás de la puerta el gran lagarto azul que nuestra gata ha estrangulado y que me trae en signo de bienvenida. O bien, en el momento que menos lo espero, me invade el perfume de la tierra mojada de nuestro jardín en Ogoja, cuando el monzón se arrastraba por el techo de la casa y dibujaba los arroyos color sangre en la tierra resquebrajada. Hasta escucho, por encima de la vibración de los autos embotellados en una avenida, la música suave e hiriente del río Aiya.