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– ¿Drogó usted a Peabody?

– Unas cuantas veces, sólo para sonsacarle algún de?talle que usted hubiera podido dejar fuera de sus infor?mes oficiales. Y para dejarla bien dormida cuando yo te?nía que salir de noche. Era una coartada perfecta. En fin, ya sabe lo de Pandora. Eso también fue casi como usted había imaginado. Solo que yo estaba acechando su casa esa noche. La agarré tan pronto salió por la puerta hecha una furia. Quería ir a casa del diseñador ese. Para enton?ces ya habíamos terminado nuestra relación erótica. Sólo nos unía el negocio. Y pensé: ¿por qué no eliminar?la? Yo sabía que ella intentaba dejarme fuera del nego?cio. Quería quedarse con todo. Le parecía que ya no ne?cesitaba a un poli, ni siquiera teniendo en cuenta que yo era quien le había proporcionado la droga. Sabía lo de Boomer. Pero eso no le quitó el sueño. ¿Qué más daba un sucio personajillo de los bajos fondos? Y en ningún momento se le ocurrió pensar que yo le haría daño.

– Pero se lo hizo.

– La llevé adonde quería. No estoy seguro de si pen?sé hacerlo entonces, pero cuando vi la cámara de seguri?dad rota me pareció un buen presagio. El apartamento estaba vacío. Ella y yo, solos. Se lo cargarían al modisto, o a la chica con la que ella se había peleado. Así que la li?quidé. Al primer golpe cayó al suelo, pero luego se le?vantó. Esa droga le daba fuerza. Tuve que seguir pegán?dole y pegándole. Joder, la de sangre que salió. Al final cayó del todo. Luego entró esa amiga suya, y el resto ya lo conoce.

– Sí. Usted volvió a casa de Pandora y cogió la caja de las tabletas. ¿Por qué se llevó también el minienlace?

– Ella lo usaba para llamarme. Podía haber grabado los números.

– ¿Y Cucaracha?

– Un añadido a la mezcla. Lo hice para confundir. Cucaracha siempre estaba dispuesto a probar productos nuevos. Usted estaba dando palos de ciego, y yo quería hacer algo donde mi coartada fuera perfecta, por si aca?so. De ahí lo de DeeDee.

– También hizo lo de Jerry, ¿no es cierto?

– Fue tan fácil como un paseo por la playa. Incité a uno de los pacientes violentos con un colocón rápido y esperé a que se armara. Tenía algo para Jerry, la hice salir de allí antes de que supiera lo que estaba pasando. Le prometí una dosis y ella lloró como un bebé. Primero morfina para que no se le ocurriera negarse a cooperar; luego Immortality, y después un poco de Zeus. Murió feliz, Eve. Dándome las gracias.

– Qué humanitario.

– No, Eve. Soy un tipo egoísta que busca ser el núme?ro uno. Y no me avergüenzo. Llevo doce años pateándo?me la calle, nadando en sangre, vómitos y corridas. Yo ya he cumplido. Esta droga me va a dar todo lo que siempre he deseado. Seré capitán, y gracias a los contactos que eso supondrá, iré ingresando beneficios en una bonita cuenta durante cuatro o cinco años y luego me retiraré a una isla tropical para dedicarme a tomar daiquiris.

Casto empezaba a refrenarse, Eve lo veía por su tono de voz. La excitación y la arrogancia habían dado paso al sentido práctico.

– Primero tendrá que matarme a mí.

– Ya lo sé. Es una pena. Casi le entregué a Fitzgerald, pero usted no quiso contentarse con eso. -Con algo pa?recido al afecto, él le pasó una mano por el cabello-. A usted se lo voy a hacer más fácil. Aquí tengo algo que hará el trabajo suavemente. No sentirá nada.

– Es muy considerado, Casto.

– Se lo debo, encanto. De poli a poli. Si hubiera deja?do las cosas como estaban después que su amiga quedó libre, pero no le dio la gana. Ojalá todo hubiera sido dis?tinto, Eve. Me caía usted realmente bien. -Se acercó un poco más, tanto que ella notó su aliento en los labios como si él quisiera demostrarle lo bien que le caía.

Eve levantó lentamente las pestañas, mirándole a la cara.

– Casto -musitó.

– Sí, ahora relájese. Enseguida acabaremos. -Metió la mano en el bolsillo.

– Cabrón. -Eve lanzó la rodilla con fuerza. Su per?cepción de fondo aún estaba un poco deteriorada. En vez de darle en la ingle le incrustó la rodilla en el men?tón. Casto cayó de la cama y la jeringa á presión que te?nía en la mano fue a parar al suelo.

Ambos se lanzaron por ella.

– ¿Dónde se habrá metido? No es capaz de largarse de su propia fiesta. -Mavis taconeó impaciente mientras seguía escudriñando el club-. Y es la única que aún está sobria.

– ¿En el servicio de señoras? -sugirió Nadine, ponién?dose sin entusiasmo la blusa sobre el sostén de encaje.

– Peabody ha mirado dos veces. Doctora Mira, no habrá intentado fugarse, ¿verdad? Sé que está nerviosa, pero…

– No, no es su estilo. -Aunque la cabeza le daba vueltas, Mira procuró hablar con serenidad-. Volvere?mos a mirar. Tiene que estar en alguna parte. Pero hay tanta gente…

– ¿Siguen buscando a la novia? -Crack se les acercó sonriendo de oreja a oreja-. Creo que le apetecía un pol?vo de despedida. Ese de ahí la vio entrar en un cuarto privado con un tipo con pinta de cowboy.

– ¿Dallas? -Mavis explotó de risa -. Ni pensarlo.

– Lo estará celebrando, -Crack se encogió de hom?bros-. Hay más habitaciones, si a alguna le entran las ga?nas.

– ¿En qué cuarto? -inquirió Peabody, ahora sobria después de haber sacado todo lo que tenía en el estómago.

– El número cinco. Eh, si prefieren una cama redon?da, puedo buscarles unos cuantos chicos guapos. Varie?dad de tamaños, formas y colores. -Crack meneó la ca?beza mientras ellas se alejaban, y decidió que lo mejor sería irse a mantener el orden.

Los dedos de Eve resbalaron sobre la jeringa, y el coda?zo que sintió en el pómulo repercutió en toda su cara. La ventaja inicial y el hecho de haberse mostrado dispuesta a pelear habían desconcertado a Casto.

– Tendría que haberme dado una dosis más grande. -Eve acompañó sus palabras con un puñetazo al esófa?go-. Imbécil, esta noche no he bebido nada. -Puntuó la frase aplastándole la nariz-. Esto va por Peabody, hijo-puta.

Casto la golpeó en las costillas, dejándola sin respi?ración. La jeringa pasó a un centímetro de su brazo y ella le lanzó una patada. Nunca llegaría a saber si fue la suerte, la falta de percepción de fondo o el propio error de Casto, pero éste hizo una finta para esquivar la patada al estómago, y los pies de ella, como sendos pistones, acertaron de lleno en su cara.

Casto puso los ojos en blanco y su cabeza golpeó el suelo con un siniestro y satisfactorio golpe.

Con todo, había conseguido meterle un poco más de droga. Eve se arrastró por el suelo con la sensación de estar nadando en un espeso jarabe dorado. Llegó a la puerta, pero la cerradura y el código parecían estar tres o cuatro metros más arriba de su mano.

Entonces la puerta se abrió.

Eve notó que la izaban y le daban palmaditas. Al?guien estaba ordenando que le dieran aire. Tuvo ganas de reír pero no le salía la risa. Estaba volando, no podía pensar en otra cosa.

– Ese cabrón los mató -repetía-. Los mató a todos. Me equivoqué con él. ¿Dónde está Roarke?

Le levantaron los párpados, y pudo haber jurado que los globos oculares rodaban como canicas enloque?cidas. Oyó las palabras «centro de salud» y empezó a lu?char como una tigresa.

Roarke bajó la escalera con una sonrisa. Sabía que Feeney se había quedado arriba, resoplando de mal humor, pero él estaba convencido. Para un negocio de la enver?gadura de Immortality hacía falta un experto y contac?tos confidenciales. Casto cumplía ambos requisitos.

Eve tampoco querría saber nada, de modo que no se lo diría. Pero Feeney tendría tres semanas para fisgar mientras ellos estaban de luna de miel. Si es que iba a ha?ber luna de miel.

Oyó abrirse la puerta y ladeó la cabeza. Esto lo iban a aclarar de una vez por todas, decidió. Aquí y ahora. Bajó dos peldaños más, y luego el resto a la carrera.

– ¿Qué diablos le ha pasado a Eve? Está sangrando. -También él tenía los ojos inyectados cuando arrebató a Eve de brazos de un negro corpulento ataviado con un taparrabos plateado.

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