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– ¿Por qué no me lo dijiste? -Le inclinó la cara para mirarla a los ojos-. No tienes por qué sufrir tú sola.

– Es imposible pararlos -repitió ella-. No podía de?jar de recordar por más tiempo. Y ahora lo recuerdo todo. -Se frotó la cara-. Yo le maté, Roarke. Yo maté a mi padre.

Capitulo Trece

Mientras la miraba, Roarke notó los temblores que la seguían sacudiendo.

– Has tenido una pesadilla, cariño.

– Ha sido como revivir el pasado.

Tenía que calmarse, de lo contrario no podría sa?carlo todo. Tenía que pensar con lógica, como un po?licía, no como una mujer. No como una niña aterro?rizada.

– Todo era tan claro, Roarke, que aún lo estoy sin?tiendo. Le noto a él encima de mí. La habitación donde me tenía encerrada, en Dallas. Siempre.me encerraba para poseerme. Una vez intenté huir, escaparme, y él me pilló. Después de eso, siempre buscaba habitaciones al?tas y cerraba la puerta por fuera. Para que yo no pudiera salir. No creo que nadie supiera que yo estaba dentro. -Trató de aclararse la garganta en carne viva-. Necesito un poco de agua.

– Toma. Bebe esto. -Roarke cogió el vaso que Summerset había dejado junto a la silla.

– No; es un tranquilizante. No quiero tomar eso. -Hizo un esfuerzo por respirar-. No quiero tranquili?zantes.

– Está bien. Iré por agua. -Se levantó y vio que ella le miraba con recelo-. Sólo agua. Te lo prometo.

Aceptando su palabra, ella cogió el vaso que le trajo y bebió agradecida. Cuando él se sentó en el brazo de la butaca, ella miró al frente y continuó.

– Recuerdo la habitación. He tenido partes de este sueño durante las últimas dos semanas. Los detalles em?pezaban a encajar. Incluso fui a ver a la doctora Mira. Sí, ya sé que no te lo dije. No podía.

– Está bien. Pero me lo vas a contar ahora.

– He de hacerlo, Roarke. -Respiró hondo y trató de recordar como si fuera la escena de un crimen-. Yo estaba despierta, deseando que él regresara demasiado bo?rracho para tocarme. Era tarde.

No tuvo que cerrar los ojos para verlo: la sucia habi?tación, el parpadeo de la luz roja entrando por la mu?grienta ventana.

– Frío -murmuró-. Mi padre había roto el control térmico y nacía mucho frío. Podía verme el aliento. -Tiri?tó al recordarlo-. Pero además estaba hambrienta. Bus?qué algo que comer. Él nunca dejaba gran cosa en el cuar?to. Siempre tenía hambre. Estaba quitando el moho a un pedazo de queso cuando él entró.

La puerta al abrirse, el miedo, el ruido del cuchillo al caer. Quería levantarse, calmar sus nervios, pero no es?taba segura de que las piernas pudieran aguantarla.

– Enseguida vi que no estaba lo bastante ebrio. Re?cuerdo su aspecto. Su pelo era castaño oscuro y su cara se había ablandado por la bebida. Quizá había sido gua?po en tiempos, pero ya no. Tenía capilares rotos en la cara y en los ojos. Sus manos eran grandes. Quizá es que yo era pequeña, pero me parecían espantosamente grandes.

Roarke empezó a masajearle los hombros para cal?mar la tensión.

– Ya no pueden hacerte daño. Ahora no pueden to?carte.

– No. -Salvo en sueños, pensó ella. Los sueños eran dolorosos-. Se puso como una fiera porque había comi?do. Yo no podía tocar nada sin pedirle permiso.

– Santo Dios. -La arropó en la manta porque no dejaba de tiritar. Y sintió que quería darle algo, cual?quier cosa, para que ella no pensara nunca más en pasar hambre.

– Entonces empezó a pegarme. -Hizo un-esfuerzo para proseguir. Ahora es como un informe, se dijo. Nada más-. Me tumbó y me siguió pegando. En la cara, en el cuerpo. Yo no paraba de llorar y de gritar, de im?plorarle. Me arrancó la ropa y me metió los dedos. Me hacía un daño horrible, porque me había violado la no?che anterior y aún me dolía. Luego me violó otra vez. Jadeando encima mío, diciéndome que fuera buena. Fue como si me rasgara las entrañas. El dolor era tan intenso que no pude soportarlo más. Le clavé las uñas. Supongo que le hice sangre. Entonces fue cuando me rompió el brazo.

Roarke se levantó bruscamente y pulsó el mecanis?mo para abrir las ventanas. Necesitaba aire.

– No sé si perdí el conocimiento, quizá un par de mi?nutos. Pero no pude superar el dolor. A veces se puede.

– Sí -dijo él-. Lo sé.

– El dolor me llegaba en negras e inmensas oleadas. Y él no paraba nunca. Yo tenía el cuchillo en la mano. Lo tenía allí, a punto. Y entonces se lo clavé. -Tuvo un estremecimiento mientras Roarke se volvía-. Le apuñalé varias veces seguidas. Todo estaba lleno de sangre. Aquel olor acre y fuerte. Me escurrí de debajo de él. Tal vez ya estaba muerto, pero seguí apuñalándole. Es como si fuera ahora, Roarke. Me veo allí de rodillas empuñan?do el cuchillo, la sangre chorreándome por las muñecas, salpicándome la cara. Y el dolor, la rabia que latía dentro de mí. No pude parar.

¿Quién habría parado?, se preguntó él. ¿Quién?

– Entonces me fui al rincón para estar lejos de él, porque cuando se levantara me mataría. Me desmayé, creo, porque no recuerdo nada más hasta que ya había salido el sol. Me dolía todo, todo. Sentí náuseas, vomité. Y cuando terminé, lo vi. Lo vi todo.

Él le cogió la mano: un carámbano, quebradizo.

– Ya es suficiente, cariño.

– No, deja que termine. -Se forzó a hablar como si las palabras fueran rocas que salían de su corazón-. Supe que le había matado y que vendrían por mí para me?terme en la cárcel. En una celda oscura. Es lo que siem?pre me decía él que les pasaba a los que no eran buenos. Fui al baño y me limpié toda la sangre. El brazo me dolía horrores, pero yo no quería ir a la cárcel. Me puse lo pri?mero que encontré y guardé el resto de mis cosas en una bolsa. Yo seguía pensando que se levantaría y vendría por mí, pero no ocurrió nada. Le dejé allí muerto. Eché a andar. Era muy temprano. Apenas había gente en la calle. Arrojé la bolsa, o la perdí. Ya no me acuerdo. Ca?miné un largo trecho y luego me acurruqué en un calle?jón hasta la noche.

Se pasó una mano por la boca. También se acordaba de eso: la oscuridad, el hedor, el miedo que superaba el dolor físico.

– Seguí andando y andando hasta que ya no pude más. Busqué otro callejón. No sé cuánto tiempo estuve allí, pero ahí fue donde me encontraron. Para entonces ya no recordaba nada; qué había pasado, dónde me en?contraba. Ni quién era yo. Todavía no recuerdo mi nombre. Él nunca me llamaba por mi nombre.

– Tú te llamas Eve Dallas. -Ahuecó las manos sobre la cara de ella-. Y esa parte de tu vida ha quedado atrás. Tú sobreviviste, superaste ese momento. Ahora que lo has recordado, olvídate de ello.

– Roarke. -Al mirarle, ella supo que nunca había querido a nadie más-. No puedo olvidarlo. He de en?frentarme a lo que hice. A las consecuencias. No puedo casarme contigo ahora. Mañana devolveré mi placa.

– ¿Qué locuras estás diciendo?

– Yo maté a mi padre, ¿es que no lo entiendes? Es preciso investigar. Aunque yo salga inocente, eso no niega el hecho de que mi solicitud para ingresar en la academia, mi expediente, son fraudulentos. Mientras la investigación esté en marcha, no puedo ser policía y no puedo casarme contigo. -Más calmada, se puso en pie-. He de hacer las maletas.

– Inténtalo.

Su voz sonó grave, peligrosa, y eso la detuvo.

– Roarke, he de seguir el procedimiento.

– No, lo que has de hacer es sosegarte. -Fue hasta la puerta y la cerró-. ¿Crees que vas a alejarte de mi vida sólo porque te defendiste de un monstruo?

– Maté a mi padre, Roarke.

– Mataste a un monstruo, joder. Eras una niña. ¿Vas a quedarte ahí, mirarme a la cara y decirme que se puede culpar a una niña?

– No se trata de lo que yo piense. La justicia…

– ¡Debería haberte protegido! -le espetó él, la mente poblada de visiones. Casi podía oír cómo se rompía el tenso cable del control-. Al cuerno la justicia. ¿De qué nos sirvió a ti o a mí cuando más la necesitábamos? Si quieres tirar tu placa porque la ley es demasiado endeble para cuidar de los inocentes, de los niños, adelante. Echa a perder tu carrera. Pero de mí no te vas a librar.

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