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Fui a la playa y me quedé en el parking con las fichas, en las que anoté todo lo que recordaba del caso hasta aquel instante. Tardé una hora y la mano se me agarrotó, pero tenía que poner por escrito la información mientras recordase los detalles con claridad. Al terminar, me quité los zapatos, cerré el coche y anduve por la arena. Hacía demasiado calor para correr y la falta de sueño me volvía torpe. La brisa que soplaba del océano parecía densa a causa del olor a sal. Las olas parecían acercarse a cámara lenta y no formaban espuma. Él océano era de un azul luminoso y la arena estaba alfombrada de conchas exóticas; lo único que veía de pequeña en las playas de California era burujos de algas y cascos rotos de Coca-Cola erosionados por el mar. Me entraron ganas de tumbarme en la arena y dormitar al sol, pero tenía trabajo.

Comí en un chiringuito de carretera construido con piedra artificial de color rosa mientras oía por la radio un programa en español que me pareció tan extranjero como la comida. El banquete consistió en guisado de frijoles y bolsa, una especie de empanada de hojaldre rellena de carne picada con especias. A eso de las cuatro estaba en el avión, rumbo a California. Había estado en Florida menos de doce horas y me pregunté si estaba más cerca de Elaine Boldt que al principio. Siempre cabía la posibilidad de que Pat Usher hubiera sido sincera al decir que Elaine se encontraba en Sarasota, pero lo dudaba. En cualquier caso, ardía en deseos de llegar a casa, y dormí como un lirón hasta que llegamos a Los Ángeles.

Cuando a las nueve de la mañana siguiente entré en el despacho, me puse a redactar una solicitud dirigida al Registro de Permisos de Conducir, del Departamento de Vehículos a Motor de Tallahasee, Florida, y otra al de Sacramento, por si, por una de aquellas, Elaine se había sacado el carnet en el curso de los últimos seis meses. Envié solicitudes parecidas al Registro de Matrículas de ambas localidades, no tanto por la esperanza de que las pesquisas surtieran efecto cuanto por mi necesidad de tantear todas las posibilidades. Puse los cuatro sobres en la bandeja, cogí la guía telefónica y me puse a buscar agencias de viaje que estuvieran cerca del piso de Elaine. Quería averiguar su ruta y si había adquirido y utilizado un pasaje de avión. Hasta el momento, la única prueba de que Elaine hubiera llegado a Miami era el testimonio de Pat Usher. Cabía la posibilidad de que ni siquiera hubiera llegado al aeropuerto de Santa Teresa, de que hubiera bajado del avión en algún punto del trayecto. En cualquier caso, tenía que comprobar todos los detalles. Me sentía como si estuviese en una línea de montaje, inspeccionando la realidad con una lente de joyero. No hay lugar para la impaciencia, el desaliento o el despiste en la vida de quien se dedica a la investigación privada. A las amas de casa se les exige las mismas virtudes, según tengo entendido.

Casi todas mis investigaciones se desarrollan del mismo modo. Notas sin cuento, informaciones infinitas que hay que verificar una y otra vez, pistas que se siguen y que en ocasiones no conducen a ninguna parte. Suelo fijar un sitio desde el que empezar y avanzo despacio pero con método, sin saber nunca al principio qué es relevante y qué no. Todo se basa en los detalles, en hechos que se acumulan tras grandes esfuerzos.

En la actualidad es difícil mantener el anonimato. Hay información prácticamente sobre todo el mundo: informes bancarios en microfilm, expedientes militares, procesos, matrimonios, divorcios, testamentos, partidas de nacimiento, actas de defunción, licencias, permisos, vehículos registrados. Si un ciudadano quiere ser invisible, que lo pague todo al contado; y si yerra, que no le echen el guante. De lo contrario, cualquier buen detective, incluso un ciudadano particular curioso y pertinaz, puede dar con su paradero. Me asombra que el ciudadano medio no sea más paranoico. Casi todos nuestros datos privados figuran en archivos públicos. Basta con saber cómo acceder a ellos. Y lo que la administración nacional o local no tenga archivado, estará dispuesto a contárnoslo cualquier vecino sin necesidad de gastar un céntimo. Si no había forma de conseguir línea directa con Elaine Boldt, intentaría los accesos indirectos. Había puesto rumbo a Boca hacía dos semanas, y de noche, cosa que, según Tillie, no le gustaba hacer. Había dicho a Tillie que se encontraba mal, que se marchaba por prescripción médica, aunque hasta el momento no se había comprobado esta afirmación. Elaine podía haber mentido a Tillie. Tillie podía haberme mentido a mí. A juzgar por lo que sabía, Elaine podía haberse marchado al extranjero dejando que Pat Usher difundiera la especie de que se encontraba en Sarasota. Ignoraba por qué habría podido hacer una cosa así, y en tal caso me quedaba mucho que investigar aún.

Tras reducir la lista de agencias de viaje a seis candidaturas posibles, llamé a Beverly Danziger y le conté mi expedición a Florida. Quería tenerla al corriente, aunque el viaje no me había servido de mucho. También quería hacerle un par de preguntas.

– ¿Qué hay de su familia? -inquirí-. ¿Viven aún sus padres?

– No, hace años que murieron. En realidad nunca fuimos una familia muy unida. Y no creo que Elaine haya mantenido relaciones cordiales con nuestros tíos o primos.

– ¿Y el trabajo? ¿Qué empleos ha tenido?

Beverly se echó a reír.

– Parece que no tiene usted una idea muy clara de quién es Elaine. No ha movido un dedo en su vida.

– Pues tiene cartilla del seguro -dije-. Si efectivamente ha trabajado, es una nueva pista que investigar. Por lo poco que sabemos, igual está de camarera por ahí, por amor a la aventura.

– Bueno, yo creo que no ha tenido un trabajo en su vida, pero, si lo ha tenido, no creo que quisiera repetir la experiencia -dijo Beverly con determinación-. La malcriaron de pequeña. Pensaba que tenía derecho a todo y, si no se lo daban, lo cogía sin pedir permiso.

La verdad es que yo no estaba de humor para oír cómo desahogaba las penas del pasado.

– Mire, tenemos que ir al fondo del asunto. Creo que deberíamos denunciar su desaparición. Así ampliaríamos el radio de operatividad. Además, eliminaríamos determinadas posibilidades y, créame, todo sirve para este objetivo.

Siguió entonces un silencio tan absoluto que pensé que había colgado.

– ¿Oiga?

– Sí, estoy aquí -dijo-. Es que no entiendo por qué quiere hablar precisamente con la policía.

– Porque es el siguiente paso que pide la lógica. Su hermana puede estar en cualquier parte de Florida, pero suponga que no es así. Por el momento no contamos más que con la palabra de Pat Usher. ¿Por qué no ampliamos pues nuestro horizonte? Que la policía emita una orden de búsqueda. Que la policía de Boca Ratón investigue en Sarasota, a ver qué consigue. Puede poner en circulación una descripción de su hermana, a través de la policía estatal y local, y averiguar si por lo menos no está enferma, muerta o detenida.

– ¿Muerta?

– Sí, lo lamento. Sé que es alarmante, y a lo mejor no es el caso, pero la policía tiene acceso a toda una información que a mí me está vedada.

– Es increíble. Yo sólo quería su firma. La contraté a usted porque pensé que sería el medio más rápido de localizarla. No creo que en el fondo sea asunto de la policía. Bueno, lo que pasa es que no quiero que recurra usted a ella.

– Está bien. ¿Qué hacemos entonces? No me parece lógico que me pida que encuentre a su hermana y al mismo tiempo me obstaculice la investigación.

– ¿Por qué no, si no me parece conveniente? No comprendo por qué no quiere usted dejar las cosas como están.

Esta vez fui yo quien guardó silencio. No acababa de entender la naturaleza y carácter de aquella inquietud suya.

– Beverly, ¿le parece que lo hago mal? ¿Me está usted diciendo que abandone el caso?

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