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– No se lo reprocho. También yo le tengo miedo. Está loca. ¿Se han llevado el equipaje en el coche?

Se estaba desmoronando, hundiéndose totalmente. La idea de que Leonard la hubiera abandonado era demasiado dolorosa, y la imagen de las maletas preparadas no pudo por menos de romperle el corazón. Era demasiado. Ahora que se iba de su lado, ¿qué importancia tenía ya nada?

– Han ido en su busca -dijo. Había hablado en medio de una boqueada y la nariz había empezado a moquearle-. Primero al motel que hay junto al desfiladero y después a la casa. Discutieron, pero ella no tenía intención de abandonarla porque era una prueba.

– Abandonar ¿qué?

– El… bueno, ya sabes…

– ¿El arma homicida?

Asintió, asintió una y otra vez. Pensé que no iba a detenerse nunca. Era como si los tendones del cuello se le hubieran soltado y la cabeza estuviera condenada a moverse eternamente. Parecía uno de esos perros de cabeza bamboleante que suelen ponerse en la ventanilla trasera de los coches.

– Escucha, Lily. Quiero que llames a la policía. Escóndete en la casa de cualquier vecino y quédate allí hasta que llegue alguien. ¿Entiendes lo que te digo? Vamos, muévete. ¿Necesitas algo? ¿Un suéter, un bolso? -Quise gritarle que se diera prisa, pero no me atreví.

Me miraba con ojos preocupados y abatidos, con una mirada tan confiada como la de un perro. La ayudé a ponerse en pie, apagué la televisión y la conduje hasta la puerta. Oteé la calle, no había nadie a la vista. No podía creer que Leonard permitiese que Marty hiciera daño a su hermana, pero todos sabíamos quién mandaba allí. Tenía la sensación de estar perdiendo el tiempo, pero tenía que dejar a Lily Howe en un lugar seguro. Nos dirigimos a la primera vivienda en que vimos luz, una casa de cedro situada a escasa distancia.

Llamé al timbre. Abrió la puerta un hombre, empujé a Lily hacia el interior y dije que aquella mujer estaba en peligro y que necesitaba ayuda. La alenté a que llamara a la policía y me marché. No estaba muy segura de que lo hiciera.

Cogí el coche y salí pitando, los neumáticos chirriaron cuando patiné al tomar una curva dos manzanas más allá. Conducía con los músculos en tensión, me saltaba las señales de stop, adelantaba a otros vehículos de cualquier manera. Tenía que llegar a la casa antes que ellos. Frené en seco en un semáforo y aproveché la breve interrupción para buscar la linterna en la guantera. Comprobé el estado de las pilas. Parecían estar bien. El semáforo se puso en verde y salí disparada.

Me di cuenta demasiado tarde de que había dejado la pistola en el archivador del despacho. A punto estuve de pisar a fondo el freno y dar media vuelta, pero no tenía tiempo. Si habían ido primero al motel, entre que hacían el equipaje, lo comprobaban y lo metían en el coche, me darían margen suficiente para hacerme con el arma del crimen antes de que llegaran. Si me ganaban por la mano, iría derecha a casa de Tillie para llamar a la policía. No tenía intención de detener a Marty Grice yo sola.

Sentí que por dentro me inundaba un chorro de adrenalina, las neuronas se me pusieron al rojo y un arrebato de júbilo coronó el ciclo. En mi cabeza detonó la respuesta a una antigua pregunta y supe de pronto cómo se había manipulado el contenido estomacal de Elaine Boldt. Marty se había llevado la basura de la cocina de Elaine. Así de sencillo. La bolsa de supermercado que Mike había visto en el vestíbulo era la basura de Elaine Boldt, una bolsa de basura con la lata vacía de atún y la lata de sopa que la mujer había cenado aquella noche. Marty había tenido tiempo de sobra para preparar la operación y me puse a repasar la película de los hechos como si fuera una vidente. Leonard sale a cenar con Lily, y Marty llama a Elaine para invitarla con cualquier pretexto. Elaine acude a la cita y en cierto momento recibe una serie de golpes mortales en la cara. Marty coge las llaves y va a casa de Elaine en cuanto oscurece. Coge la basura de la cocina, vuelve con ella a su casa y la deja en el vestíbulo durante los dos minutos que tarda en bajar al sótano para coger el petróleo. En esto aparece Mike, abre la puerta y la vuelve a cerrar cuando se da cuenta de que algo anda sospechosamente mal. Marty termina de rociar la casa con el combustible y se pone a esperar la llamada telefónica, acordada de antemano, que Leonard ha de efectuar a las nueve, y cuando suena el teléfono le cuenta lo que ha comido Elaine para que más tarde pueda decírselo a la policía. Sopa de tomate y un bocadillo de atún. Puede que, para que todo cuadre y parezca auténtico, deje Marty las sobras en el frigorífico. Marty prende fuego a la casa y acto seguido se cuela en el piso de Elaine, donde permanece escondida hasta que coge el avión de Florida el lunes siguiente por la noche. Supongo que se tiñó el pelo antes de marcharse y sospecho que el manojo de cabellos grises que vi en la papelera del cuarto de baño de Elaine durante mi primera inspección constituía, en realidad, otra prueba de la presencia de Marty Grice en el lugar.

Llegué a casa de los Grice, estacioné el coche al otro lado de la calle y dediqué unos minutos a observar el edificio y el jardín. Los destrozos causados por el incendio apenas se veían en la oscuridad, pero la casa emanaba todavía aquel aura de ruina y abandono. No había ni rastro del coche en la entrada. Ni luces en el edificio. Ni peatones en la calle.

Salí del vehículo sin cerrar la puerta con llave. Quería asegurarme la retirada y una fuga silenciosa, llegado el caso. Abrí el portaequipajes y cogí las herramientas que me hacían falta. Cuando vi que no había moros en la costa, crucé la calle y entré en la propiedad por un lado del jardín.

Avanzaba en silencio por el sendero al tiempo que vigilaba las ventanas. Casi todas las de la parte delantera se habían roto a causa del incendio y condenado con tablas después, pero aún quedaban dos intactas cerca de la parte trasera. Elegí una y la forcé. Todo estaba oscuro como boca de lobo y el vecindario, excepción hecha de los grillos que cantaban en la hierba, estaba en silencio. Sabía que me convenía prepararme un camino de retirada, pero tampoco podía correr riesgos. Si aparecían, verían en el acto la puerta o la ventana que estuviese abierta. Tenía que moverme aprisa, pues, con la esperanza de que mis suposiciones sobre el arma homicida resultaran acertadas. No tenía tiempo para cometer errores.

Me colé en la cocina y cerré la ventana. El suelo estaba alfombrado de vidrios rotos que crujieron en cuando di unos pasos. El haz de la linterna iluminó puertas ennegrecidas, paredes tiznadas de hollín, el pasillo en sombras. Contuve la respiración, agucé el oído. El silencio era uniforme y unidimensional. La electricidad estaba cortada y eché en falta el zumbido suave de los electrodomésticos. No había frigorífico, ni cocina eléctrica, ni reloj de pared, ni siquiera un calentador de agua que chisporrotease en la estancia contigua. Pensé en la expresión «silencio sepulcral», pero la deseché en el acto.

Seguí avanzando y di un respingo cuando oí crujir un trozo de cristal. ¿Habría alguien arriba? Iluminé el techo con la linterna, medio esperando ver un reguero de huellas en relieve. La imaginación tiene reflejos primitivos, casi de película de dibujos animados, como cualquier niño atestiguaría. Volví a ponerme en movimiento. Había algo de luz al fondo, una claridad procedente de la casa de al lado. Me detuve junto a la ventana desde la que se veía la sala de estar de los vecinos. El señor Snyder veía la televisión y las imágenes parpadeaban en silencio. La otra ventana de aquel costado de la casa era un tragaluz que había en la cocina, cerca de la parte trasera. Pensaba que sabía ya la causa del martilleo que May Snyder había oído aquella noche y quería comprobarlo. Oteé el dormitorio de la mujer, pero estaba ya a oscuras. Me pregunté si la vejez consistiría en aquello, en dormir cada vez más horas hasta que llega el día en que ya no vale la pena despertar.

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