– ¿Sabe una cosa? No pudieron detener al culpable.
– La señora Grice era paciente del doctor Pickett, ¿no?
– Desde luego. Y la persona más bondadosa del mundo. ¿Sabe?, nos visitaba muy a menudo. Se quedaba un rato y charlábamos. Cuando la artritis me daba fuerte, me ayudaba respondiendo al teléfono y con lo que hiciera falta. Nunca vi a John tan alterado como cuando tuvimos que ir a identificar los restos. Creo que estuvo una semana entera sin pegar ojo.
– ¿Fue él quien hizo las radiografías de la boca durante la autopsia?
– El patólogo. John llevó las que había hecho en el consultorio y se cotejaron en el lugar mismo de los hechos. No había ninguna duda, naturalmente. Según nos dijeron, era sólo una formalidad. No hacía ni seis semanas que había hecho las radiografías. Sentí tanta lástima por su marido que pensé que me moría. También fuimos al entierro y no quiero ni contarle cómo me puse. Lloré como una niña y John también se echó a llorar. Bueno, pero seguro que es con él con quien quiere hablar usted. Es su día libre, pero no tardará en volver. Ha ido a hacer unos recados. Espérele o vuelva más tarde, como prefiera.
– A lo mejor usted puede prestarme la ayuda que pensaba pedirle a él -dije.
– Si está en mi mano… -dijo en tono dubitativo-. No tengo título, pero he sido su enfermera desde que nos casamos. A veces dice que podría empastar una muela igual que él, pero a mí no me gusta la novocaína esa. Y no me gusta tontear con las agujas. Mis manos se agarrotan y la piel de los brazos se me pone de gallina. -Se frotó las manos y reprodujo un escalofrío en broma para que comprobase lo mal que se ponía-. Pero, en fin, pregunte lo que tenga que preguntar. No quisiera obstaculizar su trabajo.
– Creo que el doctor Pickett tenía una paciente llamada Elaine Boldt -dije-. ¿Podría mirar los ficheros y decirme cuándo fue su última visita?
– Me suena el nombre, pero así de pronto no se me ocurre quién pueda ser. No creo que sea paciente habitual, eso puedo asegurárselo porque si hubiera venido más de una vez la conocería. -Se inclinó hacia mí-. Supongo que no le está permitido decirme para qué quiere saberlo -dijo en tono confidencial.
– Pues no -dije-, lo que pasa es que eran amigas. La señora Boldt vivía al lado de la señora Grice.
Asintió brevemente y arqueó las cejas como si comprendiera de qué iba la cosa y no tuviera intención de repetir una sola palabra. Se acercó a los archivadores y abrió el cajón superior. Me puse a su lado. No sabía si le molestaba que mirase por encima de su hombro, pero no puso reparos. El cajón estaba tan lleno que apenas podía introducir el dedo entre las fichas. Se puso a recitar nombres.
– Vamos a ver. Bassage, Berlín, Bewley, Bevis… Ah, eh, alto ahí. Esta no está en su sitio -dijo. Cambió de orden las fichas y continuó-. Birch, Blackmar, Blount. Aquí está, Boles. ¿No era ése el apellido?
– Boldt -dije-. Be, o, ele, de, te. Sé que le enviaron una factura en cierta ocasión y no hace mucho he visto una cartilla donde figuraba una revisión semestral pendiente.
– Creo que tiene razón. Yo misma rellené la cartilla, ahora lo recuerdo. Vía Madrina, ¿verdad? -Volvió a repasar las fichas, deteniéndose en las que precedían y seguían a la que buscaba-. Apuesto a que la tiene mi marido encima de la mesa -dijo-. Vamos a echar un vistazo, venga conmigo.
La seguí por el corto pasillo y entramos en un despacho que se abría a la izquierda y que sin duda había sido antaño un lavabo de señoras. El escritorio del doctor Pickett estaba lleno de expedientes y la mujer puso los brazos en jarras como si nunca hubiera visto cosa igual.
– Dios nos asista, vaya desorden. -Se puso a mirar en el montón que tenía más cerca.
– ¿Por qué habría de estar aquí? -pregunté.
– Puede que nos hayan solicitado su historial clínico; no se me ocurre otra explicación -dijo-. Hay pacientes que se van a vivir a otro estado.
– ¿La ayudo?
– Gracias, gracias, es usted un cielo. A este ritmo podríamos estar aquí todo el santo día.
Me puse a mirar en el montón más cercano y luego repasé el que había mirado ella por si se le había pasado por alto. No había ninguna Elaine Boldt.
– Aún nos queda otro sitio -dijo. Alzó un dedo y encabezó el desfile que nos condujo a la mesa de la entrada, abrió el cajón de arriba y sacó un pequeño fichero metálico-. Estas son para recordar las consultas pendientes. Si esa señora recibió un aviso, su ficha tiene que estar aquí. Supongo que no le habrá dicho cuándo vino.
– Pues no -dije-. Pero si se le ha recordado hace poco que tenía que pasar la revisión semestral, deduzco que tuvo que ser en diciembre.
Me dirigió una mirada de elogio.
– Bien pensado. Supongo que por eso es usted detective y yo no. Bueno, bueno, veamos qué nos depara diciembre. -Pasó unas quince fichas. Yo ya estaba preocupada por los ingresos anuales del doctor Pickett, dado que ni siquiera tenía un paciente al día.
– Un mes descansado -dije mientras la observaba.
– Está medio jubilado -dijo, absorta en la búsqueda-. Atiende aún a los ancianos de los alrededores, pero no quiere ampliar la clientela. Tiene unas varices peores que las mías y su médico no quiere que esté todo el día de pie. Salimos a pasear siempre que podemos. Estimula la circulación. ¡Aquí está! -Alzó una tarjeta y me la entregó con una mezcla de alivio y triunfo. Puede que estuvieran a punto de jubilarse, pero el consultorio estaba todavía bien organizado.
Inspeccioné la ficha. Lo único que constaba en ella era el nombre y la dirección de Elaine Boldt y la fecha de su primera y única visita. 28 de diciembre. ¿Estaba en el buen camino? Me puse a pensar en ello.
– Marty Grice tuvo que venir primero -dije-, habló con Elaine y le recomendó que visitara al doctor Pickett.
– Eso es fácil de comprobar -dijo al instante la señora Pickett-. ¿Lo ve? Detrás de cada ficha está esta casilla que dice «enviado por», sí, fíjese, fue la señora Grice. En realidad lo hacemos por si se olvidan de pagar, para localizar al paciente.
– ¿Podría ver el expediente de Marty? -pregunté.
– No veo inconveniente alguno.
Volvió a los archivadores, cogió un pliego del cajón que ostentaba las letras G-I y me lo tendió. El nombre de Marty estaba escrito a máquina en la etiqueta de la cubierta. Abrí el expediente. Contenía tres hojas. La primera era un cuestionario médico con preguntas relativas a medicamentos, alergias y enfermedades que hubiera tenido la paciente. Marty lo había rellenado y firmado, autorizando automáticamente de aquel modo «cualquier intervención odontológica». La segunda era un historial odontológico que se interesaba por los alvéolos dentarios, las encías sangrantes, la halitosis ocasional y los dientes que se trababan o rechinaban. La tercera hoja contenía información sobre el tratamiento practicado, así como un dibujo de ambos maxilares, trazado como una proyección de Mercator y con los empastes señalados con bolígrafo. El nombre de Marty se veía con claridad en la cabecera del documento. Debajo había unas notas a mano del doctor Pickett. Una visita de rutina. La paciente se había sometido a una limpieza general. No constaba que tuviese caries. Se le habían hecho radiografías y se la había emplazado para volver en junio.
Estuve un buen rato mirando el expediente y repasando en la cabeza toda la serie de acontecimientos. Nada parecía anormal, salvo la fecha, 28 de diciembre. Me acerqué a la ventana y miré la hoja a contraluz. Me di cuenta de que esbozaba una sonrisa crispada porque sin saber cómo había tenido la certeza de que me iba a encontrar algo así. No acababa de creer que hubiese encontrado la prueba realmente. Y sin embargo, allí estaba. Habían borrado el nombre original y mecanografiado encima el de Marty. Pasé el dedo por la cabeza de la hoja y palpé el nombre de debajo como si se hubiera escrito con signos de Braille. Bajo el nombre de Marty Grice alcanzaba a percibirse el nombre de Elaine Boldt. Las últimas teselas del mosaico encajaron de pronto en el conjunto. Ahora sabía que los restos carbonizados que se habían encontrado en casa de los Grice aquella noche eran los de Elaine Boldt. Cerré los ojos. Todo se me antojó extraño de repente. Había estado siguiendo la pista de Elaine durante diez días sin darme cuenta de que ya la había visto en una foto de Homicidios, aunque inidentificable a causa de las quemaduras. Marty Grice estaba viva y yo sospechaba que ella y Pat Usher eran la misma persona. Aún quedaban detalles por ajustar, pero me había formado una idea muy clara de cómo se había perpetrado el asesinato.