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Me detuve en el almacén para comprar un vidrio para la ventana y volví a mi domicilio. Tenía que encontrar el pasaporte de Elaine. Miré en las bolsas de la basura, detrás de los cojines del sofá, debajo de los muebles y en todos los rincones donde solía dejar la quincalla. No recordaba haberlo archivado ni se me había ocurrido esconderlo. Sabía que no lo había tirado, lo que significaba que tenía que estar en algún sitio. Me puse en el centro de la casa y giré trescientos sesenta grados sobre mi propio eje para supervisar todos los rincones: el escritorio, el anaquel de los libros, la mesita de servicio, el pequeño mostrador que aísla la cocina.

Fui al coche y miré en la guantera, en la cartera de los planos y mapas, debajo y detrás de los asientos, en el parasol, en el maletín, en los bolsillos de la cazadora. Mierda. Volví dentro y me puse a inspeccionar todo otra vez. ¿Dónde lo habría puesto? Tenía que estar en el despacho. Resolví probar allí después de que La Fidelidad de California cerrase y Andy Montycka se hubiese ido a casa. ¿Qué le habrían contado a éste, joder? Estaba ya que me subía por las paredes y sólo deseaba terminar antes de que se pusiera nervioso y pagara la indemnización.

Miré la hora. Pasaba un poco de la una y había quedado a las cuatro con la cerrajera. Me senté a la mesa y saqué el expediente de Elaine Boldt. Tal vez hubiera algo allí que había pasado por alto. Preparé el cebo y empecé a echar el anzuelo al azar. Había repasado aquellas notas un centenar de veces y no podía creer que saliera a la superficie nada nuevo. Volví al principio y leí todos los informes que obraban en mi poder. Clavé todas las tarjetas de fichero en el tablón de anuncios, primero por orden, luego de cualquier manera, para ver si se ponía de manifiesto alguna incongruencia. Releí todo el material de Homicidios que Jonah me había fotocopiado y miré con lupa las fotos tomadas en el escenario del crimen hasta que me supe de memoria todos los pormenores. ¿Cómo habían matado a Marty Grice? Cualquier objeto podía ser un «objeto contundente».

Había muchas cosas que me molestaban, preguntas menores que me zumbaban en el fondo del cerebro igual que una nube de mosquitos. Había empezado a creer que si Elaine estaba muerta, la habían matado al principio de todo. No tenía pruebas aún, pero sospechaba que Pat se había hecho pasar por Elaine y había representado la farsa del viaje a Florida como un ejercicio de prestidigitación, para dejar una pista falsa que hiciera creer que Elaine seguía con vida y con buena salud y que se marchaba de la ciudad, cuando en realidad ya estaba muerta. Pero si la habían matado en Santa Teresa, ¿dónde estaba el cadáver? Esconder un cadáver no es moco de pavo. Arrojadlo al mar y se hinchará y saldrá a flote. Si lo escondéis en el monte, seguro que lo encuentra cualquier practicante de footing a las seis de la mañana. ¿Qué otra cosa puede hacerse? Enterrarlo. A lo mejor estaba escondido en el sótano de los Grice. Me acordé del suelo de aquel lugar -cemento resquebrajado y tierra apisonada- y me dije: ajá, por eso no quiso Leonard que bajara el equipo de limpieza y recuperación. La primera vez que había inspeccionado la casa de los Grice me había contentado con reconocer que había tenido suerte, pero incluso entonces me había parecido excesiva para ser verdad. Puede que Leonard no quisiera que los albañiles picaran en aquellas profundidades.

También Pat Usher me producía comezón. Jonah no había podido hacer averiguaciones sobre ella en los archivos centrales de la Dirección General de Policía porque el ordenador se había desconectado. Y ahora se encontraba en Idaho, aunque a lo mejor conseguía que Spillman me hiciese la consulta, a ver qué salía. Estaba convencida de que Pat Usher era un nombre falso, pero podía aparecer como alias, en el caso de que tuviese ficha, cosa bastante improbable a estas alturas. Cogí un cuaderno de papel timbrado y escribí algunas notas. Tal vez, con un pequeño rastreo retrospectivo y sensato acababa averiguando quién era y cómo se había relacionado con Leonard Grice.

Repasé las facturas de Elaine que me había dado Tillie y fui descartando el correo comercial. Vi una cartilla de visitas de un dentista del barrio y la aparté. Elaine Boldt no conducía, y sabía que utilizaba los servicios de los establecimientos a los que podía ir andando desde su casa. Me acordé de que en el primer fajo de facturas que había visto había una del mismo dentista. John Pickett, doctor en odontología. ¿En qué otro sitio había visto yo aquel nombre? Repasé los papeles procedentes de Homicidios al tiempo que recorría las páginas con los ojos. Ajá. No me extrañó que el nombre me hubiera llamado la atención. Era el dentista que había aportado la radiografía de la boca con la que se había podido identificar a Marty Grice. Sonó un golpe en la puerta y alcé los ojos con sobresalto. Eran ya las cuatro de la tarde.

Pegué el ojo a la mirilla y abrí. La cerrajera era joven, tendría veintidós años quizá. Me dedicó una sonrisa que le puso al descubierto una preciosa dentadura inmaculada.

– Ah, hola -dijo-. Soy Becky. Es aquí, ¿no? Llamé a la puerta principal y un viejo me dijo que probablemente eras tú a quien buscaba.

– Sí, es aquí -dije-. Pasa.

Era más alta que yo, y muy delgada, llevaba desnudos los largos brazos y los téjanos azules le colgaban de las caderas estrechas. Alrededor de la cintura llevaba una cincha de carpintero de la que el martillo le colgaba igual que un revólver con funda. Llevaba muy corto el pelo rubio y un flequillo rebelde le cruzaba la frente con aire infantil. Pecas, ojos azules, pestañas claras, nada de maquillaje y desgarbada como una adolescente. Tenía el aspecto sano y envidiable de una gimnasta y olía a jabón Ivory. Eché a andar hacia el cuarto de baño.

– La ventana está aquí dentro. Quiero que me pongas un marco muy resistente, que no se pueda romper.

Cuando vio el agujero del vidrio le chispearon los ojos.

– No está mal, oye. Un trabajo fino, te lo digo yo. ¿Quieres que también cambie el pestillo de las demás ventanas o sólo el de ésta?

– Quiero pestillos y cerraduras nuevas en todas partes, incluso en la mesa. ¿Podrás dejar aquí el que hay?

– Desde luego. Puedo hacer lo que quieras. Si ya has comprado el vidrio, yo te lo pondré. Me encantan estas cosas.

La dejé instalando el nuevo marco de metal. Me puse a recoger la ropa sucia desperdigada por la sala. No hay como la mirada indiferente de un extraño para darse cuenta del estado del propio entorno. Metí dos toallas playeras, la parte superior de un chándal y un vestido estival de algodón encima de las prendas que ya había en la lavadora. Suelo utilizarla como cesta de la ropa sucia porque ando muy mal de espacio. Eché una taza de detergente. Giré el mando para poner el programa corto, el de la ropa que no hay que planchar, y ya iba a cerrar la tapa cuando vi el pasaporte de Elaine sobresaliendo del bolsillo trasero de unos téjanos azules. Creo que di un grito de sorpresa porque Becky asomó la cabeza por la puerta del cuarto de baño.

– ¿Me llamabas?

– No, no es nada. Es que acabo de encontrar algo que andaba buscando.

– Ah. Estupendo, me alegro por ti.

Volvió a la faena. Guardé el pasaporte en el fondo del último cajón del escritorio y lo cerré con llave. Menos mal que tengo el pasaporte, me dije. Menos mal que ha aparecido. Era como un talismán, como un buen presagio. Llena de animación, pensé que podía pasar a máquina las últimas notas que había tomado, cogí la máquina portátil y puse manos a la obra. Desde allí oía a Becky trastear en la ventana y al cabo de un rato volvió a asomar la cabeza.

– Oye, Kinsey, esto ya está montado. ¿Quieres que lo ponga?

– Sí, por supuesto que sí -dije-. Si consigues que la ventana quede como nueva, te encargaré un par de cosas más.

– Marchando -dijo y volvió a desaparecer.

Oí el chirrido del marco de la ventana cuando Becky lo arrancaba. Daba grima tanta energía y entusiasmo. Me pareció oír que algo se rompía.

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