Una sola mirada al contestador automático me reveló que no había mensajes. Volví a cerrar con llave y bajé por la parte delantera para no tener que cruzar las puertas dobles de vidrio de La Fidelidad de California. Cogí el coche y volví al antiguo piso de Elaine. Quería ver a Tillie para contarle lo que pasaba. Giraba ya a la derecha para acceder a Vía Madrina cuando miré por el espejo retrovisor y vi que tenía a un motorista pegado al tubo de escape. Me hice a un lado para dejarle pasar y volví a mirar por el retrovisor. El tipo se puso a pitarme con insistencia. ¿Habría atropellado a su perro? Me acerqué a la acera y el motorista se detuvo detrás de mí, apagó el motor y de una patada puso en posición el caballete. Vestía una especie de uniforme negro de paraca, guantes y botas negros y se cubría con un casco negro de visera ahumada. Salí del coche y anduve hacia el individuo, que se desprendió del casco en aquel punto. Oh rábanos, era Mike. Habría tenido que figurármelo. El rosa de su cepillo craneal parecía descolorido y me pregunté con qué se lo retocaría, con tintes Rit, con azafrán o con caldo de remolacha. Estaba furioso.
– ¡Hostia, vengo tocándote el claxon desde hace rato! ¿Por qué no me has llamado? El lunes te dejé un aviso en el contestador -dijo.
– Lo siento. No me di cuenta de que eras tú. Además, creo que dijiste que volverías a llamarme.
– Bueno, lo he intentado, pero lo dejé estar porque siempre me respondía el contestador. ¿Dónde has estado?
– Fuera de la ciudad. Volví anoche mismo. ¿Por qué lo preguntas? ¿Ha ocurrido algo?
Se quitó los guantes y los metió en el casco, que sostenía con un brazo como si fuera un niño de teta.
– Creo que tío Leonard tiene una amiguita. Pensé que te gustaría saberlo.
– Vaya por Dios. ¿Cómo te has enterado?
– Bueno, yo estaba limpiando… o sea, estaba sacando la mercancía del cobertizo aquel, y entonces lo vi entrar en el edificio que hay al lado.
– ¿La comunidad de propietarios?
– Sí, bueno, eso creo. Vamos, el edificio ese de pisos grandes.
– ¿Cuándo fue?
– El domingo por la noche. Por eso te llamé el lunes por la mañana. Al principio no estaba seguro de que fuera él. Me pareció verle aparcar enfrente, pero estaba muy oscuro y no veía bien. Pensé que querría coger algo de la casa y metí la mercancía en el petate a toda velocidad. Joder, tía, no se me ocurría nada para explicar mi presencia allí. Al final me encerré en el cobertizo, cerré la puerta y lo espié por una ranura. En vez de acercarse a la casa, vi que entraba en el otro edificio.
– Ya. Pero ¿por qué crees que tiene una amiguita?
– Porque lo vi con ella. Como no tenía otra cosa que hacer, crucé la calle, me escondí en un árbol y esperé hasta que salieron. No estuvo en el edificio más que cinco o diez minutos, luego se apagaron las luces, las del primer piso a la izquierda. Salieron inmediatamente después, metieron no sé qué en el portaequipajes y subieron al coche.
– ¿La viste a ella?
– No muy bien. Era difícil verles desde donde estaba y además iban con prisa. Luego, cuando estuvieron dentro, empezaron a meterse mano. Casi la desnudó en el asiento delantero. Era bastante raro, quiero decir que no es normal ver cómo se magrea la gente a esa edad. Además, nunca me habría imaginado a mi tío haciendo esas cosas. Pensaba que no era más que un viejo carcamal al que ni siquiera se le levantaba. Vamos, que ni siquiera tenía paquete que pudiera ponerse gordo.
– Mike, tu tío tiene cincuenta y dos años, según creo. ¿Te importaría dejar en paz ese tema? ¿Qué aspecto tenía ella? ¿La habías visto antes?
Se llevó la mano a la barbilla.
– Estaba allí para verse con él. De eso me di cuenta. Llevaba el pelo echado hacia atrás y sujeto por una especie de pañuelo, bueno, como se llame. No la había visto en mi vida. Vamos, que no es que me dijese ah, sí, coño, es aquélla, ni nada parecido. Era eso, una tía y nada más.
– Oye, hazme un favor. Coge papel y lápiz y escríbelo todo, ahora que aún es reciente. Me especificas la fecha, la hora y todo lo que recuerdes. No tienes por qué explicar qué hacías allí. Siempre puedes decir que fuiste a comprobar cómo estaba la casa o algo parecido. ¿Podrás hacerlo?
– Pues claro. ¿Y tú? ¿Qué harás?
– Aún no lo he decidido -dije.
Volví al coche y al cabo de cinco minutos me abría Tillie la puerta del zaguán. Me estaba esperando en la puerta de su apartamento y me hizo pasar a la salita. Las gafas le habían resbalado hasta la punta de la nariz y me observaba por encima de la montura. Se sentó en la mecedora y siguió con el bordado. Se trataba de una especie de tapiz que reproducía un paisaje con bosques y montañas, los ciervos pacían aquí y allá y un torrente discurría entre las rocas. Se había rodeado de pegotes de guata y los estaba pegando en el reverso del paño con una aguja de hacer ganchillo. El relleno daba tridimensionalidad a los ciervos que, perfilados con aguja e hilo, producían un efecto acolchado.
– ¿Qué haces? -dije, tomando asiento también-. ¿Lo estás guateando?
Esbozó una ligera sonrisa. Había acabado por dejar en paz la permanente que se había hecho hacía poco y su cabeza era un gorro de baño aureolado de rizos tiesos de color albaricoque.
– Pues sí, es lo que hago. Se llama bordado de realce. Haré que lo enmarquen cuando lo termine. Es para la subasta de beneficencia que se celebra en otoño. El algodón lo he ido cogiendo de los tapones de los frascos de píldoras; ya sabes, si tienes que comprar un frasco de Tylenol o de pastillas para el resfriado, guárdame el envase. Siéntate. Hace días que no te veo. ¿A qué has venido?
Le expuse un resumen de lo acontecido desde el día en que la había visto por última vez, es decir, el viernes. No se lo dije todo. Le conté cómo había encontrado el gato, pero pasé por alto la farmacopea que tenía Mike en el cobertizo de la casa vecina. Le hablé de Aubrey Danziger y de la posterior escena con Beverly, de las maletas, del viaje a Florida, de la posibilidad de que me llevaran ante los tribunales y de lo que me había contado Mike sobre que Leonard Grice tenía una amante en el piso de arriba. Al oír aquello, se quitó las gafas y cerró las patillas.
– No lo creo -dijo con voz terminante-. Mike debía de estar drogado.
– Lo estaba, Tillie, pero la hierba no produce alucinaciones.
– Entonces es que se lo ha inventado.
– Yo me limito a contar lo que me contó él -dije.
– Bueno, ¿y quién puede ser? Yo no creo que Leonard esté liado con ninguna vecina, pondría la mano en el fuego. Y por lo que me has dicho, se reunieron en el piso de Elaine y eso es imposible.
– Vamos, Tillie, vamos. No seas ingenua. Es el apaño perfecto. ¿Por qué no puede tener una amante en este edificio?
– Porque no hay nadie en todo el edificio que encaje en la descripción.
– ¿Y la vecina del apartamento sexto? La que pensaste que podía estar levantada el día que te asaltaron la casa.
– Tiene setenta y cinco años.
– Bien, y aquí hay muchas vecinas.
– Matrimonios jóvenes. Mira, Kinsey, aquí hay más solteros dispuestos a liarse con Leonard que solteras capaces de hacerlo.
– Te creo. ¿Y qué me dices de Elaine? ¿Por qué no pudo ser ella?
Cabeceó con tozudez.
– ¿Y tú?
Se echó a reír dándose palmadas en el pecho.
– Ay, gracias por el piropo. Me gustaría creer que aún soy capaz de ir por la calle mareando el culo, pero Leonard no es precisamente mi tipo. Además, Mike me conoce. Me habría reconocido incluso en la oscuridad.
Tuve que admitirlo. A decir verdad, me era imposible imaginarme a Tillie en una escena de amor con Leonard Grice. Resultaba incongruente.
– ¿Y por qué no Elaine? -insistí-. ¿Y si ella y Leonard estaban liados desde hacía tiempo y decidieron eliminar a la mujer del segundo? Ella hace el trabajo serio mientras él está en casa de su hermana aquella noche. Se va a Florida días después y se esconde durante seis meses, en espera de que él solucione sus asuntillos y así huir juntos al final hacia el crepúsculo. Pero cuando se dan cuenta de que he encontrado una pista, ponen la directa y pisan el acelerador.