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– ¿Por qué no se separan? -pregunté-. No entiendo por qué siguen manteniendo una relación así. -Siempre digo lo mismo. Cada vez que oigo una historia parecida. Embriaguez, palizas, infidelidad y violencia verbal. No lo entiendo. ¿Por qué lo aguantará la gente? Ya se lo había dicho a Aubrey y supuse que también podía decírselo a ella.

Aquel matrimonio era un fracaso y, al margen de quién tuviera razón, ambas partes eran desdichadas. ¿Era infelicidad lo que se buscaba?

– Bueno, no sé. También está por medio el dinero, creo -dijo

– A la mierda el dinero. En este estado rigen los bienes gananciales.

– A eso me refiero -dijo-. Él se quedaría con la mitad de todo cuanto poseo y no me parece justo.

La miré con perplejidad.

– ¿Es de usted el dinero?

– Pues claro -dijo y le cambió la cara-. El le dijo que era suyo, ¿verdad?

Me encogí de hombros con fastidio.

– Más o menos. Me dijo que era propietario de varias inmobiliarias.

Sufrió un sobresalto momentáneo y a continuación se echó a reír. Y le entró un ataque de tos y se palmeó el pecho. Se quitó el cigarrillo de la boca y lo aplastó en el cenicero. Le salía humo de la nariz como si se le hubiera incendiado el cerebro. Cabeceó mientras le desaparecía la sonrisa.

– Lo siento, pero lo que acaba de decirme es nuevo para mí. Habría tenido que imaginármelo. ¿Qué más le dijo?

Alcé la mano en son de queja.

– Oiga, ya está bien. No quiero jugar a esto. No sé cuáles son sus problemas y me trae sin cuidado que…

– Tiene razón, tiene razón. ¡Señor, debemos de parecerle una familia de locos! Lamento que haya acabado usted por involucrarle. No es asunto suyo, sino mío. ¿Cuánto le debo por el tiempo que ha perdido? -Rebuscó en el bolso y sacó el talonario de cheques junto con el dichoso juego de pluma y lápiz de madera. Sentí que volvía a encendérseme la cólera.

– No quiero su dinero. No sea ridícula. ¿Por qué no me responde con franqueza, para variar? Parpadeó mientras me miraba y sus ojos azules destellaron como un charco helado.

– ¿A qué?

– Un vecino de Elaine dice que usted estuvo aquí en navidad y que tuvieron una pelea sonada. Usted me dijo que hacía años que no la veía. Vamos, explíquese.

Se atascó y se puso a buscar otro cigarrillo para tener tiempo de preparar la respuesta. No la dejé.

– Adelante, Beverly. Dígame la verdad. ¿Estuvo aquí o no?

Cogió una caja de cerillas y sacó un fósforo, que frotó contra el lado de la caja sin el menor resultado. Lo arrojó al cenicero, fósforo gafe al parecer, y cogió otro. Esta vez sí pudo encender el cigarrillo.

– Estuve -dijo con lentitud. Golpeó el cigarrillo encendido contra el borde del cenicero como para desmochar una ceniza que aún no se había formado. A punto estuve de gritarle que se metiera aquel cigarrillo en el culo.

– ¿Se peleó con ella o no?

Volvió a adoptar un tono servicial, imprimiendo a la boca un rictus afectado.

– Mire, Kinsey, acababa de descubrir lo de su aventura amorosa. Claro que nos peleamos. Es precisamente lo que Aubrey se proponía, estoy segura. ¿Qué habría hecho usted?

– Pero ¿qué importancia tendrá eso? Yo no estoy casada, así que a nadie le importa lo que hubiera hecho yo. Lo que quiero es saber por qué me mintió usted.

Fijó la mirada en la mesa y en sus facciones se dibujó una expresión obstinada. Probé con un nuevo ataque.

– ¿Por qué me despidió? ¿Por qué no me dejó avisar a la policía?

Siguió fumando tan tranquila y al principio pensé que tampoco esta vez iba a responder.

– Me preocupaba la posibilidad de que Aubrey hubiese hecho algo.

La miré de hito en hito. Se percató de la mirada y se inclinó hacia la mesa muy seria.

– Está loco. Está como una auténtica cabra y me preocupaba que hubiera… no sé… creo que me preocupaba la posibilidad de que la hubiera matado.

– Razón de más para avisar a la policía, ¿no cree?

– Usted no lo entiende. Yo no podía poner a la policía tras este asunto. Por eso la contraté a usted. Cuando surgió la historia esa del testamento, apenas si le presté atención. Era una minucia. Supuse que mi hermana firmaría el documento y que se lo mandaría al abogado. Pero cuando supe que nadie sabía nada de ella, pensé que algo andaba mal. Ya ni me acuerdo de lo que pensé en concreto.

– Sin embargo, cuando le mencioné la posibilidad de que estuviese muerta, usted se arrugó. -Empezaba a aburrirme. Y a mostrarme desdeñosa también. Se removió con nerviosismo.

– Digo antes. Creo que no me habría atrevido a planteármelo con claridad hasta que se lo oí decir a usted; entonces comprendí que tenía que estudiar la situación otra vez, antes de hacer nada.

– ¿Por qué cree que Aubrey está implicado?

– Aquel día… cuando llegué y me puse a discutir con Elaine… me dijo que su relación había durado años. Pero que al final había llegado a la conclusión de que Aubrey era un psicópata y que estaba preparando la ruptura. -Hizo una pausa y sus ojos azules se clavaron en los míos-. Usted no comprende aún lo que le ocurre a Aubrey. No sabe qué clase de persona es. A él no se le abandona. No se rompe con él. Ya le he amenazado yo con hacerlo. No crea que no lo he pensado. Pero me es imposible. No sé lo que haría él, pero yo nunca le dejaría. Nunca. Me seguiría hasta el fin del mundo para hacerme volver, sólo que entonces me lo haría pagar caro.

– Bev, tengo que decirle que me cuesta creerla -dije.

– Eso es porque le ha gustado. Entró aquí contoneándose y le echó los tejos. La engañó como a una tonta y ahora no quiere admitir que le han tomado el pelo. Ya lo ha hecho otras veces. Se lo hace a todo el mundo. Ese hombre está loco de atar. Estuvo años en Camarillo hasta que Reagan fue elegido gobernador. ¿Se acuerda? Recortó los presupuestos del Estado y puso a todo el mundo en la calle. Fue entonces cuando conocí a Aubrey Danziger y mi vida se convirtió en un infierno.

Cogí un lápiz, me puse a tamborilear en el borde de la mesa, dejé el lápiz.

– ¿Sabe? Quiero encontrar a Elaine. Es lo único que me interesa. Soy igual que un perdiguero. Me dicen que haga algo y lo hago. Pienso llegar hasta el fondo de este asunto. Voy a averiguar qué le ha sucedido y dónde ha estado todos estos meses. Y será mejor que rece para que la investigación no se vuelva contra usted.

Se levantó. Cogió el bolso y apoyó las manos en la mesa.

– Será mejor que rece usted para que la investigación no se vuelva contra Aubrey, querida -me espetó.

Y se fue, dejando tras de sí un tufillo a whisky que le había notado ya en el aliento.

Cogí la máquina de escribir y redacté un informe detallado que pensaba mandar a Julia, pormenorizándole los gastos de los dos últimos días. Necesitaba tiempo para asimilar lo que Beverly me había dicho de Aubrey. Era como esa adivinanza de las dos tribus salvajes, una de las cuales miente siempre mientras que la otra siempre dice la verdad. ¿Cómo podía saberse quién mentía y quién no? Aubrey me había dicho que Beverly era una especie de Mister Hyde cuando bebía. Ella me había dicho que él estaba loco de atar, pero según parece estaba bebida cuando me lo dijo. No tenía ni la más remota idea de quién era sincero y quién no, e ignoraba cómo averiguarlo. Ni siquiera sabía si la cosa tenía importancia. ¿Estaba muerta realmente Elaine Boldt? Es verdad que lo había pensado más de una vez, pero no se me había ocurrido que Beverly o Aubrey pudieran estar implicados hasta las orejas. Hasta el momento había buscado en la dirección opuesta, dando por sentado que la desaparición de Elaine estaba relacionada con el asesinato de Marty Grice. Ahora tenía que retroceder para buscar en otro sentido.

Volví a casa a la hora de comer y corrí un rato. Sabía que en aquel momento apenas me mantenía a flote, pero en cierto modo estaba obligada a esperar. Tenía que suceder algo. Algo desconocido saldría a la luz. Mientras tanto, se me acumulaba la tensión y necesitaba eliminarla. La carrera me sentó como un tiro y me puso de un humor de perros. Había corrido kilómetro y medio cuando sentí una punzada en el costado. Pensé que se me pasaría. Me hundí los dedos y me doblé por la cintura, creyendo que si era un calambre, desaparecería. Un cuerno. A continuación probé a expulsar el aire doblándome otra vez por la cintura. El dolor no aumentó, pero tampoco desapareció. Al final reduje la marcha y anduve al paso hasta que remitió, pero en el mismo instante de echar a correr otra vez, el costado se me agarrotó y tuve que parar en seco. Ya había llegado al final del trayecto de ida, pero seguir corriendo se me antojó absurdo y recorrí andando y maldiciendo los dos kilómetros y medio que me faltaban para llegar a casa. Ni siquiera había sudado y mi frustración, lejos de desaparecer, había aumentado.

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