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– Sí me importaría -dijo, aunque se echó a reír. Empezaba a comprender que la causa de su comportamiento era probablemente la torpeza, así que continué.

– Beverly me dijo que hacía tres años que no veía a su hermana, pero un vecino de Elaine no sólo afirma que estuvo en su casa por navidades sino que encima tuvieron una pelea sonada. ¿Es cierto?

– Bueno, sí, creo que sí. -Se le había dulcificado la voz y ahora parecía menos distante. Dio una última chupada al cigarrillo y decapitó la brasa estrangulando la colilla con los dedos-. Si he de serle franco, me preocupaba que Beverly se complicara demasiado en esto.

– ¿Cómo es eso?

Había dejado de mirarme. Giró la colilla entre los dedos hasta que no quedó de ella más que un montoncito de hebras de tabaco y un trozo de papel negro.

– Tiene problemas con el alcohol. Los tiene por temporadas, aunque seguramente usted ni se daría cuenta. Es una de esas personas capaces de no probar ni gota durante seis meses, y de pronto, zas, se tira por ahí tres días bebiendo. Los períodos de incontinencia a veces duran más. Yo creo que lo que ocurrió en diciembre fue eso. -Volvió a posar los ojos en mí y entonces vi que había desaparecido buena parte de su solemnidad. Era un hombre que sufría.

– ¿Sabe usted por qué se pelearon?

– Más o menos.

– ¿Fue por usted?

Sus ojos me enfocaron con un primer destello de vida auténtica.

– ¿Por qué dice eso?

– El vecino dijo que al parecer se peleaban por un hombre. Y, que yo sepa, usted es el único que había por medio. ¿Me invita a comer?

Fuimos a un local llamado Jay's y que está al doblar la esquina. Es muy oscuro, con macizos reservados de estilo Art-Déco: cuero gris ceniza y mesas de mármol negro que parecen pequeñas piscinas irregulares. Les brilla tanto la superficie que pueden hacer de espejos, como en los anuncios de líquidos limpia-muebles. Las paredes están recubiertas de napa gris y la alfombra que se pisa es tan mullida que parece que se ande por la playa. El local entero, silencioso y casi a oscuras, parece una cámara de insensibilización para astronautas, pero las bebidas que se sirven son generosas y el barman prepara unos increíbles bocadillos calientes de ternera ahumada y pan integral. Es demasiado caro para mí, pero me pareció que Aubrey Danziger encajaba allí perfectamente. Por lo menos parecía estar en situación de poder pagar la cuenta.

– ¿En qué trabaja usted? -le pregunté cuando nos sentamos.

La camarera apareció antes de que pudiera responderme. Sugerí dos cócteles de Martini y un par de bocadillos de ternera. Volvió a dibujarse en sus facciones la misteriosa expresión de regocijo, pero manifestó su conformidad con un indiferente encogimiento de hombros. Pensé que no estaba acostumbrado a que las mujeres hicieran el pedido, pero no detecté ningún efecto secundario peligroso. En mi opinión se trataba de mi número y quería ser yo quien controlara las luces. Sabía que podíamos acabar electrocutados, pero por lo menos le desaparecería la capa de celofán que le envolvía y se humanizaría un poco.

Me respondió cuando se fue la camarera.

– Yo no trabajo -dijo-. Soy propietario de varias inmobiliarias. Compramos terrenos y construimos edificios de oficinas, zonas comerciales enteras y a veces comunidades de pisos de propiedad. -Hizo una pausa como para darme a entender que habría podido seguir hablando sin parar, pero que bastaba con lo dicho. Volvió a sacar la pitillera y me la ofreció. Dije que no y encendió otro cigarrillo delgado de papel negro. Inclinó la cabeza.

– ¿Hay algo en mí que la irrite? Me ocurre continuamente. -Había recuperado la sonrisa de superioridad, pero esta vez no me sentí ofendida. Puede que su cara fuese así.

– Parece usted un engreído y es muy astuto -dije-. Y no para de sonreír como si supiese algo que yo ignoro.

– Hace mucho tiempo que tengo montañas de dinero, o sea que lo llevo en la sangre. Con franqueza, la idea de que una chica sea detective me hace mucha gracia. Es uno de los dos motivos por los que estoy aquí.

– ¿Y el otro?

Titubeó como si se debatiera entre hablar y callarse. Dio una chupada larga al cigarrillo.

– Creo que Beverly no me ha contado toda la verdad. Es una retorcida y una manipuladora. Me gusta comprobar las cosas.

– ¿Se refiere usted a la relación que estableció conmigo o a la que tenía con Elaine?

– Bueno, conozco su relación con Elaine. No la soporta. Pero tampoco la puede dejar en paz. ¿Ha odiado usted así alguna vez?

Esbocé una sonrisa.

– Últimamente, no. En mi época, supongo que sí.

– Siempre está encima de ella. Si se entera de que le va bien, corre a fastidiarla. Y si se entera de que le va mal, se alegra, pero no se queda contenta del todo.

– ¿Qué estaba haciendo aquí en navidad?

Llegaron los cócteles y tomó un sorbo prolongado del suyo antes de contestar. El mío era frío y suave como la seda, y con ese poco de vermut que me hace estremecer automáticamente. Suelo comerme en seguida la aceituna porque combina muy bien con el sabor de la ginebra. No le pasó inadvertido mi escalofrío de placer.

– Si quiere quedarse a solas con el cóctel, me marcho.

Me eché a reír.

– No lo puedo evitar. No suelo probar estas cosas, pero, ¡cielos, qué frenesí! Incluso noto ya la gestación de la resaca.

– Hoy es sábado, diantre. Tómese el día libre. No creí que pudiera localizarla en el despacho. Pensaba dejarle una nota e irme por ahí, a ver si averiguaba algo sobre Elaine por mi cuenta y riesgo.

– Entiendo entonces que acerca de su paradero sabe usted tanto como los demás.

– Yo creo que está muerta -dijo cabeceando-. Creo que la mató Bev.

Aquella salida no pudo por menos de atraer mi atención.

– ¿Por qué habría tenido que hacerlo?

De nuevo el titubeo prolongado. Miró hacia el interior del local fijándose en los detalles decorativos y haciendo no sé qué operaciones mentales, como si para saber dónde estaba tuviera que reducir el entorno a su valor en dólares. Volvió a posar los ojos en mí y a esbozar la sempiterna sonrisa.

– Descubrió que había estado liado con Elaine. Fue culpa mía. Hacienda quiso revisar nuestras declaraciones de los tres últimos años y yo, tonto de mí, le dije a Beverly que buscase unos cheques anulados y ciertos talones de compra con tarjeta de crédito. Así dedujo que yo había estado en Cozumel cuando Elaine se trasladó allí, a poco de morir Max. Yo le había dicho que había sido un viaje de negocios. El caso es que aquel día, al volver del despacho, me atacó con tanta rabia que es un milagro que aún esté vivo. Estaba borracha, naturalmente. Un pretexto para romper la vajilla. Cogió unas tijeras de cocina y me las clavó en el cuello. Justamente aquí, encima de la clavícula. La corbata y el cuello de la camisa me salvaron de la muerte, y quizá también el hecho de que me almidonen mucho las camisas. -Se echó a reír, cabeceando con inquietud ante aquellos recuerdos-. Al ver que no resultaba, me hirió en el brazo. Catorce puntos. Llené la casa de sangre. Cuando bebe es como Jekyll y Hyde. No es mala persona cuando está sobria… maliciosa y agarrada como un clavo, pero no actúa con irracionalidad.

– ¿Y cómo es que se lió con Elaine?

– No lo sé, ¡diantre! Fue una estupidez. Hacía años que la deseaba, supongo. Es una mujer muy guapa. Suele ir a la suya y no privarse de nada, pero esas características no hacían más que aumentar su atractivo. Su marido acababa de morir y se sentía confusa. Lo que comenzó siendo una preocupación fraternal acabó convirtiéndose en lujuria sin freno, como en la contraportada de las novelas baratas. Yo había tenido ya alguna que otra aventurilla, pero nada que se pareciese a aquello. Dice el refrán que nadie tira piedras a su propio tejado. Pero la verdad es que me pasé.

– ¿Duró mucho?

– Hasta su desaparición. Bev no lo sabe. Le dije que la cosa había durado seis semanas y que ya se había acabado todo, y se lo tragó porque era lo que quería creer.

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