– No lo sé con certeza, pero es probable. Es una lástima que no padeciera ninguna extraña enfermedad felina porque en ese caso podríamos buscar al veterinario que lo trataba; tal vez nos daría alguna pista -dije.
– No sabría decirte. Por lo que sé, ha gozado siempre de buena salud. No sería difícil reconocerlo. Es un gatazo viejo de pelo largo y grisáceo. Tiene que pesar casi diez kilos.
– ¿Es de pura raza?
– No. Más aún, hizo que lo castraran al principio, es decir, que no se le ha utilizado con fines reproductores ni nada parecido.
– Bien -dije-, es posible que empiece a investigar también sobre el gato. En este momento estoy en un callejón sin salida. ¿Hablaste ayer con la policía?
– Sí, sí, y dije que, en nuestra opinión, la intrusa pudo haber robado los recibos y facturas de Elaine. El agente me miró como si estuviera loca, pero tomó nota de todo.
– Voy a decirte algo que me ha contado Wim. Según él, Beverly, la hermana de Elaine, estuvo aquí en navidad y las dos tuvieron una pelotera de las que hacen historia. ¿Lo sabías?
– No, no lo sabía, y Elaine no me dijo nada tampoco -dijo Tillie, removiéndose con nerviosismo-. Bueno, Kinsey, tengo que irme. He comprado helado y se derretirá si no lo meto en seguida en el frigorífico.
– Muy bien. Volveré si necesito algo -dije-. Gracias, Tillie.
Se alejó por el vestíbulo con el carro de la compra y yo regresé al coche y lo abrí. Observé una vez más la casa de los Grice, atraída de un modo casi irresistible por aquel montón de ruinas medio quemado donde se había cometido el crimen. Movida por un impulso, volví a cerrarlo con llave y avancé hacia la puerta principal de los Snyder. El señor Snyder tuvo que verme por la ventana porque se abrió la puerta cuando ya había levantado la mano para llamar. Salió al porche.
– La he visto venir. Usted es la mujer que estuvo aquí ayer -dijo-. Ya no recuerdo su nombre.
– Kinsey Millhone. Ayer estuve hablando con el señor Grice en casa de su hermana. Me dijo que usted tenía una llave de la casa y que podía pedírsela para echar un vistazo.
– Sí, es verdad. La tengo en alguna parte. -Dio la sensación de que se cacheaba a sí mismo y acabó sacando un llavero del bolsillo. Fue pasando una llave tras otra-. Esta es -dijo. La sacó del llavero y me la dio-. Es de la puerta de atrás. Por delante está todo clavado con tablas como usted misma puede ver. Durante un tiempo tuvieron la casa acordobanada [3], hasta que los del laboratorio lo revisaron todo.
– ¿Qué pasa, Orris? -dijo alguien al fondo-. ¿Con quién hablas?
– ¡Ya está bien, para el carro! -Y luego, mirándome, añadió con las papadas temblonas-: Vieja cotorra… Lo siento, tengo que irme.
– Se la devolveré cuando termine -dije, pero antes de que me diera cuenta se alejaba ya hacia el interior de la casa. Me había dicho que su mujer estaba sorda como una tapia, pero a mí me parecía que oía la mar de bien.
Crucé el jardín de los Snyder; la hiedra crujía bajo mis pies. El césped de los Grice se había marchitado a causa del abandono y la acera estaba sembrada de desperdicios. No parecía haberse tocado desde que estuvieran allí los coches de bomberos y crucé los dedos con la esperanza de que el Servicio de Recuperación de Objetos no hubiera entrado para limpiar la casa. Doblé la esquina y pasé ante las puertas dobles y cerradas con candado que, medio vencidas hacia el interior del edificio, conducían al sótano. Ya en la parte trasera, subí cinco peldaños carcomidos y accedí a un pequeño porche. La mitad superior de la puerta trasera consistía en un gran panel de vidrio y distinguí el interior de la cocina por entre los arrugados visillos que, sucios ya, tenían un aspecto asqueroso.
Abrí y entré. Por una vez tuve suerte. Había escombros en tierra, pero los muebles seguían en su sitio; la mesa de la cocina estaba hecha un asco y las sillas por los suelos. Dejé la puerta abierta e inspeccioné la estancia. Había platos en la tabla de mármol y por la puerta de la despensa vi anaqueles con latas de comestibles. Volví a experimentar el escalofrío nervioso que siento siempre ante tales destrozos.
La casa olía a madera quemada por los cuatro costados y todo estaba cubierto por una espesa capa de hollín. Las paredes de la cocina eran grises a causa del humo y al avanzar hacia el corredor pisé unos casquillos de vidrios rotos, que produjeron el mismo ruido crujiente que cuando se pisa azúcar. Según iba viendo, la distribución de la casa de los Grice era igual a la de los Snyder, y en consecuencia pude identificar lo que supuse era el comedor, que estaba separado de la cocina por una ennegrecida puerta batiente. Tenía que corresponder a la habitación de la casa de los Snyder que Orris había adaptado para que fuera dormitorio de su mujer. En el pasillo había un mini-baño con sólo taza y pila. El antiguo linóleo se había hinchado y doblado, dejando al descubierto los ennegrecidos maderos de debajo. La ventana del pasillo estaba rota; daba a un estrecho callejón que se abría entre las dos casas y estaba enfrente mismo del adaptado dormitorio de May Snyder. La vi con toda claridad, echada en una cama de hospital, con la cabecera subida hasta formar un ángulo de cuarenta y cinco grados. Pequeñita y encogida bajo un edredón blanco, parecía dormir. Me alejé de la ventana y fui por el pasillo hasta la sala de estar.
El fuego había quitado el color a todo y la escena parecía ahora una fotografía en blanco y negro. Las huellas del humo -semejantes al dibujo de la piel de un cocodrilo- podían verse en el marco de las puertas y en las ventanas. La destrucción se hacía más patente a medida que avanzaba hacia la parte delantera. Al pasar ante la escalera que conducía al semipiso de arriba vi que las llamas no habían dejado intactos los peldaños ni la barandilla de madera. El papel decorado estaba tan ennegrecido y estropeado como un antiguo mapa del tesoro.
Seguí avanzando, procurando orientarme bien. Faltaba la madera del suelo en un punto siniestro y próximo a la puerta, donde supuse que se había encontrado el cadáver de Marty Grice. Las llamas se habían ensañado con las paredes, dejando al descubierto cañerías y vigas ennegrecidas. En el suelo de aquella estancia, por el pasillo y escaleras arriba, había un reguero irregular y calcinado que delataba la presencia de algún reactivo. Rodeé el agujero del suelo y eché un vistazo a la sala de estar, que parecía decorada con «muebles» de vanguardia, construidos por entero con briquetas de carbón. El sofá y los sillones parecían invitar todavía a la tertulia de sobremesa, aunque el fuego había devorado la tapicería hasta los muelles. Lo único que quedaba de la mesita del tresillo era un esqueleto calcinado.
Volví a las escaleras y subí con cuidado. El fuego había engullido el dormitorio con bocados caprichosos y al lado de un montón de libros intactos había un escabel carbonizado casi. La cama estaba hecha, pero las mangueras habían empapado la habitación, que ahora olía a fibra podrida de alfombra y a papel decorado húmedo, mantas mohosas, ropa chamuscada, y a pegotes de material aislante, que se había calentado y fundido por trechos entre la madera y el yeso de las paredes. En la mesita de noche había una foto enmarcada de Leonard; empotrada entre el marco y el vidrio había una cartilla odontológica con una cita para revisión y limpieza de dientes.
Aparté la cartilla y observé de cerca la cara de Leonard. Pensé en la instantánea de Marty que ya conocía. Menuda foca: grasa por todas partes, gafas de montura de plástico y un pelo que parecía una peluca. Leonard era mucho más atractivo; resultado de una época más feliz, presentaba un aspecto elegante, una cara distinguida, pelo gris y una expresión serena. Los hombros se le habían redondeado, sin duda a causa de los problemas de la espalda, aunque daba la impresión de que tenía una naturaleza débil o como propensa a excusarse. Me pregunté si Elaine Boldt lo habría encontrado atractivo. ¿Se habría interpuesto entre aquellos dos?