– Qué tal -dije-. Siéntate.
– Me dijeron que solías venir por aquí -dijo. Miró a su alrededor y las cejas se le arquearon un tanto, como si lo que se rumorease fuera cierto, aunque difícil de creer-. ¿Conocen este sitio los de Sanidad?
Me eché a reír. Rosie, que salía de la cocina, se detuvo en seco al ver a Jonah y retrocedió como si tirasen de ella con una cuerda. Jonah miró por encima del hombro para ver si se le había escapado algo.
– ¿Qué pasa? ¿Cómo ha sabido que soy policía? Tiene problemas con la pasma, ¿eh?
– Ha ido a retocarse el maquillaje -dije-. Hay un espejo detrás de la puerta de la cocina.
Reapareció Rosie contoneándose como una mona y dejó sobre la mesa con recio golpe el cubierto enrollado en una servilleta de papel.
– No me dijiste que esperabas compañía -murmuró-. ¿Tomará algo tu amigo? ¿Alguna bebida? ¿Cerveza, vino, un combinado?
– Cerveza está bien -dijo Jonah-. ¿Tienen de barril?
Enlazó Rosie las manos y me miró con interés. Nunca trata directamente con un extraño y en consecuencia me vi obligada a participar en una pequeña farsa en la que yo hacía de intérprete como si de pronto me hubiera contratado la ONU.
– ¿Aún tienes Mich de barril? -pregunté.
– Pues claro. ¿Por qué habría de tener otra?
Miré a Jonah y éste asintió con la cabeza.
– Un tubo de Mich entonces. Si quieres cenar, la comida es aquí fabulosa.
– Sí, eso parece -dijo Jonah-. ¿Qué me recomiendas?
– Rosie, ¿por qué no le traes lo mismo que a mí? ¿Nos podrías hacer ese favor?
– Naturalmente. -Rosie miró a Jonah con aprobación recatada-. Ni se me había ocurrido. -Sentí que me daba un codazo imaginario. Sabía cuál era su código de valores. Le gustaba la gordura en los hombres. Le gustaban el pelo moreno y las actitudes desenvueltas. Se alejó de la mesa con astucia y nos dejó solos. No es tan amable, ni mucho menos, cuando mis compañías son femeninas.
– ¿Qué te ha traído por aquí? -dije.
– Pues el no tener nada que hacer. La curiosidad. He hecho algunas averiguaciones sobre ti, así no tendremos que andarnos con presentaciones y preámbulos.
– Para poder ir directamente al grano, ¿eh? -dije-. ¿A qué grano?
– ¿Crees que quiero ligar o algo parecido?
– Naturalmente -dije-. Camisa nueva. Sin alianza. Apuesto a que tu mujer te abandonó hace dos semanas y que te has afeitado hace menos de una hora. Todavía se te nota la colonia en el cuello.
Se echó a reír. Tenía cara de persona inofensiva y buena dentadura. Apoyó los codos en la mesa.
– Te contaré cómo fue -dijo-. La conocí a los trece años y he estado con ella desde entonces. Supongo que acabó por hacerse adulta; a mí me fue imposible, al menos con ella. No sé qué hacer. En realidad hace un año que se marchó. Y me parece que fue hace una semana. Tú eres la primera mujer en quien me fijo desde que se marchó.
– ¿Adonde fue?
– A Idaho. Con las niñas. Dos -añadió, como si supiera que iba a preguntárselo-. Una de diez años, la otra de ocho. Courtney y Ashley. Si por mí hubiera sido, se llamarían de otro modo. Sara y Diane, o Patti y Jill, algo así. No las entiendo. Ni siquiera sé cómo piensan. Quiero a mis hijas, es verdad, pero desde que nacieron fue como si entre las tres hubieran fundado un club del que yo estaba excluido. Y sin posibilidad de hacerme socio, hiciera lo que hiciese.
– ¿Cómo se llamaba tu mujer?
– Camilla. Hostia. Me ha destrozado el corazón hasta el fondo. En lo que va de año he engordado quince kilos.
– Pues ya va siendo hora de que lo olvides -dije.
– Y de hacer un montón de cosas.
Rosie volvió con una cerveza para él y vino blanco de mesa para mí. ¿De qué me sonaba aquella historia? Los hombres recién separados se comportan como colgados y a mí me pasaba tres cuartos de lo mismo. Conocía muy bien el dolor, la inseguridad, el descontrol emocional. Hasta Rosie se dio cuenta de que la cosa no marchaba. Me miraba como si no pudiera comprender por qué lo había estropeado tan pronto. Cuando vi que se alejaba, volví a nuestra conversación inicial.
– Tampoco a mí me va muy bien -dije.
– Eso dicen. Por eso pensé que, juntos, podríamos echarnos una mano.
– Pero las cosas no se hacen así.
– ¿Querrás venir algún día al campo de tiro para practicar un poco?
Me eché a reír. No pude evitarlo. Su presencia llenaba totalmente el local.
– Sí. Podríamos ir juntos. ¿Qué arma tienes?
– Un Cok Python con cañón de quince centímetros. Necesita cartuchos de calibre 38 ó 357 Magnum. Por lo general llevo un Trooper MK-III, pero tuve la oportunidad de hacerme con el Python y no quise desaprovecharla. Cuatrocientos dólares. ¿Es verdad que has estado casada dos veces? No comprendo cómo pudiste resignarte a una cosa así. Joder, yo pensaba que el matrimonio era un compromiso de verdad. Ya sabes, dos almas que se funden para toda la eternidad y todo eso que suele decirse.
– Cuatrocientos dólares es un robo. ¿Por qué pagaste tanto? -Le miré de soslayo-. ¿Eres católico o algo parecido?
– No, sólo un poco idiota. La idea que tengo de las relaciones amorosas la aprendí en las revistas femeninas que había en el salón de belleza que dirigía mi madre cuando yo era pequeño. El arma procede de la herencia del difunto Dave Whitaker. Su viuda detesta las armas y, como nunca le gustó la afición del marido, se deshizo de la colección en cuanto pudo. Yo habría pagado el precio normal, pero la viuda no entendía de estas cosas. ¿Conoces a esa mujer, Bess Whitaker?
Negué con la cabeza. Alcé los ojos cuando Rosie nos puso los platos delante. Por la cara que puso mi colega deduje que no había esperado los pimientos verdes a la vinagreta, ni siquiera adornados con ramitas de perejil. Rosie, por regla general, aguarda hasta que pruebo el plato y le acaricio el oído con comentarios de entendida en restaurantes, pero esta vez se lo pensó mejor, por lo visto. Jonah se inclinó hacia delante en cuanto nos dejó solos.
– ¿Qué es esta mierda?
– Come y calla.
– Kinsey, los últimos diez años me los he pasado comiendo con monstruitos que se dedicaban a devorar todas las cebolletas y champiñones que había en la mesa. No sé comer sin los sobres de complementos que dan con las hamburguesas.
– Pues te vas a llevar la gran sorpresa -dije-. ¿Qué has estado comiendo desde que te abandonó tu mujer?
– Bueno, me dejó un montón de cenas preparadas en el congelador. Todas las noches descongelo una, la meto en el horno y lo pongo a ciento setenta grados durante una hora. Supongo que encontró unos saldos y compró una tonelada de esas bandejas compartimentadas que se anuncian en televisión. Quería que me alimentase de manera equilibrada, aunque financieramente me estuviera haciendo la puñeta.
Mantuve el tenedor alzado y observé a mi colega mientras trataba de imaginarme a un ama de casa congelando 365 cenas para jorobar al cónyuge. Tal era la mujer que aquel hombre había querido como compañera para toda la vida, igual que los búhos.
Acababa de tomar el primer bocado de ensalada con cara de concentración. Por su expresión se adivinaba que había dejado el pedazo de pimiento en el centro de la lengua mientras hacía movimientos de masticación alrededor del mismo. Es lo que yo suelo hacer con ese puré dulce de patatas que se sigue preparando el Día de Acción de Gracias. ¿Por qué sazonarán las verduras con dulce de malvavisco? ¿Acaso mezclo yo el regaliz con los espárragos o añado gelatina a las coles de Bruselas? Sólo de pensarlo se me arruga la cara.
Jonah asintió filosóficamente para sí y empezó a picar en la ensalada con fruición. Debía de resultarle tan sabrosa por lo menos como la basura que le preparaba Camilla. Imaginé los montones de bandejas de atún congelado con patatas fritas apelmazadas, y con guisantes congelados en un compartimento y medallones de zanahoria en otro. Habría apostado cualquier cosa a que, para el postre, la mujer le había dejado paquetes de seis latas de macedonia de frutas. Me di cuenta de que me estaba mirando.