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Por lo general corro cinco kilómetros y suelo seguir el carril para bicicletas que bordea la playa. El camino está jalonado por extrañas imágenes que busco con la mirada mientras cuento los cuartos de kilómetro. El rastro de un pájaro improbable, las marcas de un neumático ancho que cruzan el asfalto y se pierden en la arena. En la playa suele haber vagabundos; unos acampan allí de manera permanente, otros están de paso; sus sacos de dormir, alineados bajo las altas palmeras, parecen larvas verdes de tamaño gigantesco, pellejos desprendidos de animales que sufrieran conmociones nocturnas.

El aire era denso y frío aquella tarde y el océano parecía inmóvil. La núbea techumbre comenzaba a resquebrajarse, aunque los jirones de cielo que asomaban eran de un azul descolorido y el sol no se veía por ninguna parte. Una motora corría en sentido paralelo al perímetro de la playa y la estela que dejaba era como una turbulenta cinta de plata que se retorcía sobre sí. Tierra adentro, las montañas eran de color verde oscuro. Su vegetación subalpina, desde donde yo estaba, parecía una colcha de ante salpicada de rocas desnudas que despuntaban en la cima como si el manto de felpa se hubiese gastado por el uso.

Di la vuelta en East Beach, recorrí los dos kilómetros y medio que me faltaban, y para refrescarme fui andando por la acera de mi manzana hasta llegar a casa. Me entusiasman las sesiones de refresco. Me duché, me vestí, me metí en el coche y me dirigí al despacho que Pam Sharkey tiene en Chapel.

Pam era la agente que había contratado las pólizas de Leonard Grice y que quería investigar el asunto antes de archivarlo. Me fío de Vera, pero no me gusta basarme en la palabra de los demás. Podía darse el caso de que Grice se hubiese hecho un reaseguro cuantioso en otra compañía. ¿Cómo podía enterarme?

El edificio Valdez se encuentra en el cruce de Chapel y Feria. Esta última palabra es española; lo sé porque lo he consultado. Últimamente he pensado que debería seguir un curso de español, pero aún no me he decidido. Sé decir taco y gracias, pero no doy ni una con los verbos.

El Valdez es típico de la arquitectura de esta ciudad: dos pisos de paredes blancas, techumbre de tejas rojas, arcos grandes y ventanas con reja de hierro. Se ven toldos azul celeste y el paisaje es una sucesión de cuadros perfectos de césped. Las palmeras adornan el jardín y hay una fuente coronada por un niño desnudo que practica no sé qué crueldad con un pez.

El despacho de Pam Sharkey está en la planta baja, en un laberinto de cubículos idéntico al que había visto en La Fidelidad de California. Nada arquitectónicamente innovador en el mundo actual de los seguros. Tiene que ser como trabajar en una yuxtaposición de cuartos infantiles para jugar. La compañía para la que Pam trabaja, Lambeth and Creek, es una empresa independiente que contrata pólizas para otras compañías, entre ellas La Fidelidad de California.

Sólo había hablado con Pam una vez, mientras andaba tras la pista de un marido errante. La esposa, es decir, mi cliente, estaba tramitando el divorcio y quería pruebas de las infidelidades del marido para utilizarlas durante las negociaciones del acuerdo. Pam se había sentido ofendida, no porque yo hubiera descubierto que estaba liada con el marido, sino porque había descubierto que él estaba liado con dos mujeres más. Nada de esto había salido a la luz durante el juicio, pero su nombre aparecía en un lugar destacado de mi informe. No me había perdonado nunca que supiera demasiado. Santa Teresa es una ciudad reducida y nuestros caminos se cruzan con frecuencia. Mantenemos el trato, pero la cortesía está limitada por su rencor y mis burlas furtivas.

Pam es pequeña, la mala leche en miniatura. Es la única mujer que conozco que se añade diez años para que todos le digan que parece mucho más joven. Desde este punto de vista, jura que tiene treinta y ocho años. Tiene la cara pequeña y la piel oscura, y se pone colorete de distintos matices en un intento infructuoso de sombrearse las mejillas a distintos niveles. Yo solía suministrarle información. Por ejemplo, que no hay forma de ocultar las ojeras por muy hábil que sea el maquillaje. Hay múltiples ángulos desde los que cualquier persona con ojos en la cara las vería, no de color gris, pero sí de un blanco mortuorio. Es imposible dar el pego. ¿Por qué no acentuarlas en tal caso para obtener por lo menos un aire exótico y mundano, como el de Anna Magnani, o el de Jeanne Moreau, o el de Simone Signoret? Además, en los últimos tiempos le había dado por hacerse el mismo tipo de permanente, que según creo se llama estilo «dormitorio» y que había convertido su cabello castaño en una masa rizada y de aspecto despeinado. Aquella tarde se había acicalado con un pequeño conjunto de aire cinegético: chaqueta de amazona, pantalón corto marrón, medias de color rosa y zapatos de hebilla y tacón bajo. Las únicas cacerías en que tomaba parte las practicaba en los bares de ligue, donde monteaba piezas de una sola noche como si la temporada estuviera acabando y su permiso a punto de caducar.

Pero hagamos un alto en la descripción. Sé que soy injusta. Pam me desagrada tanto como yo a ella. Cada vez que la veo me siento vulgar y mezquina, y no es mi forma favorita de sentirme. Tal vez ella me evite por la misma razón.

Su cubículo está cerca de la entrada: un símbolo de su posición, quizá. Nada más verme se puso a trastear con expedientes y documentos. Cuando conseguí llegar hasta su mesa ya estaba hablando por teléfono. Sin duda hablaba con un hombre porque se comportaba con coquetería. Mientras le daba a la lengua se toqueteaba por todas partes, se enroscaba un rizo en un dedo, se sobaba un pendiente, se rozaba la solapa de la chaqueta. Del cuello le colgaban varios collares dorados y también éstos recibieron su ración. De vez en cuando se frotaba la barbilla con el extremo de un collar y emitía una risa desenfadada y vibrante que sin duda ensayaba a última hora de la noche. Se fijó en mí, fingió sorpresa y me enseñó la palma de la mano para indicarme que tendría que esperar.

Me dio la espalda en la silla giratoria y finiquitó la charla telefónica con un murmullo íntimo. En la mesa, encima de un montón de expedientes, vi un ejemplar de Cosmo en cuya portada se prometían artículos sobre el punto G, la cirugía de los pechos y el estupro social.

Pam colgó por fin y se dio la vuelta mientras la animación desaparecía de su cara. Representar ante mí el numerito era perder el tiempo.

– ¿En qué puedo ayudarte, Kinsey?

– Tengo entendido que suscribiste un par de pólizas a nombre de Leonard y Marty Grice.

– Y es verdad.

Esbocé una sonrisa.

– ¿Podrías decirme en qué situación legal se encuentra actualmente el papeleo?

Interrumpió la comunicación visual y efectuó otra revisión digital de su periferia: pendiente, pelo, solapa. Colgó el índice de una de las cadenitas de oro que llevaba al cuello y se puso a recorrer los eslabones hasta que empezó a preocuparme la posibilidad de que se desollara la piel. Ella quería decirme que Leonard Grice no era asunto mío, pero sabía que yo trabajaba de vez en cuando para La Fidelidad de California.

– ¿Cuál es el problema?

– No hay ningún problema -dije-. Vera Lipton tiene dudas sobre la indemnización del incendio y yo necesito saber si había algún otro seguro en vigor.

– Un momento, un momento. Leonard Grice es un hombre muy sensible y estos seis meses han sido un calvario para él. Si La Fidelidad de California quiere crear problemas, lo mejor es que Vera trate directamente conmigo.

– ¿Quién habla de problemas? Mientras no se adjunten las pruebas concernientes a los daños materiales, Vera no puede pagar la indemnización.

– Eso está más claro que el agua, Kinsey -dijo-. Lo que no entiendo es qué tiene que ver contigo.

Noté que me empezaba a subir la sonrisa como un cazo de leche al fuego. Me adelanté, apoyé la palma izquierda en la mesa y el puño derecho en la cadera. Me dije que había llegado el momento de aclarar nuestra relación.

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