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– Bueno, no estoy segura. Fue la misma semana, pero no podría decirte mucho más. El asesinato la había afectado mucho, fue uno de los motivos por los que se marchó. Creí que te lo había dicho.

– Dijiste que estaba enferma.

– Y lo estaba, aunque siempre tenía achaques. Dijo que el asesinato le había destrozado los nervios. Pensaba que se encontraría mejor si se iba de la ciudad. Un momento -dijo. Se introdujo entre las matas y cerró el grifo, vació el agua que quedaba en la manguera y la enrolló. Salió de los arbustos secándose las manos húmedas en los téjanos-. ¿Crees que sabía algo sobre la muerte de Marty?

– Creo que vale la pena averiguarlo -dije-. Su ventana lateral da justo al jardín de los Grice. Puede que viera al ladrón.

Tillie puso cara de escepticismo.

– ¿En la oscuridad?

Me encogí de hombros.

– No parece muy probable, pero no se me ocurre nada más.

– ¿No crees que hubiera acudido a la policía si lo hubiese visto?

– ¿Quién sabe? Puede que no se le ocurriera. La gente tiene miedo. No quiere verse envuelta en estas cosas. A lo mejor pensó que estaba en peligro.

– La verdad es que estaba nerviosa -dijo Tillie-. Pero aquella semana todos estábamos hechos un manojo de nervios. ¿Quieres entrar?

– La verdad es que sí. Quisiera echar un vistazo a sus facturas y recibos. Por lo menos sabré hasta cuándo se ha servido de su cuenta corriente y dónde estaba en dicho momento. ¿Han llegado más recibos?

– Sólo un par. Ahora los verás.

Seguí a Tillie por el vestíbulo y por el pasillo contiguo.

Abrió la puerta de su piso, entró en la salita y se acercó a la arquimesa. Puesto que habían roto los vidrios de las portezuelas, no hizo falta abrirla con la llave, y sin embargo vi que titubeaba, totalmente perpleja, y que se llevaba el índice a la mejilla como quien posa para una foto.

– Qué raro.

– ¿Qué ocurre? -dije. Me acerqué y observé el interior. Habíamos vuelto a ordenar los libros desparramados durante la noche anterior y, aparte de ellos, lo único que había en los anaqueles era un pequeño elefante de bronce y una foto enmarcada en que se veía un perrito con un palo en la boca.

– No veo los recibos de Elaine y deberían estar aquí -dijo-. Bueno, no es tan extraño. -Volvió a inspeccionar los anaqueles y luego fue abriendo los cajones uno tras otro mientras miraba el contenido.

Se dirigió a la cocina y revolvió la enorme bolsa de plástico negro donde habíamos metido los vidrios rotos y todo lo demás. Pero de los recibos y facturas no había ni rastro.

– Ayer estaban en la arquimesa. Los vi con mis propios ojos. ¿Dónde pueden estar?

Se me quedó mirando. No hacía falta mucha inteligencia para sacar la conclusión más lógica.

– ¿Y si se los llevó ella? -preguntó-. ¿La mujer de anoche? ¿Sería eso lo que buscaba?

– No sabría decirte. Aunque hubo algo que me llamó la atención en su momento. ¿No te parece absurdo que alguien entrara, estando tú aquí, sólo para poner la casa patas arriba? ¿Estás segura de que los viste ayer?

– Desde luego. Los que acababan de llegar los puse con los demás en la estantería. Estaban exactamente aquí. Y no recuerdo haberlos visto cuando limpiamos. ¿Y tú?

Hice memoria. Sólo en una ocasión había visto yo aquellos recibos y facturas, cuando había hablado con Tillie por primera vez. Pero ¿por qué iba a molestarse nadie en robarlos? No tenía sentido.

– Puede que la intrusa te asustase adrede para tener el campo libre mientras registraba el piso -dije.

– Si fue así, la verdad es que lo consiguió. ¡Yo no habría salido del dormitorio ni por una apuesta! Pero ¿por qué lo haría? No lo entiendo.

– Ni yo. Podría conseguir un duplicado de todos ellos, pero sería un lío y preferiría no hacerlo si puedo evitarlo.

– Lo que yo quiero saber es quién tiene llave de mi casa. Sólo de pensarlo se me hiela la sangre.

– No te lo reprocho. ¿Sabes una cosa, Tillie? Lo que más me saca de quicio es tener ante mí dieciséis preguntas sin respuesta, en fila, una al lado de otra. Voy a averiguar todo lo que pueda sobre el asesinato de aquí al lado. Tiene que haber una relación. ¿Has hablado recientemente con Leonard Grice, Tillie?

– Bueno, desde que ocurrió no ha vuelto por aquí -dijo-. No lo he visto ni de lejos.

– ¿Qué me dices de los otros vecinos, los Snyder? ¿Crees que nos echarían una mano?

– Tal vez. ¿Quieres que hable con ellos?

– No, es igual. Lo haré yo personalmente. Una cosa más. Leonard Grice tiene un sobrino…, un chico con el pelo a lo mohawk, de color rosa.

– Mike.

– Sí, ése. ¿Cabe alguna posibilidad de que fuera él quien entrase aquí anoche? Hace un momento he estado hablando con él ahí fuera y no es corpulento. Podría parecer una mujer en la oscuridad.

– No lo creo -dijo Tillie, totalmente escéptica-. No pondría la mano en el fuego, pero no creo que fuera él.

– Bien, era sólo una idea. No me gusta sacar conclusiones precipitadas en lo que afecta a los sexos. A decir verdad, pudo ser cualquiera. Voy aquí al lado, a ver qué tienen que decir los Snyder. Cuídate.

La casa del número 2.093 producía la misma impresión que la incendiada… parcela de igual tamaño, idéntica desproporción, la misma conjunción de madera blanca y ladrillo rojo. El ladrillo era de factura barata, una imitación ingeniosa de los de arcilla refractaria. Delante del edificio había un cartel de SE VENDE sobre el que se había pegado un papel en sentido transversal que proclamaba ¡VENDIDA!, como si hubiera tenido lugar una subasta antes de poner yo el pie en el sendero de entrada. Un árbol enorme sumía el jardín en una oscuridad que producía escalofríos, la hiedra estrangulaba el tronco y se extendía en todas direcciones formando una alfombra densa que casi cubría el camino. Ascendí los peldaños del porche y di unos golpes en el cancel de aluminio. En la puerta principal, tras el cancel, había una ventanilla cubierta por un visillo blanco, sujeto por dos varillas. Instantes después apartaba alguien el visillo para escrutar el exterior.

– ¿El señor Snyder?

El visillo recuperó la posición del principio y se entreabrió la puerta. El hombre tendría setenta y tantos años, era corpulento y de aire bonachón. La vejez le había devuelto la gordura infantil y la misma expresión de seriedad y curiosidad. Le enseñé una de mis tarjetas.

– Me llamo Kinsey Millhone. ¿Podría dedicarme unos minutos? Estoy buscando a Elaine Boldt, que vive en la comunidad de propietarios de aquí al lado y Tillie Ahlberg me ha sugerido que hable con usted. ¿Puede echarme una mano?

El señor Snyder quitó el pestillo del cancel.

– Haré lo que pueda. Pase. -Abrió el cancel y entré en la casa.

Estaba tan oscura como el interior de una lata de conservas y olía a apio. Del fondo de la casa brotó una voz aguda:

– ¿Qué pasa, Orris? ¿Quién está ahí?

– ¡Alguien que viene de parte de Tillie!

– ¿Qué?

– Aguarde un momento -me dijo el señor Snyder-, está sorda como una tapia. Siéntese, por favor.

El señor Snyder se alejó hacia el interior arrastrando los pies. Me instalé en un sillón tapizado y de brazos de madera. El tapizado era de felpa de color marrón oscuro y el estampado reproducía esa fronda inclasificable que nadie ha visto jamás en la vida real. Los muelles del asiento estaban rotos; estaba lleno de cantos duros y olía a polvo por los cuatro costados. Vi también un sofá que hacía juego debajo de un diluvio de periódicos y una mesita, de caoba, con un óvalo de cristal incrustado que apenas se distinguía bajo el montón de objetos que lo tapaba: libros de bolsillo con orejas, flores de plástico en un jarrón de cerámica con la forma de dos ratones que se abrazaban erguidos, una reproducción en bronce de las manos juntas que rezan, seis lápices con la goma del extremo destrozada a mordiscos, frascos de pastillas, y un vaso que al parecer había contenido leche caliente y que en el borde del vidrio había dejado una especie de encaje, una mancha como la que produce la respiración de un niño. Había además una intrigante cantidad de bolitas como de pan en una bolsa cilíndrica de celofán. Me acerqué. Se trataba de un cirio. El señor Snyder habría podido sacar a la calle aquella mesita y organizar una tómbola de barrio sin añadir nada más.

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