El periodista y el ingeniero se singularizaron, constantemente interrumpidos, por encima de las cabezas de los demás.
– No, no es del todo cierto; Glucksmann ataca a Soljenitzin por decir que Stalin ya estaba contenido en Marx.
– B-bien, montaron una especie de espectáculo poco entusiasta… quiero decir que, por supuesto, uno no se presenta y grita me equivoqué, nosotros, los jóvenes brillantes, los nuevos Sartre y Foucault, nuestras teorías, nuestras premisas básicas… sangre y mierda, eso es todo lo que queda de ellos en el Gulag, éh?
– Claro que no debemos pasar por alto que el pesimismo básico de Soljenitzin siempre ha hecho de él un escritor plebeyo más que socialista…
– ¿Pero cómo cambiaremos el mundo sin Marx? -el ingeniero admitió, como si confesara sonriente haber sido futbolista de primera división, aunque no se le reconociera en la estructura física: «Yo estuve en las calles en el 68»-. Todavía están de acuerdo en que debe cambiarse.
– Lo dudo. Apenas. Incluso eso. No sé qué tienen entre las piernas, para no hablar de lo que tienen en la cabeza. Filósofos políticos. Capitularán por entero ante el individualismo. O se volcarán en la religión. En cualquier caso, terminarán en la derecha.
– Bien, en principio, debemos repudiar a la primogénita de Marx. La filie aínée. Tenemos que declarar a la Unión Soviética hereje del socialismo -Bernard Chabalier se unió al grupo; Rosa oyó la interjección entre otras. El hacía los gestos elípticos de quien ha vuelto a deslizarse en el montón.
– No, no, seamos claros: existe una diferencia entre el antisovietismo de la derecha y el nuevo antisovietismo de los intelectuales izquierdistas. Quizás ahora la izquierda parece
definir los males del socialismo soviético tal como lo ha hecho siempre el pensamiento reaccionario: dictadura implacable en los trabajos forzados. Pero lo que condenan no es la diferencia entre
el socialismo soviético y el liberalismo occidental… que es más o menos la tesis del liberalismo occidental e incluso de la derecha ilustrada… ¿Esto se aplica a Inglaterra?
– Mmm, sí, supongo que podríamos decir que creemos saber qué derechos humanos defenderemos, pero no deseamos la nacionalización ni la migración ilimitada de los negros. Por esta razón el Partido Laborista se irá al traste -esta vez los franceses rieron con el invitado de honor, que fue apagándose en un vago asentimiento, simulador, desdeñoso en murmullos que lo disociaban de esa específica locura política.
– Tampoco se trata de la ortodoxa tesis apologista según la cual lo ocurrido al socialismo en la Unión Soviética tiene algo que ver con el legado del atraso ruso. La vieja historia: su estado de subdesarrollo cuando llegó la revolución, el revés económico de la guerra, la tradición autocrática del pueblo ruso y así sucesivamente. La teoría de izquierdas dice que si Stalin estaba contenido en Marx se debe a que el culto del estado y la rationalité sociale ya estaban contenidos en el pensamiento occidental… esto es lo que se originó en la Unión Soviética, pero su doctrina
nace en Maquiavelo y Descartes.
La frente definida con la pelusa detrás de cada oreja se inclinó hacia atrás, los párpados cayeron intensificando la mirada.
– De modo que todo lo que anda mal en el socialismo es lo que anda mal en Occidente. Otra vez la culpa del capitalismo.
– Permíteme terminar… por ende el antisovietismo de los izquierdistas occidentales es un antisovietismo de la izquierda, totalmente distinto.
– Y permíteme decirte -saltó Bernard a través de la elipse de su propia ironía- que la tragedia de la izquierda consiste en que aún está convencida de que todo lo que tiene de malo el socialismo está en Occidente. Nuestra tragedia como izquierdistas, la tragedia de nuestra época. El socialismo es el horizonte del mundo, Sartre lo ha dicho de una vez por todas; pero es una evasión… cierra los ojos, apriétate la nariz, antes de reconocer de dónde viene el hedor.
– Sin duda alguna lo importante es…
La voz del ingeniero se paseó por temas que lo complacían:
– Ojalá pudiera acomodar mis convicciones al genio de un nuevo philosophe… y hablaban de maniqueísmo… acusan a Giscard…
– Sin ningún género de dudas el factor importante reside en que -el inglés había metido la panza y sacado el pecho, manteniendo sus opiniones por encima de la discusión-,…al menos estos tipos pueden tener la cordura de haber acabado con las ideas totalitarias y la represión total inseparable de dichas ideas. Cuando encuentras a alguien que dice que el gran invento del siglo veinte puede resultar ser el campo de concentración… cuando apareces con ideas semejantes, es posible que por fin nos estemos alejando del señuelo de la maligna utopía. ¡Si la gente se olvidara de la utopía! Cuando el racionalismo destruyó el paraíso y decidió instalarlo aquí, en la tierra, la meta más terrible penetró la ambición humana. Era evidente que no tenía fin lo que se haría sufrir a la gente para alcanzarla.
Bernard vio que Rosa los miraba a todos, a él mismo como uno de ellos. Sus pómulos estaban tensos de asombro; su presencia entre ellos era como un brazo que los hace retroceder de algo perdido y pisoteado.
– ¿«No puedes institucionalizar la felicidad»? ¿En serio? ¿Como un descubrimiento…? Es una de esas máximas que aparecen en las sorpresas del árbol de navidad…
El ingeniero se mostró encantadoramente perspicaz.
– Quizá se referían a la libertad, de alguna manera están… no sé, algo trastornados en estos tiempos para usar esa palabra. Sea como fuere, según la visión izquierdista de la vida, ambas significan más o menos lo mismo, siempre insisten en que su «libertad» es condición de la felicidad.
Ella sopesó por un instante sus manos vacías. Bernard vio que se levantaba y se mostraba allí aquello que había sido pisoteado. Enseguida Rosa ocultó los puños detrás de los muslos.
– ¿No lo sabes? No existe ninguna posibilidad de felicidad sin instituciones que la protejan.
El inglés sonrió desde una ventana de minúsculos dientes que sujetaban el cigarro.
– ¡Qué Dios nos proteja! Entonces levantan la alambrada de púas y quién sabe en qué momento descubres cuál es el lado erróneo…
– No estoy postulando una teoría. Me refiero a gente que necesita tener derechos (allá) en un código para poder moverse en su propio país, decidir qué trabajo harán y qué aprenderán sus hijos en la escuela. Para poder montar en un autobús o entrar en un sitio y pedir una taza de café.
– Ah, sí, los derechos civiles ordinarios. No puedo decirte que sea una utopía. Pero para ello no es necesario una revolución.
– En algunos países sí. La gente muere por cosas como ésas -dijo Bernard en voz alta, para sí mismo.
Rosa no dio muestras de haberle oído.
– Pero la lucha por el cambio se basa en la idea de que la libertad existe, ¿verdad? La libertad, esa idea estrafalaria. La gente tiene que estar en condiciones de crear instituciones… y es necesario desarrollar instituciones que la vuelvan posible en la práctica. Esa utopía es interna… sin ella, ¿cómo puedes… actuar? -la última palabra sonó como si hubiera dicho «vivir», aquella por la que la había sustituido incoscientemente; hubo modificaciones comprensivas, incómodas, apreciativas en esos rostros que aceptaban, amablemente o como un reproche, una verdad ingenua por todos modos admitida.
El inglés colocó su perfil como si lo situara para un retrato, en actitud resuelta.
– Los embustes. La crueldad. Demasiado dolor emana de todo ello.
– Pero no hay indemnidad. No puedes tener miedo de hacer el bien por si acaso el resultado es el mal.
Mientras Rosa hablaba, Katya se detuvo al pasar y la rodeó con un brazo; miró a todos un momento, disfrutando del reflejo de un desafío pretérito, como un viejo veterano que todavía se muestra capaz de recuperar la atención. Prosiguió su camino para limpiar una mancha de vino derramado en la pechera de su vestido: