Madame Bagnelli llevaba lo que tuviera que hacer a la terraza. En cuclillas sobre una banqueta con sus alpargatas raídas, seleccionaba hierbas que había juntado con su invitada en el Col de Vence, y que pondría a secar. Lijaba una mesa vieja que había comprado barata cuando fueron al mercado al aire libre cercano al viejo puerto de Antibes y que esperaba vender a unos alemanes que habían tomado una casa al lado de la de Poliakoff, con la barbilla hundida en la carne de su cuello y partículas doradas atrapadas en el rímel cuajado de sus pestañas. En la misma posición, aparentemente incómoda para una mujer de sus dimensiones, con su máquina de coser en una mesa baja entre las piernas, cosía las ropas de mucho vuelo que cortaba Gaby Grosbois.
– Siempre le repito, Rose, que todavía es una mujer, que los hombres la miran… tiene que saber lo que debe usar. Este año nadie usa cosas ceñidas y cortas; a ella le sienta bien un estilo muy suelto, décolleté… no, no, Katya, conservas tu belleza, te lo digo yo -las dos mujeres rieron, abrazadas-. Si Pierre todavía funcionara -más risas, su boca jugando a la tragedia-, me preocuparía.
Por las tardes, mientras leía en la habitación que la había estado esperando, Rosa Burger tenía conciencia de las actividades de Madame Bagnelli allá abajo, y de las tijeras mordiendo hilos como perros que muerden moscas, del brochazo y el deslizamiento de un pincel al ritmo del disco que había dejado puesto adentro. Las Variaciones Goldberg, la cara uno del Oratorio de Navidad, algunas canciones puntuadas por chasquidos cuando la aguja pasaba por una raya, acompañadas de vez en cuando por una voz: Katya, siguiendo y anticipando frases tan conocidas que la grabación se había convertido en una especie de conversación. En algún momento la conversación era real: aquél era el croar masculino de Darby y el otro el ronco charloteo de uno de sus amigotes. Sus voces cambiaban con la edad como las de los chicos en la adolescencia, como la de quien en París había sido tan famoso como Baker y Piaf-la gente de la aldea siempre le repetía a Rosa: ¿Sabes que Arnys vive aquí?- que no podía distinguirse de la de las lesbianas que probablemente habían cultivado el registro más bajo, o la de los norteamericanos viejos, expatriados durante treinta o cuarenta años, a quienes se les habían «granulado las cuerdas vocales» (intento de Madame Bagnelli por traducir una expresión local: la voix enrouée par la vinasse) con los depósitos del alcohol que habían consumido.
– A una tasa fija del treinta y tres por ciento le iría mejor, sin duda… pero si tienes ingresos flotantes de una docena de fuentes distintas… Sólo tiene sentido si te cercioras de no desparramar tanto tus ingresos como para entrar en otra categoría impositiva -las palabras en inglés son de Donna y la serpenteante risilla cosquillosa significa que está la chica japonesa con el perro.
La chica parloteaba con su hermoso perro en una especie de juego antropomórfico. Rosa bajó la vista de su azotea privada y la vio, tan bonita con sus pantalones franceses ceñidos y los zuecos altos que usaba con el femenino vestido exótico sujeto en los codos y en las rodillas, levantando su rostro sonriente de mandíbulas anchas sobre su frágil tronco. Vivía con un inglés al que la invitada de Madame Bagnelli todavía no conocía. El pasó por abajo en una caminata matinal, con un bastón, la japonesita y el perro; un hombre canoso con la majestuosidad de un árbol de crecimiento lento llevaba con indiferencia, en el igualitarismo que dan los téejanos primero adoptados por los estudiantes a imitación de campesinos y trabajadores, y luego tomados de los jóvenes por los ricos. Era propietario de un astillero en Lancashire -había sido, todos habían sido algo antes de instalarse allí para vivir como querían- para quien trabajó Ugo Bagnelli, cuyo apellido usaba Katya aunque nunca había estado casada con nadie salvo con Lionel Burger.
– Si Tatsu te invita, debes ir… aunque sólo sea para ver lo que hacía Ugo. En esa embarcación todo es idea suya. El armó… debieron ser tres o cuatro, toda una serie de yates de regatas y de paseo para Henry Torren. Oh, a Henry le caía bien… y no son muchos los que le caen bien. Es un solitario. Al margen de la joven con quien se case o viva. Nunca se mezcla aquí. Le gusta creer que no es como nosotros… hay tantos fracasados. Pero aquí la gente que no tiene dinero también hace lo que quiere. Creo que eso es lo que no aprueba, es como si eso le echara a perder las cosas a él. Le encantaría creer que no disfruta de las mismas cosas que nosotros. No es un snob, no, nada de eso, hay que llegar a conocerlo… nos llevamos muy bien. Un puritano. Ugo nunca le cobró… o le cobró tan poco que era lo mismo que nada. Amaba las cosas lujosas, vivía con ellas… con estilo… en su imaginación, mientras lo único que comíamos eran espaguetis. Sabía diseñarlas y hacerlas, pero al mismo tiempo sabía que nunca las tendría. En cierto sentido era lo mismo… No sé por qué me chifla ese tipo de hombre. Mejor dicho por qué me chiflaba… y ahora -el gesto, la expresión de burlona abdicación aprendida de Gaby Grosbois cuando habla de Pierre, su marido.
Madame Bagnelli y Rosa Burger no hablaban deliberadamente de Lionel Burger pero tampoco eludían hacerlo: era una realidad entre ambas. Su existencia las volvía intercambiables en diferentes momentos y en distintos contextos. No se habían reconocido antes de llegar a ser una mujer de edad madura y su joven huésped, con la suerte de encontrarse en un estado que no podían haber anticipado, acordado ni explicado. Compatibles: eso era suficiente en sí mismo; cómodamente, sólo empezaron a existir en el instante en que cada una buscaba con la mirada a la otra en el aeropuerto. Ese hecho -la realidad de Lionel-, cuando el paso de la vida cotidiana se estrechaba o viraba hasta ponerlo de relieve, como un cambio de luz transforma el aspecto de un paisaje, hacía algo más de la relación entre ambas mujeres.
Mientras Madame Bagnelli hablaba, la chica veía a la mujer que se había enamorado de Lionel Burger. La mujer percibió cómo era vista y se transformó en Katya.
– Éramos jóvenes y todas las ideas maravillosas. Sé que lo has oído todo antes, pero así era. «Cambiaremos el mundo.» Incluso mientras te lo digo ahora… podría empezar a temblar, mis manos… ¡Yo pensaba que ocurriría! Nunca más hambre, nunca más dolor. Pero ése es el mayor lujo, ¿verdad? Supongo que yo era una criatura estúpida. Lo era. Un objetivo inaccesible. Algo que no lograríamos en toda nuestra vida, en la de Lionel. El lo comprendía. Estaba preparado para que así fuera, no me preguntes cómo. ¿Pero si nunca…? ¿Entonces qué? Yo no podía esperar, no puedo esperar, no quiero esperar. Siempre tuve que vivir… no podía renunciar a la vida. Cuando vi a tu madre… ¿recuerdas que te dije que pensé: éste es mi fin?
La chica la corrigió.
– No, dijiste… que ella era una «auténtica revolucionaria» -una pausa impuesta con toda precisión. Sonrientes. Estaban pelando grandes pimientos morrones que habían asado a la parrilla.
– Sí, eso es lo que quiero decir. De modo que ése fue mi fin. No tenía la menor posibilidad contra ella. Mi fin con él -la piel de los pimientos era transparente cuando se levantaba en remilgados bucles y la pulpa caliente era suculenta, color escarlata; les ardían las yemas de los dedos-. Así, poco más de un centímetro, no te preocupes si no son regulares -Rosa observaba mientras acomodaba tiras de pulpa en un cuenco-. Pero también me libré de ellos, lo cual es bastante. Unos cabrones. Una vez me puse un par de zapatos de verano, muy bonitos. En aquellos tiempos todos usaban zapatos blancos en verano. Con toda inocencia debió escapárseme que me los había limpiado la sirvienta. En seguida hubo una queja en una reunión: la camarada Katya evidenciaba tendencias burguesas indignas de un miembro del Partido. No quisieron ser específicos. Nadie lo reconoció. Perdí los estribos y chillé en la reunión. Yo sabía que era por los zapatos, por un estúpido y condenado par de zapatos… Ahora unas gotas de aceite entre cada capa -los dedos manchados, seguidos por los de la chica que, chorreantes hasta las muñecas, acomodaban un enrejado colorado. La chica la miró y ella sugirió-: Una pizca de sal.