No se sintió ofendido por el gracioso disgusto que ella evidenció.
– La gran vida durante unos meses. Hasta que te hartas de la gente para la que trabajas. No había un solo sitio donde leer en paz.
Para la tarea que hacía no necesitaba permiso de trabajo de extranjero, y conocía todas las formas de vida que encajaban en esta misma categoría. En Londres ocupó ilegalmente un palacete de Knightsbridge. Con el dinero que había obtenido por introducir un coche británico libre de impuestos, después de haberlo usado durante un año en el extranjero, por acuerdo con un hombre que lo había comprado a su nombre, había acondicionado una puñetera casita de campo en Johanesburgo.
– Si alguna vez necesitas un sitio donde estar… yo suelo pasar fuera semanas enteras. Tengo amigos con una granja en Swazilandia. Un lugar maravilloso, bosque desde la casa hasta el río, vives en una especie de ocaso de verdores… pacanas, ya sabes -una inspiración indiferente-. ¿Por qué no vienes este fin de semana?
A él no se le había pasado por la imaginación:
– No tengo pasaporte.
El no produjo ruidos compasivos ni indignados. Meditó en ello como en cualquier cuestión práctica.
– ¿Ni siquiera para dar una vuelta por allí?
– No.
La observó en silencio, confrontado con ella, considerándola como un tercero, un problema planteado para los dos.
– Ven a mi casa.
– Sí, iré, me gustaría verla. Tu enorme Jacaranda.
– Bauhinia.
– Bauhinia, entonces.
– Quiero decir ahora mismo.
– Esta tarde tengo que ir a Pretoria después del trabajo -pero al menos era una respuesta seria, una cuestión práctica que podía solucionarse.
– Hay un aplazamiento hasta el lunes, ¿verdad?
– Sí, pero he conseguido permiso para visitarlo hoy.
– Al volver te queda prácticamente de paso.
La mansión y el jardín de principios de siglo a los que pertenecía la cabaña habían sido expropiados para hacer una autopista gratuita que se retrasaba debido a las objeciones de los contribuyentes; entretanto la cabaña había quedado sin posesión oficial en un domicilio que ya no existía.
El techo acanalado de hierro galvanizado estaba pintado de azul, lo mismo que la baranda de madera de la galería. Desde una pista de tenis abandonada, brillante de resplandecientes hierbas, un pájaro plañidero presagiaba lluvias. La bauhinia que se elevaba desde matorrales y palmas ornamentales se había convertido en una jungla enredada en verdes; las dos habitaciones estaban hundidas en ella como si de una piscina oculta se tratara. Era tan segura y acogedora como una casa de muñecas, y sexualmente excitante como un escondite de amantes. Estaba en medio de la nada.
Ella llegó del sol y el tráfico de la autopista directamente desde la prisión y él se levantó de un mueble sombrío sin fingir no haber estado tumbado, probablemente toda la tarde, y la mantuvo en el vano de la puerta, frotándose contra ella. Lo directo de la caricia era sencillamente la acción, en circunstancias mejores y más apropiadas, de lo que había ocurrido en la cafetería. El deseo puede ser muy reconfortante. Tendida con el vulnerable olor metálico del pelo de un extraño cerca de su respiración, vio moscas balanceando un móvil debajo de un farolillo de papel arrugado, el diseño floreado del interior de los cuadrados contados en un techo emplomado recargado de sombras proyectadas desde el jardín, el reloj de él en la mano que tenía apoyada en ella, mostrándolo ahora… exactamente una hora y veinte minutos desde que había estado en el banco del lado de los visitantes ante la mirilla enrejada que fragmentaba el rostro de su padre al tiempo que la charla entre otros prisioneros y sus visitantes rompía la secuencia de lo que él intentaba decirle.
– Es una suerte encontrar un lugar como éste. Es lo que todos buscan.
– Fácil. El único problema consiste en convencer al rico propietario o propietaria. Tendrían a un negro si les permitiesen tener negros con vivienda, porque son controlables, tienen que hacerte caso. Pero un blanco capaz de vivir en una choza como ésta sin duda será joven y no tendrá dinero. Tienen miedo de que pases drogas o seas políticamente subversivo, que crees conflictos. Cuando dije que trabajaba en el hipódromo todo se arregló, es la clase de vida honrada que comprenden; aunque para ellos no sea socialmente aceptable al menos forma parte del servicio a sus placeres. Mantienes la boca cerrada con respecto a la universidad pues no confían para nada en los estudiantes. Y no los culpo. Sea como fuere, a mí me va. Si logro terminar la maldita tesis y hacer mis cien o ciento cincuenta semanales entre los parásitos y timadores del hipódromo, me largaré a México.
– ¡México! ¿Por qué México?
El se levantó, se desperezó en toda su desnudez, bostezó de modo tal que su pene se meneó y el bostezo se convirtió en una sonrisa de gato. Apoyó la palma de la mano en unos libros que estaban sobre una bandeja de cobre con un soporte desvencijado.
– No existen las buenas razones para la gente que tiene que tener buenas razones. Cuando leo poemas y novelas que me gustan quiero ir a vivir al país que conoce el autor. Quiero decir que deseo conocer lo que él conoce…
– Préstame algo.
Ella probó a decir los nombres que figuraban en los libros que le dio.
– Octavio Paz. Carlos Fuentes.
El le corrigió la pronunciación.
– ¿Has aprendido castellano?
El se acercó y le tocó un pecho como quien ajusta el ángulo de un cuadro.
– Hay una chica que me da lecciones.
Ella ni se habría enterado si él hubiera dejado de estar por allí.
Si hubiera desaparecido en cualquier momento durante los siete meses del proceso de su padre habría supuesto, sencillamente, que se había largado a México o a cualquier otro sitio. De hecho, una vez que con el mentón en las manos al otro lado de la mesa, entre amigos y curiosos -en el descanso para el té mientras un observador del Consejo Internacional de Juristas comentaba algunos aspectos de las audiencias de la mañana- levantó la vista para mirarla desde abajo de las cejas y levantó una mano a modo de saludo, ella sólo reconoció el gesto de alguien que ha estado lejos y avisa que ha vuelto. Fue con ella en el coche hasta Johanesburgo. Era una de esas personas que habitualmente aguarda a que el otro empiece a hablar. Las declaraciones de los testigos de la defensa, por la tarde, habían ido mal; no había nada que decir, nada. En presencia de otro en el coche, ella sólo tenía conciencia de los actos que suelen realizarse automáticamente, el juego de los tendones en el dorso de su mano cuando cambiaba de velocidad, la curva de sus codos en el volante y su mirada entre el retrovisor y el camino.
– ¿Cómo fue?
– ¿Qué fue? -con un matiz de desafío ante tanta preocupación.
La voz de ella se debilitó a causa de la turbación.
– Has estado… ¿dónde? ¿Ciudad del Cabo?
– Siempre eres así de cortés, ¿no? Lo mismo que tu padre. Nunca se crispa. Le arroje lo que le arroje ese rastrero fiscal cargado de histrionismo. Nunca pierde la calma.
Ella sonrió en dirección al camino.
– Debes de haber sido muy bien educada. Nada de insultos ni portazos en casa de los Burger. Todos maravillosamente comedidos.
– Lionel es así. Ofendido, sí. Lo he visto ofendido. Pero no pierde la paciencia. Es capaz de estar enfadado sin salirse de quicio… Nunca, no recuerdo haberlo visto así una sola vez cuando era pequeña… No es aceptación, él es por naturaleza comprensivo a su manera.
– Maravillosamente comedido.
Ella sonrió y se encogió de hombros.
– La vieja de esta tarde, ¿era una amiga?
– Algo así.
– Algo así. Pobrecita. Temblorosa y lloriqueante y bajando la vista de reojo todo el tiempo para no encontrar la mirada de él.
No sólo la mirada, ni siquiera podía darse el lujo de fijar los ojos en la punta de sus zapatos. Se notaba. Y diciendo todo lo que consiguieron sacarle, ensuciándose ella misma… Delante de él. Observé al acusado Número Uno. Se limitaba a mirarla, escuchando como cualquiera. No estaba indignado.