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La cama tembló un poco. Ella permaneció un instante inmóvil y luego se arrodilló a mi lado.

– Mira -me dijo-, prefiero que tú te quedes de espaldas y yo te montaré. Yo marcaré el ritmo, si no te molesta.

No contesté.

– ¿De acuerdo? -preguntó.

– Vale. No tengo nada que hacer -murmuré.

21

Tardé un tiempo en comprender que ninguna chica podía sustituir a Nina. En conjunto, la cosa me hizo más feliz. Pensaba en ella de cuando en cuando, como quien va a abrir su cofre para ver sus lingotes de oro; me gustaba mucho pensar en ella. Sin embargo, no traté de encontrarla, la sola idea de hacerlo me paralizaba, y la única vez que marqué su número de teléfono la historia se puso chunga: iba a llevarme el auricular a la oreja cuando sentí que una corriente helada invadía mi brazo, y al cabo de un segundo me vi golpeando el aparato contra el borde de la mesa. No lo volví a intentar.

Durante algún tiempo llevé una vida perfectamente en regla. Había resuelto mi eterno problema de dinero con un trabajo de media jornada, por la mañana, lo que me dejaba el resto del día para escribir o para no hacer nada de nada.

Era una tienda de muebles. Mi trabajo consistía en cargar una camioneta con los pedidos, evitando que me atrapara la mujer del director, una gorda con un moño que había encontrado la forma de leerse uno de mis libros. Oooohhh, ¿y cómo hace para escribir cosas tan pornográficas? Eso era lo primero que me había preguntado. Me ocupaba de los repartos de género pequeños, nunca nada mayor que una mesilla de noche o una lámpara de hierro forjado. Había otros tipos para la categoría de armarios o aparadores, tipos más altos y más fuertes que yo, y que llevaban un camión.

Había que subir kilómetros de escaleras, pero en conjunto no era muy cansado. Hubo días en que ni me enteré, como si fueran jornadas de despacho. Además, no lo hacía del todo mal, iba de prisa y siempre había terminado hacia las once. Daba grandes rodeos para regresar y soñaba despierto. Si tenía la desgracia de regresar excesivamente pronto, la gorda se me echaba encima y me arrastraba hacia las zonas alejadas, con el pretexto de hacer su puto inventario.

– Caramba, joven, ¿ya ha vuelto? Pues no podía ser más oportuno. Vamos a echarle un vistazo a las existencias de alfombras, tengo que comprobar una cosa…

La zona de las alfombras era un verdadero laberinto y los cacharros aquellos se amontonaban casi hasta el techo. Nunca estabas seguro de poder volver al mismo sitio. Nos detuvimos frente a las imitaciones de piezas únicas 100% acrílico y ella se abanicaba con una libreta que llevaba en la mano.

– ¡Jesús, María! ¡Qué calor! ¿no le parece?

– Pues a mí el jersey no me molesta -dije yo.

– No perdamos tiempo. Trate de encontrar una escalera, joven.

Encontré la escalera. Miraba en otra dirección mientras esperaba que ella me dijera qué tenía que hacer. Ella respiraba agitadamente. Las pilas de alfombras estaban pegadas unas con otras, y todo aquello olía a trampa.

– Adelante, suba la escalera. Hay que contarlas una a una.

Llegué hasta lo más alto, y agarrándome con una mano de la escalera, empecé a contar las alfombras. Al cabo de diez segundos, noté que la escalera temblaba, eché un vistazo hacia abajo y vi que la gorda atacaba los primeros escalones. Estaba oscuro. Era mons truoso. contuve la respiración, me quedé paralizado durante tre segundos y a continuación ella plantó sus tetas en mis ríñones. Hizo como si no pasara nada.

– Ocúpese usted de la pila de la derecha y yo me ocuparé de de la izquierda.

Me agarré a los flecos de una alfombra.

– Oiga, mire -le dije-, vamos a terminar rompiéndonos la cabeza, ¡le juro que nos vamos a romper la crisma!

– Vamos, deje de gesticular… No haga chiquilladas.

Debió de aprovechar la ocasión para subir un escalón más, porque sentí que su barriga me frotaba las nalgas. A continuación me achuchó descaradamente y toda la escalera vibró.

– Señora, necesito este trabajo, no haga tonterías. Es peligroso, por lo menos estamos a diez metros de altura…

Se echó a reír.

– Diez metros dice, jajá…, diez metros. Pobre pajarito mío, no hay ni tres metros, no tengas miedo…

Afortunadamente, logré escabullirme e hice una acrobacia para llegar a lo alto de la pila.

– ¡No sea estúpido! -exclamó.

Salté de un montón a otro, me tiré sobre unos colchones que estaban un poco más bajos y el polvo me hizo estornudar. Después me deslicé hasta el suelo y llegué a la salida.

Lo bueno que tenía aquella mujer era que al día siguiente te saludaba con la misma sonrisa. Era fácil darse cuenta de que no se lo tomaba a mal. Realmente cada día parecía un nuevo día para ella, era una supercarta que tenía en su juego, una especie de comodín luminoso.

A veces los otros se retrasaban en las entregas y yo tenía que repartir somieres y colchones. Era realmente divertido, me encantaba hacerlo. Se suponía que el hijo de la patrona me ayudaba en esos casos, lo llevaba conmigo y no nos decíamos gran cosa. Rápidamente habíamos puesto los puntos sobre las íes.

– Oye, ¿y tú qué escribes, policiacas?

– No.

– Vale, de acuerdo, ya veo de qué vas.

La mayor parte de las veces él dormía mientras yo conducía. Tenía un aire francamente idiota cuando dormía, le colgaba la mandíbula inferior. Es raro lo que me pasa con las personas a las que no les gustan mis libros, termino por considerarlos idiotas al cabo de un tiempo. De todos modos, prefería tener a mi lado a un idiota dormido que a un tipo normal despierto, porque la verdad es que no me gusta excesivamente hablar, y menos por la mañana.

Así que él dormía, y teníamos que llevar un colchón y un somier al otro lado de la ciudad. Hacía fresco pero el cielo estaba azul, con alguna nube. Me detuve en un semáforo, con la mente medio en blanco y un brazo colgando por fuera; pero todo aquello no existía realmente, y los motores funcionaban a marcha lenta.

Cuando se encendió la luz verde, arranqué, y precisamente en aquel momento vi a Nina, que doblaba la esquina. Frené en seco El idiota salió despedido hacia delante y el coche que nos seguja hundió las puertas traseras de la camioneta. Por el retrovisor me pareció que el coche había intentado subirse a la plataforma. Pa. sado ese instante, Nina había desaparecido, y oí el sonido seco de puertas que se cerraban.

Perdimos al menos un cuarto de hora llenando papeles. El tipo estaba claramente en estado de shock y me las apañé para que cargara con todos los estropicios. Entretanto, Bob, el hijo de la patrona, trataba de enderezar un parachoques a patadas. Éramos un estorbo para la circulación, la gente nos pasaba dirigiéndonos sonrisas asesinas, y las primeras gotas empezaron a caer cuando firmábamos los últimos papeles. Volví a poner la camioneta en marcha y circulamos con las puertas traseras colgando de sus goznes, lo que provocaba una corriente de aire húmedo.

– Oye, Bob -le dije-, supongo que lo has visto todo, ¿no? Te has dado cuenta, aquel gilipollas me ha embestido cuando yo estaba TOTALMENTE parado. Me alegro de que vengas conmigo, porque ha sido tan fuera de lugar que nadie iba a creérselo…

Asintió vagamente con la cabeza, estaba de nuevo a punto de dormirse. Tenía razón y a mí, en el fondo, me importaba un comino. Sin ese ruido de chatarra incluso habría olvidado por completo el incidente. Llovía, pero había podido atrapar mi rayo de sol. Seguía teniendo aspecto de ángel, pero más sexy. Hacía ya tiempo que estábamos separados, y me pregunté si un mame cualquiera se estaría aprovechando de la ocasión. Pensé espere que la trates bien, que seas amable con ella, mierda, espero que hayas salido bien de ésta.

Aparqué delante del edificio en el que teníamos que dejar el colchón y el somier, y me sobresalté, era un edificio viejo de seis pisos, y el número de piso estaba indicado en el albarán: SEXTO PISO, PUERTA IZQUIERDA. En general las escaleras tenían tendencia a estrecharse a partir del quinto, y siempre era un gilipollas del sexto el que se hacía llevar un aparador de seis metros de longitud o un somier de uno noventa, perfectamente manejable, claro.

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