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Esperé a que se calmara un poco y me bebí tranquilamente mi café. Suspiré ante la idea del trabajo que teníamos por delante. Creí que ya lo había soltado todo, pero tuvo que hacer una última consideración acerca de mi estilo. Y eso me horroriza.

– Oiga -le dije-, no sé nada de argot, apenas he oído hablar de eso. Y tampoco empleo todas esas expresiones de moda ni el vocabulario gilipollas que las acompaña. Seguramente soy uno de los últimos autores clásicos con vida.

– Vaya, no se conforma con poco, ¿eh?

– Pues así es -le dije-. Y nadie la obliga a creerme.

– No tiene por qué irritarse -comentó ella.

– No estoy irritado. Pero he pasado la noche casi en blanco y no he podido descansar realmente durante estos dos días.

– Ya.

– Si le parece bien, podemos empezar -le dije.

Seguí estrujándome hasta la caída de la tarde. Cuando se fue hice mi numerito de payaso bajo la ducha, con ese puto yeso que era imprescindible mantener seco y con la pastilla de jabón que salía disparada en todas direcciones. Luego me afeité. Tardé horas al tener que hacerlo con una sola mano y el resultado no fue tan terrible. Salí a comprar algunas cosas, y al volver me instalé delante de la tele y vi un documental sobre la vida en el interior de una gota de agua. Terrorífico. Fui a tomarme un bourbon con coca-cola.

Estuve ordenando y encontré una camiseta de Nina. No me cogió de nuevo, pero en cualquier caso le corté una manga con unas tijeras y me la puse. Era una camiseta rosa con lentejuelas que me quedaba bastante estrecha, pero no quería negarme ese pequeño placer. Me sentía relajado, con el espíritu fresco como una fuente manando al sol. Me sentía bien dentro de mi piel.

Había casi luna llena y se veía bastante bien dentro de la habitación, incluso con las luces apagadas. Me estiré en la cama para fumarme un cigarrillo. Era un momento de paz muy agradable y el silencio era perfecto. En esos momentos uno es realmente invulnerable.

– Eh, Djian -murmuré-, ¿sigues ahí, Orfeo de ambos?

27

Ooooohhhh -lanzó Gladys.

– ¿Qué le "pasa? -pregunté yo.

– Tengo la impresión de que no voy a poder respirar.

– Es normal. Es lo que buscaba. Tuve ganas de dar un pequeño sprint al final. ¿Le ha gustado?

Se separó de la máquina y cruzó las manos por detrás de la cabeza. Tenía las mejillas coloreadas.

– Reconozco que no carece de aliento -dijo.

– Gracias -le contesté.

Fui a la cocina y destapé dos cervezas. Le tendí una.

– Estoy encantado de haber trabajado con usted -comenté.

– Yo también. Me ha gustado -contestó.

Levantamos nuestros vasos. No estaba totalmente seguro de haberle aportado algo como escritor, pero como bebedor de cerveza había hecho un buen trabajo. Metí el original en una caja de cartón y le di tres vueltas con «cello». No quise su ayuda en esa labor. Quería encargarme personalmente, por razones sentimentales. No era un paquete bonito, pero era lo mejor que podía hacer con una sola mano. Se lo entregué de manera un tanto formal:

– Aquí lo tiene -le dije-. Y sea prudente, trate de que no se la lleve un huracán.

Sonrió. La acompañé hasta la puerta y estuve mirando cómo se alejaba con el paquete bajo el brazo. Ciao, baby, murmuré, y durante el tiempo que dura un relámpago me sentí un hombre libre.

Durante los días siguientes me encontré totalmente vacío. Pero siempre me ocurría cuando terminaba un libro, y no me inquieté. Me dejaba embarcar en cualquier tontería, en salidas estúpidas o en veladas lamentables. A veces tenía la impresión de despertarme sobresaltado y me encontraba en casa de éste o de aquél con una sonrisa imbécil en los labios y me preguntaba cómo había llegado hasta allí y qué demonios estaba haciendo. Pero no me comía excesivamente el coco, me bastaba con reconocer dos o tres caras que me fueran familiares para deslizarme otra vez hasta la más completa indiferencia. Especialmente, no lograba interesarme por mí. Me sentía tan digno de atención como una muñeca hinchable. Y, no obstante, esa consideración no me sumía en delirios mórbidos o en estados particularmente depresivos. No, la cosa iba pasando más o menos bien, y la verdad es que me importaba muy poco. Vivía, respiraba y funcionaba como cualquier otra persona, y me daba completamente igual pensar que yo no era nada. Lo contrario nunca me había hecho feliz. Estaba más vivo, de acuerdo, pero no era más feliz. Y además sabía que no podía durar, a fuerza de flotar uno acaba llegando a algún lado. Era normal no ver nada cuando el río se hundía bajo tierra, pero uno podía esperar que saliera a la luz de un momento a otro.

Una mañana, estaba hurgándome en el interior del yeso con una regla de plástico, cuando oí un concierto de bocinas y golpearon violentamente a mi puerta. Fui a abrir. Era Marc. Eché una ojeada por encima de su hombro y vi una docena de coches alineados a lo largo de la acera, en doble fila, con gente que se agitaba dentro. El tiempo era nuboso.

– Bueno, ¿qué? -me dijo-. ¿Aún no estás listo?

– ¿Qué?

– Venga, date prisa. ¡Sólo faltas tú!

– ¿Qué es todo este cachondeo? -le pregunté.

Me miró frunciendo el ceño:

– Lo sabes perfectamente -me dijo-. Vamos a casa de Z. No me digas que lo habías olvidado…

– Claro que no -le dije.

De golpe, toda la historia me vino a la memoria. Sí, sí, aquel condenado Z., no podía soportarlo pero ahora me acordaba. Habíamos quedado dos días antes, sí, claro que sí, debía de estar medio volado cuando acepté. El viejo Z., el mamón aquel sin alma, que paría novelas en tres semanas y que tiraba regularmente trescientos mil ejemplares. Recordaba que la cuestión era pasar el día en su casa y que nos reservaba una sorpresa. Mientras me ponía una camisa, me dije de todo. Posiblemente, en aquel momento consideraba que la vida carecía de sabor y que todo me daba igual, pero la verdad es que las cosas tienen un límite. Z. era un tipo que conseguía ponerme nervioso al cabo de un segundo de verlo.

Al salir a la calle, saludé a los coches que esperaban; parecía que estuviera todo el mundo. No hacía mucho calor, me eché la cazadora al hombro antes de entrar en mi coche y a continuación la gran salchicha multicolor se puso en marcha.

Z. vivía en una casa grande y muy semejante a sus libros, de una pesadez espantosa y sin ningún tipo de interés, pero tenía ochenta o noventa hectáreas alrededor que no eran desdeñables en absoluto. Z. tenía un público formidable.

Nos esperaba de pie sobre la escalinata de entrada, con su sonrisa inimitable. Dentro había bebida y algo para ir hincando el diente. Me mantuve lo más alejado posible de aquel tipo y charlé un poco con Yan y algunos más, hasta que alguien pidió silencio. No necesité girarme para saber quién era.

– Bien -dijo-, os había prometido una sorpresa, ¿no? Pues he preparado una especie de pequeño juego por equipos…

Escondí la boca detrás de mi mano.

– ¡Formidable! -grité.

– A ver, Djian, por favor… Mi última novela saldrá la semana que viene y ofrezco una caja de botellas de champaña al equipo ganador.

Todo el mundo se precipitó hacia el exterior, mientras que yo me entretenía un poco junto a la comida. Cuando bajé la escalinata todos los equipos estaban formados. Sólo quedaba una chica de ochenta kilos, que parecía bailar apoyándose alternativamente sobre un pie y sobre el otro. Me acerqué a ella.

– ¿Qué hay que hacer exactamente? -le pregunté.

– Bueno, le va a entregar un sobre a cada equipo y dentro estarán las instrucciones que permitirán encontrar el punto de cita. Me parece que tienen que pasarse tres pruebas cada vez…

– Este tipo es realmente genial -comenté.

Z. montaba una pequeña moto todo terreno. Miró a todo el grupo con una sonrisa diabólica y arrancó a todo gas. Todos los equipos abrieron finalmente su sobre. Mi compañera iba a hacer lo mismo pero la detuve.

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