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Dos días después consideré que ya era hora de que me pusiera a trabajar de nuevo. Las había llevado de paseo. Las había acompañado a la playa y reconocía que habían sido dos días de verdadera relajación, pero la verdad es que ese tipo de cosas me agotaban rápidamente. Así que una mañana no propuse nada genial y me senté delante de mi máquina.

Al cabo de cinco minutos me pareció que había demasiado movimiento a mi alrededor. Fui a poner un poco de música para ahogar los ruidos. Volví a sentarme y me tomé la cabeza con ambas manos.

Lili pasaba a toda velocidad las páginas de una revista, Cecilia estaba en la cocina, y las dos charlaban de una habitación a la otra. Hacía un calor realmente espantoso. Fui a pasarme un poco de agua fría por la cabeza, me salpiqué la camiseta y volví a mi mesa con el cerebro totalmente vacío. A lo mejor hacía cuarenta o cincuenta grados afuera, o quizás más. Mierda, pensé, si al menos pudiera escribir una página al día, la verdad es que no pido la luna… Coloqué una hoja en la máquina y Cecilia vino a sentarse en el sillón, justo delante de mí.

– ¡Vaya, no tienes miedo! -dijo.

– ¿Eh?

– Que no tienes miedo de electrocutarte.

No le contesté. Estaba a punto de concentrarme cuando la iré. Llevaba una camiseta que se le pegaba al cuerpo y acababa levantar las rodillas hasta dejarlas debajo de su barbilla. Colocó unos pedacitos de algodón entre los dedos de sus pies.

Me balanceé en mi taburete y suspiré.

– ¿Qué te pasa? -me preguntó.

– Nada, pero me parece que no puedo mirarte y trabajar a la vez -contesté.

En general, este tipo de reflexión les daba risa. Siempre se lo toman por el lado bueno.

– Un poco de seriedad, haz como si yo no estuviera.

– Al menos, podrías darte la vuelta -le dije.

– Necesito la luz…

El sol caía directamente sobre ella, y puede parecer un verdadero milagro, pero yo tenía ganas de currar.

– ¿Y cómo demonios quieres que me las apañe? -le dije-. No sé, pero no estás obligada a tener las piernas separadas, ¿no? Podrías entender que necesito pensar un poco.

– Qué pesado eres -me soltó.

Pero juntó las rodillas; era lo mínimo que podía hacer. Me froté la nariz para recuperar el hilo de mi historia, pero realmente no tenía la cabeza en eso, así que me levanté para beber algo.

Estaba en la cocina cuando oí que llamaban a la puerta. Fui a abrir. Era la rubia a cuya casa habíamos ido a buscar a Lili. Iba por el mundo con un bikini que te dejaba helado, de color amarillo limón. Su hija estaba con ella.

– Buenos días -dijo.

Me aparté para que pudiera entrar.

– Voy a pasar el día a la playa. Venía a ver si quería que me llevara a Lili…

Realmente era lo inesperado. De inmediato me di cuenta de que tenía algunas probabilidades de estar un poco tranquilo. En menos de cinco minutos había mandado a todas esas mujeres a la playa.

Por la tarde, volvieron a llamar a mi puerta. No era fácil trabajar con ese calor, me lo estaba pasando auténticamente mal. No tenía ganas de hacer nada pero de todos modos fui a ver qué ocurría. la rubia con sus dos trapitos amarillos.

– Uf, ya no aguantaba más -dijo-. ¿Lo molesto?

– No, no -contesté.

– Las chicas han querido quedarse un rato más, pero yo debo tener cuidado porque mi piel es muy sensible.

– ¿Quiere tomar algo? -le pregunté.

– Si me acompaña -contestó.

Fui a abrir la nevera, me agaché para coger cervezas y cuando volví a levantarme sentí sus dos tetas plantadas en mi espalda. Ni siquiera había oído que se acercara.

– Oh, perdone -dijo.

Retrocedió con los ojos bajos, yo no sabía si lo había hecho a proposito, pero en todo caso algo se disparó en mi cabeza. Empecé a mirarla de forma distinta. Era una mujer apetitosa, y mientras nos tomábamos nuestras cervezas en la otra habitación me pareció muy excitante. Se había sentado en la cama y echaba vistazos a su alrededor.

– Mi marido trabaja en una plataforma de perforación y no lo veo desde hace un mes. No puede imaginarse lo que me aburro…

– Claro que me lo imagino.

De repente deseé enloquecidamente a aquella mujer, de forma incontrolable; son cosas que pasan y me pregunté si tendría un conejo enorme y si podría beneficiarme de él, por supuesto no durante los siguientes cien años. Me sentía incapaz de articular una palabra, tenía la boca seca. Trituraba mi vaso mirándola y pensaba en su chorbo perdido en medio del mar y azotado por las tempestades. No conseguía estarme quieto, me levanté y fui a sentarme a su lado sin hacer ruido, con el cerebro en rojo.

Ella no se movía y se limitaba a mirar la pared de enfrente. La cosa podía durar mucho tiempo. Me deslicé tras ella, me pegué a su espalda y atrapé sus pechos, pero ella se soltó con suavidad:

– Si no te importa, preferiría que no me los tocaras.

– ¿Cómo? -logré decir.

– Sí, que no me gustaría tenerlos caídos demasiado pronto. Me los cuido mucho.

– No tengo ninguna intención de destrozártelos -le dije.

– No, pero leí un artículo. Hay una teoría nueva; parece que hay que dejarlos en paz si se quiere mantener un buen busto hasta los sesenta, y hasta después de los sesenta.

Dejé caer mis manos como si fueran dos yunques, aquel truco era totalmente nuevo para mí, aún no me lo habían hecho nunca. Me levanté para encender un cigarrillo. El cuento ese me había sentado como una ducha de agua fría. Puse música mirando hacia otra parte.

– No hay que creerse todo lo que cuentan, ¿sabes?; la verdad es que me extrañaría que una pequeña caricia las afectara. El tipo que escribió el artículo debía de tener problemas personales.

– En todo caso, el resto no se estropea -me dijo.

– Pues es una verdadera suerte. Espero que el tipo ése descanse un poco antes de escribir sobre el sexo.

No había ni terminado de hablar y ella ya se había quitado la parte baja del biquini y la había lanzado a través de la habitación hacia donde yo estaba. Me aparté, y el trapo amarillo limón se aplastó contra la pared con un pequeño ruido seco.

– También he leído un libro sobre las relaciones sexuales -añadió-. Dice que practicar el sexo mantiene el cuerpo en plena forma.

– No soy ningún neurótico de la condición física. No consigo tomarme en serio ese cuento.

– Claro, eso lo dices ahora, pero si no haces nada estarás acabado en diez años.

– Digamos que en veinte -le dije-. Me basta, y trataré de hacer lo máximo hasta entonces.

– Es tu problema -me soltó.

A continuación se recostó hacia atrás y dejó las piernas colgando. Era realmente rubia y se enroscaba el cabello con los dedos. Me adelanté hacia la cama con el cerebro desconectado y lancé la cara en picado hacia su chocho; pero me encontré con un olor de cosa en spray, una especie de monte bajo con dos o tres violetas y fresas silvestres. La verdad es que no me pareció demasiado excitante.

Me levanté, me estiré, y moviendo la cabeza miré la parte superior de su biquini.

– ¿Ni siquiera pueden verse? -pregunté.

– Vaya, eres uno de esos obsesos… ¿Qué más te da? Oye, ¿va a durar mucho ese cuento?

Cerré los ojos y me pregunté si ella pensaba que iba a arreglar las cosas tomándoselo así. El disco había terminado y estábamos plantados en el silencio, con un olor de tabaco enfriado, a punto de acostarnos juntos. Pero no había realmente nada entre nosotros, ni la menor chispa. A veces eso no tiene ninguna importancia, no hay que convertirlo en una montaña, el mundo es como es, helado, luminoso, inocente pero a veces basta una mota de polvo para que la máquina se pare en seco; basta con que te salga una tía con una nueva teoría del tipo hay que dejar las tetas en paz, para que todo se derrumbe a tu alrededor. Bueno, quiero decir que en aquel momento tenía problemas para que se me pusiera tiesa.

– ¿Qué te pasa? -me preguntó-. ¿Qué tienes?

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